La escuadra de Nearco echó el ancla frente a Tarso hacia mediados de otoño y el almirante bajó a tierra a saludar y abrazar a Alejandro, que se había restablecido por completo.
—¿Sabías que Darío trata de interceptarnos en las Puertas Sirias? —le dijo el rey.
—Pérdicas me ha informado de ello. Por desgracia tu enfermedad le habrá dado todo el tiempo de consolidar sus posiciones.
—Sí, pero escucha mi plan. Bajaremos a lo largo de la costa, subiremos hacia el desfiladero y luego mandaremos unos exploradores para que descubran dónde está Darío. Habrá que desalojar a su guarnición con un ataque por sorpresa y descender a continuación con todo el ejército y atacar a sus fuerzas en la llanura. De todos modos, cuentan con una aplastante superioridad numérica de uno contra diez.
—¿Uno contra diez?
—Éstas son las noticias. Dejaré a los enfermos y a los convalencientes en Issos y a continuación iniciaré la marcha hacia el paso. Partiremos mañana. Tú nos seguirás con la flota. De ahora en adelante nos mantendremos a una distancia que permita la señalización directa.
Nearco volvió a su nave y al día siguiente levó anclas poniendo proa hacia el sur, mientras el ejército avanzaba a lo largo de la costa en la misma dirección.
Llegaron a Issos, una pequeña ciudad que se extendía a los pies de las montañas que se abrían en torno como la gradería de un teatro, y el rey dio orden de aposentar en ella a los hombres que no estaban en condiciones de combatir; luego reanudó la marcha hacia el paso de las Puertas Sirias.
A la noche siguiente mandó en avanzadilla a unos exploradores, mientras desde la nave capitana Nearco señalaba que el mar se embravecía y que llegaría una tormenta.
—¡Sólo nos faltaba esto! —maldijo Pérdicas.
Sus hombres trataban de montar las tiendas, que el viento cada vez más fuerte hacía chasquear y ondear como las velas de una nave en medio de la tempestad.
Cuando finalmente al caer la noche el campamento estuvo listo, se desencadenó el temporal, con aguaceros y cegadores rayos y truenos que retumbaban contra las laderas de las montañas.
Nearco había abordado justo a tiempo y sus tripulaciones plantaban a mazazos las amarras en la arena de la playa a fin de asegurar en ellas los cabos de las maromas que otros lanzaban de popa.
Finalmente pareció que la situación estaba bajo control y el Estado Mayor al completo se reunió en la tienda de Alejandro para tomar una frugal colación y discutir los planes para el día siguiente. Se acercaba la hora de ir a acostarse cuando llegó un correo de Issos; calado hasta los huesos y todo embarrado, se presentó sin resuello ante el rey. Todos se pusieron en pie.
—¿Qué sucede? —preguntó Alejandro.
—Señor —comenzó diciendo el hombre apenas hubo recuperado el aliento—, el ejército de Darío está a nuestras espaldas, en Issos.
—¿Qué has dicho? ¿Estás borracho acaso? —gritó el soberano.
—Por desgracia, no. Se nos han echado encima de repente al oscurecer, han sorprendido a los centinelas fuera de la ciudad y han hecho prisioneros a todos los soldados enfermos o convalecientes que dejaste atrás.
Alejandro descargo un puñetazo sobre la mesa.
—¡Maldición! Ahora tendremos que negociar con Darío para conseguir que nos los devuelva.
—No tenemos elección —dijo Parmenión.
—Pero ¿cómo es posible que les tengamos a nuestras espaldas? —preguntó Pérdicas.
—Por aquí no pueden haber pasado, pues estamos nosotros —observó Seleuco con tono desapasionado, como si quisiera llamar a todos a la calma—. Por el mar tampoco, pues Nearco les habría visto.
Tolomeo se acercó al correo.
—¿Y si fuera una trampa para alejarnos del paso y dar al Gran Rey tiempo de subir y acometernos desde lo alto? Yo no conozco a este hombre. ¿Vosotros le conocéis?
Todos se acercaron y miraron al correo, que retrocedió atemorizado.
—Yo no le he visto en mi vida —dijo Parmenión.
—Tampoco yo —confirmó Crátero mirándole fijamente con desconfianza.
—Pero, señor... —imploró el correo.
—¿Tienes algún santo y seña? —preguntó Alejandro.
—Yo... no ha habido tiempo, rey. Mi comandante me ha dicho que corriera, y yo he montado a caballo y en marcha.
—¿Y quién es tu comandante?
—Es Amintas de Lincéstide.
Alejandro se quedó sin habla e intercambió una breve mirada de inteligencia con Parmenión. En ese mismo instante, un relámpago tan intenso que su luz penetró hasta el interior de la tienda iluminó los rostros de los presentes con una reverberación espectral. Inmediatamente después, estalló un trueno ensordecedor.
—No hay más que un modo de saber qué demonios está sucediendo —dijo Nearco apenas el fragor se hubo apagado a lo lejos, hacia el mar.
—¿Es decir? —preguntó el rey.
—Me volveré atrás a ver. Con mi nave.
—¡Pero tú estás loco! —exclamó Tolomeo—. Te irás a pique.
—No es seguro. El viento está soplando del sur. Con un poco de suerte puedo salir bien parado. No os mováis de aquí mientras yo no haya regresado o haya mandado a alguien. El santo y seña será «Poseidón».
Se echó el manto sobre la cabeza y corrió afuera bajo la lluvia que azotaba.
Alejandro y sus compañeros le siguieron llevando con ellos unos faroles. Nearco subió a bordo de la nave capitana y dio orden de soltar las amarras y de echar los remos al mar. Poco después la nave viró apuntando en dirección norte y, mientras se alejaba de la playa, desplegó en la proa el blanco fantasma de una vela.
—Está loco —murmuró Tolomeo tratando de protegerse los ojos del azote de la lluvia—. Ha puesto también una vela.
—De loco nada —rebatió Eumenes—. Es el mejor marino que haya navegado nunca de aquí a las columnas de Hércules y él lo sabe.
La mancha blancuzca de la vela de proa fue pronto tragada por las tinieblas y todos volvieron bajo la tienda del rey para calentarse un poco alrededor del brasero antes de ir a descansar. Alejandro estaba demasiado alterado para dormir y se quedó largo rato bajo el toldo de la entrada contemplando cómo arreciaba el temporal, echando de vez en cuando una ojeada a Peritas, que ladraba lastimeramente a cada trueno. De golpe, vio caer un rayo sobre un roble en lo alto de una colina y quebrarlo.
El tronco gigantesco se incendió y en la reverberación de las llamas descubrió por un momento el manto blanco de Aristandro y la figura del vidente, inmóvil en medio del viento y de la lluvia, con las manos alzadas hacia el cielo. Alejandro notó un largo estremecimiento helarle el espinazo y le pareció oír los gritos de muchos hombres que morían, el lamento desolado de muchas almas que se precipitaban antes de hora a los infiernos; luego su mente pareció hundirse en una especie de oscura inconsciencia.
El temporal arreció durante el resto de la noche y sólo al inicio de la mañana las nubes comenzaron a aclararse mostrando algún retazo de azul. Cuando el sol se asomó finalmente por los picos del Tauro, había retornado la calma y el mar rompía contra la playa con largas olas festoneadas de blanca espuma.
Antes de mediodía llegaron los exploradores que habían sido enviados al sur hacia el paso de las Puertas Sirias y se presentaron a informar al rey:
—Señor, no hay nadie allí abajo, y tampoco en la llanura.
—No comprendo —dijo el rey—. No comprendo. También los Diez mil pasaron por aquí. No existe otro paso...
La respuesta llegó con la nave de Nearco a la caída de la noche: los hombres se habían deslomado remando contra viento y marea para traer la noticia que Alejandro esperaba. Apenas el navío fue avistado, el rey se precipitó a la carrera a la playa a recibir al almirante, que se había hecho descender en una chalupa.
—¿Qué pasa, entonces? —le preguntó tan pronto como hubo puesto pie en tierra.
—Lamentablemente el correo no te ha dicho más que la pura verdad. Están a nuestras espaldas y son cientos de miles. Tienen caballos, carros de guerra, arqueros, honderos, lanceros...
—Pero cómo...
—Hay otro desfiladero, las Puertas Ammaníes, a cincuenta estadios en dirección norte.
—¡Eumolpo nos la ha jugado! —maldijo Alejandro—. Nos ha atraído hasta este callejón entre los montes y el mar mientras Darío bajaba a nuestras espaldas situándose entre nosotros y Macedonia.
—No es seguro que lo haya hecho expresamente —observó Parmenión—. Tal vez fuera descubierto y se haya visto obligado. O tal vez Darío esperaba sorprenderte todavía en tu cama de enfermo en Tarso.
—Esto no cambia nuestra situación —comentó Tolomeo.
—Por supuesto —recalcó Seleuco—. Estamos en serios apuros.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Leonato alzando el pecoso rostro que había mantenido hasta ese momento inclinado sobre su pecho.
Alejandro se quedó en silencio rumiando para sí; luego dijo:
—Llegados a este punto, Darío sabe sin duda dónde estamos. Si nos quedamos aquí, nos aplastará.