47

Alejandro se reunió con el rey de Epiro un mes antes de su partida hacia Asia, en una localidad secreta de Eordea, tras haber fijado el encuentro con un rápido intercambio de correos. No se veían desde hacía un año, desde que Filipo fuera asesinado. En aquel período habían acaecido muchas cosas, no sólo en Macedonia y en Grecia, sino también en Epiro.

El rey Alejandro había reunido a todas las tribus de su pequeña patria montañosa en una confederación que le había reconocido como caudillo supremo y le había confiado el adiestramiento y el mando del ejército. Los guerreros epirotas habían sido instruidos a la manera macedonia, divididos en falanges de infantería pesada y en escuadrones de caballería, mientras que el estilo de la monarquía había sido copiado del modelo griego en el ceremonial, en la acuñación de monedas de oro y de plata, en el modo de vestir y de arreglarse. El soberano de Epiro y el rey de Macedonia parecían ahora casi dos imágenes especulares.

Cuando llegó el momento del encuentro, poco antes del amanecer, los dos jóvenes se reconocieron desde lejos y espolearon sus caballos hacia un gran plátano de sombra que se alzaba solitario cerca de una fuente en medio de un amplio claro. La montaña brillaba de un verde sombrío y reluciente por las lluvias recientes y la inminencia de la nueva estación, y el cielo aún oscuro era recorrido por grandes nubes blancas empujadas por un viento tibio procedente del mar.

Desmontaron, dejando libres los caballos en el pasto, y se abrazaron con fogosidad juvenil.

—¿Cómo estás? —preguntó Alejandro.

—Bien —repuso el cuñado—. Sé que estás a punto de partir.

—También tú, me han dicho.

—¿Te ha informado Cleopatra?

—Rumores que corren.

—Esperaba decírtelo personalmente.

—Lo sé.

—La ciudad de Tarento, una de las más ricas de Italia, me ha pedido ayuda contra los bárbaros de occidente que presionan sobre su territorio: brucios y lucanos.

—También yo respondo a la llamada de las ciudades griegas de Asia que piden apoyo contra los persas. ¿No es maravilloso? Tenemos el mismo nombre, la misma sangre, ambos somos reyes y jefes de ejército y partimos para empresas semejantes. ¿Recuerdas el sueño de los dos soles que te conté?

—Es lo primero que me ha venido a la mente al llegarme la petición de los tarantinos. Quizás haya una señal de los dioses en todo esto.

—A mí no me cabe la menor duda —replicó Alejandro.

—Así pues, no estás en contra de mi empresa.

—La única que puede estar en contra es Cleopatra. Pobre hermana mía: vio caer asesinado a su padre el día de su boda y ahora su esposo la deja sola.

—Trataré de hacerme perdonar. ¿De veras no estás en contra?

—¿En contra? Estoy entusiasmado. Mira qué te digo, si no hubieses pedido tú este encuentro, lo habría hecho yo. ¿Recuerdas el gran mapa de Aristóteles?

—Está reproducido idénticamente en mi palacio de Butroto.

—En aquel mapa Grecia es el centro del mundo y Delfos el ombligo de Grecia. Pella y Butroto están a la misma distancia de Delfos, y Delfos dista lo mismo del extremo occidente, donde están las columnas de Hércules, y del extremo oriente, donde se extienden las aguas del océano inmóvil y sin olas.

»Nosotros, aquí, tenemos que hacer un juramento solemne, poniendo por testigos al cielo y a la tierra: tenemos que prometer partir yo hacia oriente y tú hacia occidente y no detenernos nunca hasta que no hayamos alcanzado las orillas del océano del confín del mundo. Y debemos jurar que si uno de nosotros dos cayera, el otro ocupará su puesto y llevará a cabo la empresa. Ambos partimos sin herederos, amigo mío, y por tanto seremos herederos el uno del otro. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

—Con todo mi corazón, Aléxandre —dijo el rey de los molosos.

—Con todo mi corazón, Aléxandre —dijo el rey de los macedonios.

Desenvainaron las espadas y se hicieron un corte en las muñecas mezclando sus sangres dentro de una pequeña copa de plata.

Alejandro el moloso derramó un poco de ella por tierra y luego se la dio a Alejandro el macedonio que arrojó el resto hacia lo alto, bien hacia lo alto. Acto seguido dijo:

—El cielo y la tierra son testigos de nuestro juramento. Ningún vínculo puede ser más fuerte y grande. Y ahora no nos queda más que despedirnos y desearnos buena suerte. No sabemos cuándo podremos volver a vernos. Pero cuando eso suceda, será un gran día, el más grande que el mundo haya conocido jamás.

El sol de primavera se asomaba en aquel momento por detrás de los montes del Eordea e inundaba de prístina luz el inmenso paisaje de cumbres, valles y torrentes, haciendo brillar cada gota de rocío como si la noche hubiese llovido perlas sobre los prados y las ramas de los árboles, como si las arañas hubiesen tejido hilos de plata en la oscuridad.

A la aparición del rostro radiante del dios de la luz respondió el viento de poniente, encrespando de olas el gran mar de hierba, acariciando los penachos de junquillos dorados y de azafranes purpúreos, las corolas bermejas de los lirios de montaña. Bandadas de pájaros se alzaron del bosque volando hacia el centro del cielo, al encuentro de los blancos cirros que navegaban altos y blancos como alas de paloma, y rebaños de ciervos y cabritillos salieron del bosque corriendo hacia las aguas centelleantes de los torrentes y hacia los pastos.

En aquel momento apareció, en la cima de una colina, la figura ligera de una amazona que llevaba únicamente un corto quitón sobre las piernas desnudas y esbeltas, una muchacha de largos cabellos dorados montada sobre un caballo blanco de cola y crines ondeantes.

—Cleopatra quería despedirse de ti —explicó el rey de Epiro—. No he podido negárselo.

—No hubieras debido. También yo lo deseaba por encima de todo. Espérame aquí.

Saltó sobre la silla y alcanzó a la joven que le esperaba temblando de la emoción, resplandeciente como la estatua de Artemisa.

Corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron, se besaron en el rostro, en los ojos y en el pelo, se acariciaron con apasionada dulzura.

—Mi adorada, dulcísima, encantadora hermana... —le decía Alejandro mientras la miraba fijamente con infinito cariño.

—Alejandro mío, rey mío, mi señor, mi hermano adorado, luz de mis ojos... —y no pudo terminar la frase—. ¿Cuándo volveré a verte? —preguntó con ojos relucientes.

—Eso nadie puede saberlo, hermana, nuestro destino está en manos de los dioses. Pero yo te juro que estarás en mi corazón a cada instante, tanto en el silencio de la noche como en el clamor de la batalla, en el tórrido calor del desierto y en el hielo de las montañas. Te llamaré cada noche, antes de dormir, y espero que el viento te traiga mi voz. Adiós, Cleopatra.

—Adiós, hermano. También yo cada noche subiré los escalones de la torre más alta y aguzaré el oído hasta que el soplo del viento me haga llegar tu voz, y el perfume de tus cabellos. Adiós, Alejandro...

Cleopatra huyó llorando en su caballo, al no poder soportar el verle alejarse. Alejandro volvió a paso lento hacia donde estaba su cuñado, que le esperaba apoyado en el tronco del gigantesco plátano de sombra. Le habló con voz emocionada, estrechándole ambas manos.

—Separémonos nosotros también aquí. Adiós, rey de Occidente, rey del Sol rojo y del monte Atlante, rey de las columnas de Hércules. Cuando nos volvamos a ver será para celebrar una nueva era para toda la humanidad. Pero si la suerte o la envidia de los dioses nos lo negaran, que nuestro abrazo sea más fuerte que el tiempo y la muerte, que nuestro sueño pueda arder para siempre como la llama del Sol.

—Adiós, rey de Oriente, rey del Sol blanco, y del monte Paropamisos, señor del Océano extremo. Que nuestro sueño pueda arder para siempre, cualquiera que sea el destino que nos espere.

Se estrecharon en un abrazo ganados por la emoción, mientras la brisa entrelazaba sus melenas de leones, mientras sus lágrimas se mezclaban como se habían mezclado sus sangres, en un rito solemne y formidable en presencia del cielo y de la tierra, en la fuerza del viento.

Luego saltaron sobre la silla y espolearon a sus caballos de batalla. El rey de los molosos en dirección a la Noche y al Ocaso, el rey de los macedonios en dirección a la Mañana y a la Aurora, y ni siquiera los dioses sabían en aquel momento qué suerte les esperaba porque únicamente el Hado inescrutable conoce el sendero y el camino de hombres tan grandes.