A la mañana siguiente reemprendieron el camino hacia poniente para alcanzar la corriente del Yaxartes, pero se encontraron en una región completamente desértica y abrasada por el sol, de modo que los hombres dieron rápidamente buena cuenta de las reservas de agua. Los soldados de la caballería ligera que habían soportado el esfuerzo mayor en los reconocimientos a larga distancia y en los turnos de guardia fueron los primeros en agotarlas y Alejandro ordenó darles su provisión personal. Avanzaron así durante otro día de camino y la sed se hizo insoportable. El rey bebió de una charca de aguas estancadas al fondo de una hondonada del terreno y antes de la noche se sintió presa de terribles dolores de vientre, luego de una fiebre altísima y de una virulenta disentería.
Hefestión le hizo construir unas parihuelas y lo transportó así durante otros dos días presa del delirio, muerto de sed por la continua pérdida de líquidos, sucio de sus propios excrementos, que la falta de agua no permitía limpiar, atormentado por nubes de moscas.
—Si no encontramos el vado puede morir —dijo Oxatres—. Iré por delante a buscarlo. Vosotros seguid mi rastro. Si capturáis algo de caza, comed la carne cruda. Pero nadie puede beber el agua que no beben los mercenarios escitas. Ellos saben.
Desapareció en dirección a poniente juntamente con un grupo de jinetes sogdianos, los más resistentes al calor y a la sed, mientras que la columna continuó avanzando al paso bajo el sol implacable. No volvió hasta entrada la noche y preguntó enseguida por el rey.
—¿Cómo está?
Hefestión sacudió la cabeza sin responder. Alejandro yacía en tierra en medio de la fetidez de sus excrementos, con los labios agrietados y abrasados, la respiración agónica.
—He encontrado el vado —dijo el persa—. Y he traído agua para beber, pero no para lavarse.
Alejandro bebió y bebieron aquellos que más cerca estaban de morir de sed; luego todos se pusieron de nuevo en marcha por la noche para alcanzar el Yaxartes, que apareció a las primeras luces del alba. El rey fue sumergido en el agua fría y dejado en ella hasta que la temperatura de su cuerpo bajó. Entonces recobró lentamente la conciencia y preguntó:
—¿Dónde estoy?
—En el vado —explicó Oxatres—. Aquí hay pescado fresco y leña para cocer.
—Tu griego mejora —tuvo fuerzas aún para responder Alejandro.
Se unieron al resto del ejército en las cercanías de Maracanda, donde les esperaba una amarga sorpresa. Los comandantes de los pezetairoi habían lanzado un ataque irreflexivo contra las tropas de Espitámenes junto al río Politimeto y habían sufrido una seria derrota. Casi mil soldados habían quedado sobre el terreno y algunos cientos habían recibido heridas; las piras funerarias ardían durante días y días contra un cielo oscuro y caliginoso.
Leptina se puso a llorar de desespero cuando vio al rey en aquel lastimoso estado. Le lavó, le volvió a vestir con ropas limpias e hizo venir a hombres con flabelos de plumas para hacerle aire de día y de noche. Filipo, tras acudir a su cabecera, se dio cuenta de que la fiebre era aún altísima y que cada noche, a la puesta del sol, el rey caía presa del delirio. Acordándose de las enseñanzas de su maestro Nicómaco, mandó entonces unos jinetes hircanios a coger nieve en las montañas, y recubría con ella el cuerpo de Alejandro cada vez que la fiebre comenzaba a subir y Leptina seguía cambiándole el paño frío en la frente durante toda la noche. Luego comenzó a alimentarle con pan seco y miel amarga hasta que la diarrea disminuyó.
—Tal vez salgas de ésta también —le dijo cuando le vio recobrar un poco el color, por fin sin fiebre—. Pero si sigues comportándote de modo tan irreflexivo, ni el mismo Asclepio en persona, que dicen resucita a los muertos, podrá salvarte.
—Yo creo que tú eres mejor que Asclepio, iatré —tuvo la fuerza de replicar el regio paciente antes de volver a dormirse.
Apenas estuvo en condiciones de dar órdenes, Alejandro prohibió a los supervivientes de la batalla del Politimeto que hablaran de ella con nadie a fin de no sembrar el desánimo; luego mandó a Pérdicas, Crátero y Hefestión a contraatacar las fuerzas de Espitámenes repeliendo a los revoltosos hacia las montañas, pero en aquel momento comenzaba a avanzar el otoño y hubiera sido de locos volver a tomar el camino de los montes para seguirles. Decidió volver a Bactra, donde era mantenido prisionero Beso, marchando hacia poniente a lo largo de la frontera norte del Imperio para afirmar también en aquellos lugares su autoridad y ver si las tierras de los escitas se extendían también en esa dirección por tan amplia extensión.
Cruzó de nuevo el Oxo sobre el puente de odres y de adentró por una zona aún en gran parte desierta, vasta y completamente llana, que se extendía al norte esfumándose hacia un horizonte neblinoso. A veces encontraban largas caravanas de camellos de Bactriana que se dirigían en dirección a poniente, otras veces eran seguidos de lejos por grupos más o menos nutridos de jinetes escitas, reconocibles por sus ropas de vivos colores, por los pantalones adornados, por las características armaduras de escamas. Un día, a eso del atardecer, cuando se preparaban para levantar el campamento, una de las vanguardias regresó con una noticia asombrosa:
—¡Amazonas!
Seleuco dijo sarcásticamente:
—Con la escasez de agua que tenemos, no sabía que sirviesen vino puro a la tropa.
—No estoy borracho, comandante —replicó serio el soldado—. Hay mujeres guerreras formadas en una elevación del terreno justo enfrente de nosotros.
—Yo no combato con mujeres —afirmó solemnemente Leonato—. A menos que...
—Pero no tienen ningún propósito agresivo —precisó el soldado—. Nos han sonreído y la que parecía mandar era muy hermosa y... —Se volvió para mostrar al rey el punto en el que se había producido el encuentro y vio que la tenía casi detrás, a menos de un estadio de distancia, escoltada por cuatro de sus compañeras.
—Dejad que se acerquen —ordenó Alejandro e instintivamente se pasó una mano por entre los cabellos como para arreglárselos—. Tal vez estemos de veras en la tierra de las amazonas.
La hermosa guerrera, entretanto, se había acercado más y había desmontado del caballo, imitada por sus compañeras. A una cierta distancia, se veía a las otras que estaban levantando una tienda. Una sola en medio de aquel inmenso territorio.
El rey fue a su encuentro flanqueado por Hefestión y Crátero, mientras detrás de ellos podía oírse el murmullo de asombro que se extendía entre los soldados y las personas del séquito. Calístenes, tras conocer la noticia, se abría paso a codazos y también Leptina se había acercado mucho, llena de curiosidad por aquel extraño acontecimiento.
La reina guerrera estaba ahora exactamente enfrente de Alejandro y se quitaba el gorro, una especie de yelmo cónico de cuero con orejeras, dejando al descubierto unos cabellos magníficos, negros y relucientes, recogidos en una larga trenza que le caía por detrás hasta casi la cintura.
Frisaría en los veinte y no se parecía en nada a las imágenes de las amazonas que todos conocían y que habían visto representadas en su gloriosa desnudez en los relieves esculpidos por Briaxis y por Escopas en el Mausoleo de Halicarnaso o pintadas por el pincel de Zeuxis y Parrasio en el «Pórtico adornado» de Atenas. Aparte del rostro de un bonito color aceitunado, ninguna parte de su cuerpo resultaba visible. Llevaba pantalones de lana azul bordados de rojo y encima una extraña túnica de piel ceñida a la cintura y larga hasta debajo de las rodillas. Del cinto le colgaba una espada y una cantimplora con agua, y llevaba en bandolera el arco y las flechas, armas consideradas tradicionalmente típicas de las amazonas, pero no tenía el escudo en forma de media luna.
Ella le miró con sus ojazos oscuros y dijo algo que nadie comprendió.
Alejandro se volvió hacia Oxatres.
—¿Has entendido algo?
El persa sacudió la cabeza.
—¿Y tus escitas?
Oxatres intercambió con ellos unas pocas palabras, pero tampoco ellos daban muestras de haber comprendido nada.
—No te entiendo —le dijo Alejandro con una sonrisa. Estaba profundamente disgustado de encontrarse por fin enfrente de una de las criaturas mitológicas que habían poblado sus sueños infantiles y no poder decirle una sola frase que ella pudiera entender.
La joven habló de nuevo devolviendo la sonrisa y tratando de ayudarse con gestos, pero sin resultado.
—Yo la comprendo —dijo de repente una voz a espaldas de Alejandro.
El rey se volvió de golpe porque era una voz femenina la que había hablado.
—¡Leptina!
La muchacha se adelantó y, entre el estupor general, se puso a hablar con la joven guerrera.
—Pero ¿cómo es posible? —exclamó Calístenes, estupefacto por aquel acontecimiento casi prodigioso.
Alejandro recordó, sin embargo, en un vívido sobresalto de memoria, una lejana noche de invierno que había pasado con ella en Egas, en el antiguo palacio de sus antepasados, recordó que ella hablaba en sueños en una extraña lengua incomprensible y recordó su tatuaje en un hombro, idéntico a la imagen que aparecía en la chapita de oro que colgaba del cuello de las amazonas: un ciervo echado, de larga y ramosa cornamenta.
—Sucede a veces —intervino el médico Filipo—. Jenofonte cuenta un episodio análogo que le ocurrió a él en Armenia, cuando un esclavo reconoció de repente la lengua de los cálibes, un pueblo para él completamente desconocido.
Mientras Leptina hablaba, primero con alguna vacilación, y luego con una mayor seguridad, aunque sus palabras parecían salir de su mente una tras otra con esfuerzo, como si emergiesen de los abismos de la memoria. En ese momento Alejandro se le acercó y descubrió el tatuaje que tenía en el hombro mostrándoselo a la joven guerrera.
—¿Lo reconoces? —preguntó.
Y la expresión estupefacta de ella le hizo comprender que sí, que lo había reconocido, y que aquella imagen tenía para ella un valor extraordinario.
Las dos mujeres siguieron hablando en su misteriosa lengua; luego la amazona estrechó las manos de Leptina, miró a los ojos al joven soberano extranjero y volvió hacia su tienda.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Alejandro tan pronto como se hubo alejado—. Eres una de ellas, ¿no es así?
—Sí —repuso Leptina—, soy una de ellas. Fui raptada cuando tenía nueve años por una banda de guerreros cimerios que debieron de venderme a algún mercader de esclavos en cualquier emporio del Ponto. Mi madre era la reina de una tribu de estas mujeres guerreras y mi padre era un noble entre los escitas que viven a lo largo del Tanais.
—Una princesa —murmuró Alejandro estrechándole las manos entre las suyas—. Eso es lo que eres.
—Que era —le corrigió Leptina—. Pero ahora esos tiempos han pasado para siempre.
—No es cierto. Ahora puedes volver entre tu gente, retomar el puesto que te corresponde. Eres libre, y yo te daré una rica dote: oro, ganado, caballos.
—El puesto que me corresponde está al lado del rey, mi señor. No tengo a nadie más en el mundo y esas mujeres no son para mí más que unas extranjeras. Iría con ellas sólo si tú me rechazaras, sólo si me obligaras a ir.
—No te obligaré a hacer nada que no quieras, y te tendré conmigo mientras viva si esto es lo que deseas. Pero dime una cosa. ¿Por qué esa joven ha venido hasta aquí? ¿Por qué ha plantado allí arriba su tienda?
Leptina bajó los ojos como si sintiera vergüenza o pudor de responder a aquellas preguntas, y finalmente dijo:
—Ha dicho que es la reina de las mujeres guerreras que viven entre el Oxo y las riberas del mar Caspio. Ha oído decir que eres el hombre más fuerte y poderoso del mundo y cree que sólo tú eres digno de ella. Te espera en esa tienda y te invita a pasar la noche con ella. Espera... que vayas y que conciba de ti un hijo o una hija que un día reciba de sus manos el cetro.
Se tapó el rostro con las manos y se fue corriendo entre sollozos.