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Alejandro reunió a toda la caballería que había quedado, confió los escuadrones y las unidades auxiliares a Tolomeo y a los demás y partió al galope llevándose consigo también a la segunda unidad de Oxatres, compuesta por un centenar de escitas que desde hacía tiempo militaban como mercenarios en el ejército imperial.

No quería dejarse ver mientras se acercaba y siguió manteniendo el contacto con los correos hasta que le dijeron que el ejército enemigo había entablado batalla con los escuadrones de Pérdicas y de Clito.

—¿Cómo están formados? —preguntó el rey.

—No tienen ninguna formación propiamente dicha. Corren alrededor de nuestras tropas y las cubren de flechas. Hasta ahora los nuestros se han defendido con los escudos, pero no pueden continuar de ese modo.

—En efecto, es hora de acabar con esto —repuso Alejandro. Llamó a sus compañeros en torno a él—. Ahora avanzaremos a velocidad moderada hasta establecer contacto. Apenas los tengamos a la vista, las trompas darán la señal. Clito y Pérdicas romperán el cerco por el frente, abriéndose inmediatamente después en abanico y haciendo una conversión hacia nosotros, que sorprenderemos a los escitas por la espalda con una maniobra convergente. No tendrán escapatoria ni siquiera por los lados abiertos. No quiero ningún prisionero a menos que pidan la rendición. ¡Y ahora, a caballo!

Alejandro espoleó a su bayo sármata protegido por el abanderado con el estandarte rojo y todos los demás le siguieron desplegando un amplio frente en aquella llanura sin obstáculos, sobre un fondo de tan sólo cuatro filas.

Tan pronto como aparecieron los escitas a la vista con sus brillantes trajes y sus armaduras de escamas, el rey hizo una indicación a los trompeteros, que dieron la señal convenida. Casi al punto Clito y Pérdicas dispusieron a sus hombres en cuña y cargaron de frente rompiendo el cerco y continuando su carrera en línea recta hasta que el último de sus hombres hubo salido del cerco enemigo. Luego, se separaron en dos mitades, cada una de las cuales hizo una amplia conversión en abanico y luego, reunidos en un único frente, volvieron atrás cargando compactos con las lanzas bajadas.

Por el lado opuesto, en ese mismo instante, apareció Alejandro con sus escuadrones ya lanzados a paso de carga. Cogidos por sorpresa y atrapados completamente en medio, los escitas tuvieron que enzarzarse en un cuerpo a cuerpo hacinados en un espacio demasiado exiguo y sin posibilidad de huida por los lados. Estaban furiosos por haber caído en una trampa en su llanura oceánica, precisamente como peces en una red, y trataban por todos los medios posibles de romper el cerco, pero el terreno tan llano y regular permitía a la caballería macedonia mantener un orden cerrado de frente y hacer valer la superioridad del armamento pesado.

Los escitas combatieron con feroz encarnizamiento sufriendo cuantiosas bajas, y cuando, a eso de la tarde, se dieron cuenta de que estaban condenados a la matanza, se arrojaron todos al mismo tiempo hacia un punto aprovechando un momento en que se había producido una fisura en el frente adversario; al mando de su jefe, consiguieron ganar el terreno abierto y alejarse.

Los soldados macedonios gritaron exultantes levantando al cielo las puntas de las lanzas, pero el rey les detuvo.

—No se ha acabado —dijo—. Ahora les perseguiremos hasta sus aldeas y haremos que se acuerden para siempre de Alejandro y de sus hetairoi.

Pero cuando de disponía a lanzar la orden de partida, se presentaron unos correos del campamento con un mensaje del comandante de la infantería.

—Rey, el sátrapa Espitámenes ha sublevado a los bactrianos y sogdianos y están atacando Maracanda. Los comandantes quieren saber qué deben hacer.

—Dejar una guarnición en la nueva ciudad y luego regresar hacia Maracanda. Yo llegaré apenas haya concluido mi incursión.

Los correos se fueron y Alejandro reanudó la marcha por la llanura guiado por Oxatres. Ahora avanzaban al paso siguiendo las huellas de los jinetes escitas que habían escapado al cerco; aquella inmensidad ilimitada les llenaba de admiración y desconcierto: no había delante de ellos ni un sólo árbol, ni una piedra o roca, ni un relieve del terreno, mientras que a sus espaldas las montañas del Paropámiso se encendían de un color rosado por los rayos del ocaso que relumbraban en las cimas nevadas.

Tolomeo dijo, como hablando para sí:

—En la isla de Eubea, las ciudades de Calcis y de Eretria combatieron ferozmente entre sí por la posesión de una amplia llanura de treinta y cinco estadios.

—Sí —le hizo eco Pérdicas—, y aquí la mirada llega hasta el horizonte sin encontrar ningún obstáculo ni tampoco la menor señal de presencia humana.

—Y sin embargo no han desaparecido en la nada —observó Hefestión—. No son fantasmas.

—Son nómadas —explicó Oxatres que cabalgaba detrás de ellos—. Viven en carros tirados por bueyes y dentro tienen a su familia: mujeres, ancianos, niños. Se alimentan de leche y de carne, y pueden cabalgar durante días y noches sin detenerse nunca porque sus caballos son increíblemente resistentes.

—¿Hasta dónde llega su tierra? —preguntó Alejandro, que recordaba relatos de su padre y sus batallas contra los escitas allende el Istro.

—Nadie lo sabe —repuso el persa.

—Según algunos —intervino Seleuco—, limitan al norte con los hiperbóreos y al este con los isedones, que se alimentan únicamente de leche de yegua.

—¿Podemos perdernos? —preguntó Leonato dirigiendo su mirada preocupada por la llana extensión esteparia.

—Imposible —le tranquilizó Seleuco—. Tenemos a nuestras espaldas las montañas y a nuestra izquierda el Yaxartes. De todos modos, yo volvería atrás en vista de lo que está sucediendo en Maracanda.

Alejandro siguió cabalgando en silencio: aquel era su modo de ponerles a prueba, de ver hasta qué punto eran fuertes aún su fidelidad, su amistad y su resolución a desafiar lo desconocido. En un determinado momento, las huellas de los escitas desaparecieron del todo como si sus caballos hubieran emprendido el vuelo.

—¡Por Zeus! —exclamó Pérdicas.

Oxatres desmontó y examinó el terreno.

—Han envuelto las patas de los caballos y sobre esta hierba seca no dejan huellas visibles. Pero mis escitas podrán descubrirlas.

—Entonces sigamos adelante —ordenó el rey.

La marcha se reanudó hasta que se hizo de noche y ni siquiera los exploradores escitas de Oxatres conseguían ver ya nada. Entonces Alejandro hizo dar por medio de la trompa la señal de alto y todos extendieron en el suelo sus mantos, sacaron un poco de pan y de carne seca de las alforjas, las cantimploras con el agua y se sentaron para tomar una de las cenas más frugales que recordaran. Reinaba una gran paz alrededor: la luna casi llena asomaba detrás de las montañas iluminando la vasta llanura y haciendo brillar las aguas del río, y las constelaciones más luminosas comenzaron a aparecer una tras otra en el despejado cielo, sin una nube. Sólo al fondo, hacia levante, en la cresta de los montes se veían unos relampagueos; por lo demás, el mundo estaba inmerso en la quietud de la noche. Los guerreros asiáticos se habían reunido en círculo y alguno había conseguido encender un fuego.

—Pero ¿cómo se las arreglan? —preguntó Hefestión que sentía bastante frío—. No he visto un matojo en un radio de cien estadios.

—Estiércol —repuso Oxatres con sus vagos conocimientos de griego y con una expresión de profundo desprecio.

—¿Estiércol? —preguntó Seleuco arqueando las cejas.

—De oveja, de caballo, de cabra. Lo recogen en bolsas, y cuando está seco lo queman.

—¡Ah!

—Para nosotros eso es un sacrilegio, la profanación del fuego. En Persia está castigado con la muerte, pero ellos son... —y pronunció una palabra que en persa significaba «bárbaros».

—¿No os parece que es igualmente una cena sabrosa? —preguntó Alejandro cambiando de conversación.

—Cuando se tiene hambre... —aprobó Hefestión.

—Y este lugar... —prosiguió Alejandro—. No había visto nunca nada semejante. Ni una casa siquiera en todo el espacio que la mirada alcanza a ver. —Se volvió hacia Oxatres—: ¿Qué me dices, tendrá vida Alejandría Última?

—La tendrá —repuso el guerrero persa—. Cuando los soldados se vayan, llegaran los mercaderes y la ciudad se llenará de gente, de rebaños, de vida. Tendrá vida.

Durmieron toda la noche vigilados por un doble cordón de centinelas a caballo que podían fácilmente escudriñar la llanura iluminada por la luna, y se despertaron al amanecer para reanudar la persecución. Al cabo de tres días encontraron huellas de ruedas de carro y al poco llegaron a la vista del pueblo ambulante del jefe escita que había escapado de la batalla: un triple círculo de carros cubiertos por lonas de pieles curtidas.

Oxatres le reconoció por la enseña izada sobre el carro de cabeza: un asta de madera con dos íbices de bronce embistiéndose.

—Es un rey —dijo—. Tal vez ése del turbante rojo... Y ahora no tiene escapatoria. En este momento estará pensando: «¿Cómo has podido darme alcance en el corazón de mi llanura, cómo has podido dar con el camino en una tierra siempre igual?».

Alejandro hizo una señal a los compañeros y cada uno de ellos dispuso a sus tropas en torno a la pequeña ciudad sobre ruedas. Los jinetes erguidos en sus cabalgaduras, con las largas astas empuñadas, parecían seres sobrehumanos en aquel lugar solitario, expresaban una sensación de potencia irresistible en las relucientes musculaturas de los caballos de batalla, en las puntas afiladas de los aceros, en el esplendor centelleante de las relucientes corazas y de los yelmos, en las cimeras agitadas por la brisa de la aurora.

En el silencio irreal de la hora matutina se oyó de pronto el sonido de un cuerno que casi se apagó de inmediato en la inmensidad de la llanura. Luego el rey escita salió montando un soberbio semental rodado, completamente distinto de los pequeños caballos peludos de sus hombres, acaso el presente de algún rey limítrofe o el fruto de una razia. Llevaba aún su uniforme de combate, la diadema escarlata, el pectoral, la coraza de escamas. Le seguía, a pie, su esposa, que ostentaba un cubrecabezas altísimo de lámina de oro, decorado a listas paralelas, un largo velo rojo y una túnica carmesí adornada de lentejuelas de lámina de oro en las orlas, y una falda larga hasta los pies que casi le cubría los zapatos de lana recamada. Llevaba de la mano a una niña de unos doce años, sin duda su hija a juzgar por la semejanza.

El jefe miró a su alrededor, como si quisiera pasar revista a la imponente formación de guerreros acorazados como surgidos de la nada; luego se acercó con paso seguro a Alejandro y comenzó a hablar. Oxatres había hecho venir a unos de sus mercenarios escitas y, conforme este traducía, le iba traduciendo a su vez a Alejandro.

—Nadie, que memoria humana recuerde, se atrevió jamás a aventurarse tan adentro en la tierra de los escitas. Nadie jamás consiguió batirles y sorprenderles en el corazón de su propio territorio. Y he oído decir también que has derrotado al rey de los persas y te has apoderado de su reino. Así pues, o eres un dios o un dios está de tu lado. He perdido, combatiendo contra ti, a mis mejores guerreros y he salvado a duras penas mi vida. He venido a ofrecerte la paz y, en prenda de este pacto, te ofrezco como esposa a mi hija.

La reina, a aquellas palabras, empujó a la niña reticente hacia adelante y Alejandro vio que tenía los ojos relucientes de llanto bajo las negras y largas pestañas.

Desmontó del caballo, miró a la niña y se emocionó a su vez: le vino a la memoria su hermana Cleopatra a aquella misma edad y también algo de su aspecto infantil cuando él había partido para Mieza a fin de seguir un largo estudio bajo la guía de Aristóteles... ¿Cuánto tiempo hacía de aquello?

—Tu hija necesita aún del afecto y de los cuidados de su madre y yo no quiero llevármela —repuso—. Para sellar un pacto entre dos reyes basta con hacer un juramento por el cielo, que está sobre la cabeza de todos los hombres, y por la tierra, que un día nos acogerá a todos en su seno. Y un apretón de manos.

Esperó a que el intérprete hubiera traducido, luego alargó la mano al rey escita, que se la estrechó, levantando la otra primero hacia el cielo y luego extendiendo la palma hacia abajo, hacia el suelo.

—Mi nombre es Dravas —dijo el jefe mirando fijamente a los ojos del joven extranjero de cabellos dorados—, ¿y el tuyo?

Aléxandros —fue la respuesta—, y puedo volver en cualquier momento y por cualquier lugar.

Y lo dijo en un tono y con una mirada tales que el jefe escita no dudó siquiera por un instante de la veracidad de aquellas palabras.