49

La primavera siguiente Alejandro se puso de nuevo en marcha hacia Sogdiana para aniquilar los últimos reductos de resistencia, en particular una fortaleza en las montañas llamada Roca Sogdiana, un nido de águilas absolutamente inaccesible, posesión de un señor del lugar llamado Oxiartes, valeroso y temerario, irreductible. La fortaleza era accesible tan sólo por un estrecho y impracticable sendero que subía cortado en la roca hasta la única puerta que se abría en las altísimas murallas, que caían a pico sobre el precipicio. Por la parte trasera, el recinto amurallado se apoyaba contra un pico rocoso cubierto de hielo durante casi todo el año, que superaba a la fortaleza en una altura de al menos mil pies.

Alejandro mandó un heraldo con un intérprete sendero arriba a pedir la rendición de Oxiartes, pero éste, desde lo alto de los glacis, gritó:

—¡No nos rendiremos nunca! Tenemos víveres en abundancia y podemos resistir durante años, mientras que vosotros os moriréis de frío y de hambre. Decidle al rey que sólo si tuviera soldados con alas podría esperar conquistar mi fortaleza.

—¡Soldados con alas! —repitió Alejandro apenas le fue traída la respuesta—. Soldados con alas...

Diadés de Larisa miró a lo alto, haciendo visera con la mano para evitar el resplandor de la nieve.

—Si piensas en Dédalo e Ícaro, tengo que recordarte que, por desgracia, se trata solamente de una leyenda. El hombre no podrá volar nunca, ni siquiera en el caso de que alguien le fabrique unas alas. Créeme, es una empresa imposible.

—No conozco esa palabra —replicó el rey—. Y en otros tiempos no la conocías tampoco tú, amigo mío. Mucho me temo que te estés haciendo viejo.

Diadés guardo silencio, confuso, y se alejó. No se le ocurría ninguna idea para tomar al asalto un lugar semejante.

Pero Alejandro tenía ya una idea. Llamó al heraldo que había enviado a parlamentar y le ordenó que fuera por todo el campamento y prometiera veinte talentos a todo aquel que se ofreciera a escalar, de noche, el pico que superaba la fortaleza: una ascensión de al menos dos mil pies desde el punto en el que se encontraban.

—¿Veinte talentos? —preguntó Eumenes—. Pero si es una suma desproporcionada.

—La compensación debe ser adecuada a una gesta imposible —le rebatió Alejandro—. Una suma como para hacer rica a una familia durante cinco generaciones. Y yo estoy convencido de que el dinero puede dar alas a los hombres.

En menos de una hora, se presentaron trescientos voluntarios: más de la mitad agrianos; los otros eran macedonios de las zonas más montañosas.

—Se nos ha ocurrido una idea —dijo el que parecía el jefe de ellos—. Los cuchillos de los agrianos no sirven aquí. Usaremos los piquetes de las tiendas, que son de hierro templado. Los clavaremos en el hielo con el martillo, ataremos las cuerdas y subiremos uno por vez. Podemos conseguirlo.

—Yo también lo creo —repuso el rey—. Pedidle a Eumenes que os entregue una bandera y hacedla ondear tan pronto como hayáis llegado a la cima. Nosotros haremos sonar las trompas y sólo en ese momento deberéis asomaros para que os vean desde la fortaleza.

Al caer la tarde dio comienzo la increíble empresa. Los hombres subieron a pie hasta donde fue posible llevando a la espalda las alforjas con las cuerdas y los piquetes; luego comenzaron a plantarlos en el hielo y a subir, uno tras otro.

Ni el rey ni sus compañeros se acostaron aquella noche: permanecieron despiertos, nariz en alto, mirando con el aliento en suspenso a los hombres que subían lentamente, con inmenso esfuerzo, por la pared helada. Hacia medianoche se levantó también viento, un viento helado que atería los miembros y penetraba hasta la médula de los huesos, pero los guerreros continuaron su ascensión; la línea oscura de los escaladores apenas si se percibía sobre la blancura inmaculada de la nieve.

Treinta hombres se precipitaron al vacío, despanzurrándose contra las rocas, pero doscientos setenta alcanzaron la cima del pico a las primeras luces del alba.

—¡La bandera! —gritó Pérdicas indicando una pequeña mancha roja que ondeaba en la cumbre.

—¡Lo han conseguido!

—¡Oh, dioses del cielo! —exclamó Eumenes—. Esto, si me lo hubieran contado, no me lo habría creído. ¡Rápido, haced sonar las trompas!

El silencio del valle se vio roto por el toque insistente repercutido y multiplicado por el eco y los guerreros se asomaron desde lo alto gritando para hacerse oír por los ocupantes de la Roca. Los centinelas de guardia en los glacis no consiguieron comprender al principio de dónde provenían las voces, luego alzaron los ojos, vieron a los hombres de Alejandro en la cima del pico y corrieron a despertar a su señor, que se precipitó incrédulo al adarve. Poco después el heraldo de Alejandro subió a la fortaleza y gritó:

—Como puedes ver, tenemos soldados con alas, y tenemos muchos. ¿Qué decides?

Oxiartes miró a lo alto, luego abajo y a continuación de nuevo arriba.

—Me rindo —respondió—. Dile a tu rey que estoy dispuesto a recibirle.

Alejandro con sus compañeros y los hetairoi de La Punta subió a la Roca al día siguiente, hacia el atardecer, y se dirigió al castillo de Oxiartes, que le esperaba en el umbral. Hubo un intercambio por ambas partes de saludos de cortesía y luego el huésped, junto con sus amigos, fue acompañado a la sala del banquete preparada de acuerdo a la usanza sogdiana: mullidos cojines puestos en el suelo en doble fila con las mesas en medio. El rey se encontró de frente a Oxiartes, pero enseguida su mirada se sintió atraída por la persona que estaba sentada a la derecha del amo de casa: ¡su hija Roxana!

Una muchacha de increíble belleza, de formas divinas, un mito entre su gente, que la llamaba con el poético nombre de «Pequeña Estrella».

Le sonrió y los dientes le brillaron cual perlas; su rostro, un suave óvalo, era de una delicada pero absoluta perfección; las pestañas eran largas y relucientes y la piel, lisa como el mármol, estaba teñida de un pálido reflejo ambarino. Los cabellos, negros hasta el punto de irradiar reflejos azulados, enmarcaban una frente purísima y, cuando movía la cabeza, sombreaban la luz intensa y suave de sus ojazos de color violeta.

Se miraron y un torbellino les envolvió, un aura mágica y estremecida, líquida y enrarecida como un sueño matutino. No existía ya nada para ellos, se desvanecían lejanas las voces de los comensales y la sala estaba como vacía; solamente la melodía de un arpa india vagaba por el dilatado y vibrante espacio, entraba en sus almas y en sus cuerpos y hasta en sus voces, voces de lenguas diversas y sin embargo iguales en la música de un sentimiento inefable, de un transporte sublime.

Entonces Alejandro comprendió que no había amado verdaderamente nunca hasta aquel momento, que había vivido historias de una profunda e intensa pasión, de ardiente lujuria, de afecto, de admiración, pero nunca de amor. Aquello era el amor, lo que sentía en aquel momento, aquel ansia palpitante, aquella sed inextinguible de ella, aquella profunda paz de espíritu y al mismo tiempo aquella inquietud incontrolable, aquella felicidad y aquel miedo. Aquél era el amor del que hablaban los poetas, dios invencible y despiadado, fuerza ineluctable, delirio de la mente y de los sentidos, única posible felicidad. Olvidó los fantasmas sangrientos del pasado, las angustias y los terrores, y su ansia de infinito se aplacó y se apagó en la luz de aquellos ojos de color violeta, en aquella divina sonrisa.

Cuando volvió a la realidad, se dio cuenta de que todos le miraban y que todos habían comprendido. Entonces se puso en pie delante del noble Oxiartes y dijo con voz firme y con los ojos brillantes de emoción.

—Sé que hemos sido enemigos hasta hace unas pocas horas, pero ahora yo te ofrezco una larga y firme amistad y, en prenda de esta amistad y por el amor sincero y profundo que siento en este momento, te pido por esposa a tu hija.

Y apenas el intérprete hubo terminado, se volvió hacia ella y añadió:

—Siempre que ella quiera.

Roxana se puso en pie y respondió en su lengua tan extraña y sonora al mismo tiempo. Y pronunció su nombre como lo había oído de boca de sus amigos. Dijo:

—Yo te quiero, Aléxandre, para siempre.

Las nupcias se celebraron con gran fasto tres días después; Alejandro eligió el rito persa del pan, pero a la manera macedonia, cortándolo con su espada. Luego ambos esposos comieron de aquel pan mirándose a los ojos y sintieron que se amarían hasta el fin. Y más allá incluso. Roxana iba vestida con su hábito de ceremonia, una sobreveste azul puesta sobre una túnica roja, ceñida a la cintura con un cinturón de discos de oro, y tocada con un velo del que colgaba una diadema también de oro, de lágrimas, adornada de lapislázuli.

Durante la cena que siguió al rito, el rey no bebió casi nada y no hizo más que sostener la mano de su esposa hablándole en voz baja, al oído. Eran palabras que ella no podía comprender, versos de grandes poetas, imágenes de sueño, invocaciones, palabras de amor. El alma atormentada de Alejandro buscaba consuelo en la mirada de aquella virgen intacta, en el sentimiento de amor que emanaba de sus manos mientras le acariciaba, de sus ojos cuando le miraban fijamente con un deseo ingenuo y descarado, ardiente y suave al mismo tiempo. Cada respiración suya le alzaba el seno lozano, difundía en sus mejillas un leve rubor, y en aquel aliento el rey buscaba a su vez el significado imprevisto y aún en gran medida desconocido, que ardía en deseos de que fuera inmutable y eterno.

Cuando finalmente estuvieron solos y Roxana comenzó a desnudarse con la mirada baja, desvelando lentamente su cuerpo divino, llenando aquel tosco tálamo con el perfume de su piel y de sus cabellos, Alejandro fue presa de una intensa y profunda emoción, como si se sumergiera en un baño tibio después de haber caminado largamente en medio de una tormenta de nieve y de padecer el hielo, como si bebiera agua cristalina de fuente después de haber vagado largamente por el desierto, como si se sintiera una vez más hombre después de haber explorado la depravación, la ferocidad, la brutalidad.

Tenía los ojos relucientes de la emoción cuando la estrechó contra él y notó el contacto de su piel desnuda, cuando buscó sus labios inexpertos, cuando le besó el pecho, el vientre, la ingle. La amó con honda intensidad, con total abandono, como no había sentido nunca en toda su vida y, cuando sus cuerpos se estremecían en el espasmo supremo, sintió que le derramaba en su vientre la vida, el secreto de aquella energía salvaje que había arrollado ciudades y ejércitos, que había soportado las heridas más espantosas, que había pisoteado los sentimientos más sagrados, matado la piedad y la compasión. Y cuando se dejó caer cansado al lado de ella para abandonarse al sueño, soñó que se encaminaba por un largo e impracticable camino, bajo un cielo negro hasta las orillas de un océano llano, frío e inmóvil como una lámina de acero bruñido. Pero no tuvo miedo porque el calor de Roxana le envolvía como un traje suave, como la felicidad misteriosa de un recuerdo de infancia.

Cuando se despertó y la vio a su lado, más hermosa aún y con la luz de los sueños en la mirada, la acarició con infinita dulzura y dijo:

—Ahora partiremos, amor mío, y no nos detendremos hasta que no veamos el fin del mundo y las ciudades del Ganges, las garzas de los lagos dorados y los pavos iridiscentes de Palimbotra.

En aquellos días Alejandro retomó los preparativos y reorganizó el ejército, enrolando una vez más a miles de asiáticos de las provincias de Bactriana y Sogdiana, cuya fidelidad se veía ahora doblemente asegurada y cimentada por el matrimonio con la princesa hija de Oxiartes. Llegaron también diez mil persas adiestrados y armados a la manera macedonia, reclutados por sus gobernadores en las provincias centrales del Imperio. Pensó en aquel momento que el ceremonial persa y el uso de la prosternación debían ser extendidos a todos, porque los súbditos debían ser tratados de igual modo. Pero los macedonios se rebelaron y Calístenes se le enfrentó directamente recordándole que aquella pretensión era absurda.

—¿Qué harás —le dijo— cuando vuelvas a la patria? ¿Pretenderás que también los griegos, los más libres entre los hombres, te rindan honores como se rinde honores sólo a los dioses? Ellos son distintos, ni siquiera rindieron honores divinos a Heracles en vida, y tampoco después de que hubiera muerto hasta que un oráculo de Delfos lo pidió expresamente. ¿Quieres identificarte con estos soberanos bárbaros? Pero piensa en lo que les sucedió a ellos: Cambises fue derrotado por los etíopes, Darío por los escitas, Jerjes por los griegos y Artajerjes por los Diez Mil de Jenofonte que tú tan bien conoces. Todos fueron derrotados por hombres libres. Es verdad que estamos en tierras extranjeras y en cierto modo tenemos que pensar como estos extranjeros, pero ¡te ruego que te acuerdes de Grecia! Acuérdate de las enseñanzas de tu maestro. ¿Cómo podrán los macedonios tratar como un dios a su rey y cómo podrán los griegos tratar como un dios al comandante de su liga? A un hombre se le da un apretón de manos, un beso; a un dios se le erigen templos, se le ofrecen sacrificios, se le cantan himnos. Existe una diferencia entre honrar a un hombre y venerar a un dios. Eres digno de los máximos honores entre los hombres porque has sido el más audaz, el más valeroso, el más grande. ¡Pero conténtate con esto, te lo ruego, conténtate con el homenaje de hombres libres y no quieras que se prosternen ante ti como esclavos!

Alejandro, que se sentaba en aquel momento en la audiencia, agachó la cabeza y aquellos que tenía cerca sintieron que murmuraba:

—No me comprendéis... no me comprendéis...

Lo oyó también uno de los pajes, Hermolao, el joven que admiraba muchísimo a Calístenes y despreciaba al rey. Era él el jefe de los pajes porque Cibelinos, que una vez había salvado la vida a Alejandro, no había podido soportar luego las excesivas penalidades de la vida militar y de aquel clima tan duro, había enfermado de una fiebre altísima durante la campaña entre los escitas y había muerto al cabo de algunos días. Hermolao pasaba todo el tiempo que podía escuchando los consejos y las enseñanzas de Calístenes y no raramente desatendía el servicio al que estaba destinado.

El rey dispensó, de todos modos, de la obligación a aquellos que no estaban dispuestos a rendirle el homenaje de la prosternación y no insistió más, pero tampoco esto trajo la paz entre su gente. Ni tan siquiera toleraban que él recibiera la prosternación de los asiáticos, para los cuales era un gesto natural y debido, y a escondidas muchos continuaban tachándole de tirano presuntuoso, cegado por el poder y por la excesiva fortuna.

Lamentablemente el descontento no se detuvo en los murmullos y en las murmuraciones. Derivó una vez más en una conjura. Para matarle. Y esta vez fueron precisamente los muchachos más jóvenes, aquellos que estaban destinados al servicio más íntimo de su persona: los pajes que debían vigilar al rey en sus horas de sueño.

Un drama terrible y doloroso tuvo origen después de que el ejército hubiera vuelto a Bactra, en un momento de esparcimiento y de alegría, durante una partida de caza al jabalí. Hermolao, en su calidad de jefe de sus compañeros, cabalgaba muy cerca del rey cuando de repente, perseguido por Peritas y por otros canes, apareció un jabalí de entre la espesura y embistió contra él. Alejandro se hizo a un lado y empuñó la jabalina para golpear, pero Hermolao, llevado por el entusiasmo y ansioso de alzarse con la victoria, fue el primero en herir al jabalí arrebatándole la precedencia al rey.

Era una falta gravísima y una señal de arrogancia y de absoluto desprecio por la tradición y por el protoclo cortesano. En semejantes casos, sólo el rey podía infligir castigos corporales a un paje o mandar que otro lo hiciera, y Alejandro se valió de esta prerrogativa: mandó atar al muchacho y azotarle.

Era un castigo duro, pero considerado normal dentro de las costumbres de la corte macedonia. De chicos todos habían sido castigados de aquel modo: Leonato llevaba aún las señales en la espalda, pero también Hefestión y Lisímaco habían pagado en varias ocasiones así su indisciplina por orden del rey Filipo y a manos de Leónidas o de su maestro de armas. En la mentalidad del autor de aquellas reglas, el castigo era asimismo una especie de ejercicio para soportar el dolor, un modo de habituarse a la obediencia y de acostumbrar el cuerpo y el espíritu a las dificultades. En Esparta, el azotamiento de los muchachos era practicado sin ninguna finalidad punitiva, sino sólo como educación para el valor y el sacrificio, como ejercicio de resistencia.

Hermolao, en cambio, se consideró víctima de una vejación terrible y de una injusticia totalmente sin motivo y desde aquel día incubó un profundo rencor contra el rey, hasta llegar a concebir el plan de darle muerte. Hubiera sido fácil atacarle mientras dormía, pero no podía hacerlo solo. Necesitaba a alguien que le mantuviera abierta una vía de huida. Enfervorecido por las ideas de libertad que Calístenes le había inculcado, no se daba cuenta de que no era un ciudadano ateniense que debía defender la democracia de su ciudad contra un tirano, sino un paje macedonio al servicio de su rey en una región remota, en medio de toda suerte de peligros. Y no se daba cuenta tampoco de que también Calístenes comía de la mano de Alejandro, que recibía de su liberalidad la comida, las ropas y las mantas para calentarse en las frías noches de la meseta.

Con la inconsciencia propia de los muchachos, Hermolao se confió a un amigo suyo de nombre Epimenes y éste habló con un compañero suyo en el que tenía una ciega confianza, un tal Caricles, que a su vez habló de ello con el hermano de Epimenes, Euríloco, que espantado trató de disuadirles de todas las formas posibles.

—Pero ¿estáis locos? —dijo un día que estaban reunidos en la tienda—. No podéis hacer una cosa así.

—Claro que podemos —replicó Hermolao—. Y habremos liberado al mundo entero de un hombre desalmado, de un tirano odioso.

Euríloco sacudió la cabeza.

—Fue culpa tuya, pues sabes perfectamente que el primer golpe corresponde al rey.

—Estaba prácticamente caído, ¿cómo hubiera podido disparar?

—Estúpido, Alejandro no cae nunca. Y en cualquier caso, ¿cómo piensas hacerlo? ¿Crees que resulta tan fácil asesinar a un rey?

—Por supuesto. Piensa en cómo murió Filipo, que era mucho mejor que éste. Y el asesino no ha sido descubierto.

—Pero aquí estamos solamente nosotros, rodeados de bárbaros y del desierto. Vendrán en nuestra busca enseguida. Y además, por si quieres saberlo, corren rumores ya sobre ti y sobre Calístenes que os hacen sospechosos. Alguien te oyó preguntarle qué hay que hacer para convertirse en el hombre más famoso del mundo y dicen que él te respondió: «¡Matar al hombre más poderoso del mundo!». Tienes suerte de que estas palabras no hayan llegado todavía a oídos del rey, pero no se puede desafiar la suerte impunemente por demasiado tiempo. —Se volvió hacia Epimenes—. En cuanto a ti, ya basta con esto. Soy tu hermano mayor y te mando que te olvides de estos desgraciados. Y también vosotros, si es que tenéis dos dedos de frente, dejad correr este asunto. Comportaos de modo respetuoso y tal vez estas habladurías se desvanezcan, poco a poco.

Hermolao se encogió de hombros.

—Yo hago lo que me da la real gana, y si tú no tienes intención de ayudarme no hagas nada, pues tengo otros amigos. Será fácil, como escupir al suelo.

Escupió. Luego le dio la espalda y se fue.

Los jovenes conjurados esperaron a que Alejandro y los suyos hubieran salido a campo abierto en una operación contra un grupo de rebeldes a fin de que su muerte pareciera obra de un enemigo infiltrado en el campamento y luego estuvieron deliberaron durante día y noche.

Cuando el rey dejó el palacio de Bactra, Roxana le abrazó estrechamente.

—¡No vayas!

—Haces grandes progresos con el griego —replicó Alejandro—. Cuando lo hayas aprendido, te enseñaré también el dialecto macedonio.

—¡No vayas! —repitió Roxana angustiada.

Alejandro le dio un beso.

—Pero ¿por qué no tengo que ir?

La muchacha le miró fijamente con lágrimas en los ojos y dijo:

—Dos días. Veo... oscuridad.

El rey sacudió la cabeza como para ahuyentar un pensamiento fastidioso; luego los ayudantes le ataron las ligaduras de la armadura y le acompañaron al patio donde le esperaban sus jinetes, dispuestos para la partida.

Pasaron los dos días y el rey, preocupado por aquella especie de presagio, habló de ellos con Aristandro.

—¿Qué crees que puede significar?

—Las mujeres, en este país, practican la adivinación y la magia, tienen la capacidad de presentir una amenaza en el aire. Por lo demás, Roxana te ama.

—¿Qué es lo que debería hacer?

—Permanece despierto esta noche. Lee, bebe, pero no tanto como para perder la lucidez. Debes permanecer vigilante.

—Así lo haré —repuso Alejandro, y esperó a que se hiciera de noche.