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Filipo se restableció completamente en breve tiempo y reapareció en la escena política en plenitud de facultades, desilusionando a aquéllos que le habían dado incluso por muerto.

Alejandro lo sintió porque ya no le vería tan a menudo, pero mostró interés por conocer a otros chicos, algunos de ellos de su misma edad, otros algo mayores, hijos de nobles macedonios que frecuentaban la corte o vivían en palacio por explícito deseo del rey. Era éste un modo de mantener la unidad del reino, de vincular a las familias más poderosas, los jefes de tribu y de clan a la casa del soberano.

Algunos de estos muchachos frecuentaban también junto con él las enseñanzas de Leónidas, como Pérdicas, Lisímaco, Seleuco, Leonato y Filotas, que era el hijo del general Parmenio. Otros, mayores, como Tolomeo y Crátero, tenían ya cargo de pajes y dependían directamente del rey para su educación y adiestramiento.

Seleuco era en aquel tiempo bastante pequeño y endeble, pero gozaba de las simpatías de Leónidas porque era buen estudiante. Estaba especialmente versado en historia y matemáticas y para su edad era sorprendentemente cuerdo y equilibrado. Podía hacer cálculos complicados cada vez en menos tiempo y se divertía compitiendo con sus compañeros, a los que normalmente humillaba.

Los ojos oscuros y hundidos conferían a su mirada una intensidad penetrante y el pelo alborotado subrayaba un carácter fuerte e independiente, pero nunca rebelde. Durante las clases trataba a menudo de hacerse notar por sus observaciones, pero no recurría a zalamerías con el maestro ni hacía nada por agradar a sus superiores o adularlos.

Lisímaco y Leonato eran los más indisciplinados porque provenían de regiones del interior y habían crecido libremente en medio de bosques y prados, apacentando caballos y pasando la mayor parte de su tiempo al aire libre. Vivir entre cuatro paredes les hacía sentirse como en una prisión.

Lisímaco, que era algo mayor, había sido el primero en acostumbrarse al nuevo tipo de vida, pero Leonato, que no contaba más que siete años, hubiérase dicho un lobezno por su aspecto hirsuto, su cabello pelirrojo y sus pecas en la nariz y en torno a los ojos. Si era castigado reaccionaba soltando coces y mordiscos, y Leónidas había tratado de domarle primero privándole de alimento o encerrándole bajo siete llaves cuando los demás jugaban, luego haciendo frecuente uso de su palmeta de sauce. Pero Leonato se vengaba y siempre que veía aparecer al maestro al fondo de un corredor comenzaba a cantar a voz en cuello su cantinela:

Ek korí korí koróne!

Ek korí korí koróne!

«¡He aquí cómo llega, cómo llega la corneja!», y todos los demás se unían a él, incluido Alejandro, hasta que el pobre Leónidas se ponía rojo de ira, montaba en cólera y le perseguía con la palmeta de sauce.

Cuando discutía con sus compañeros, Leonato no quería nunca llevarse la peor parte y se las tenía tiesas también con los mayores, de modo que andaba eternamente lleno de moraduras y rasguños, aparecía impresentable casi siempre en las recepciones públicas o en las ceremonias de la corte. Todo lo contrario que Pérdicas, el más concienzudo del grupo, quien no faltaba nunca ni al aula ni al terreno de juego y adiestramiento. Únicamente tenía un año más que Alejandro y con frecuencia era, junto con Filotas, su compañero de juegos.

—Yo de mayor seré general como tu padre —repetía a Filotas, que, de sus amigos, era el que más se parecía a él.

Tolomeo, que rondaba los catorce años, era más bien robusto y precoz para su edad. Comenzaban a apuntarle las primeras espinillas y algún que otro pelillo en la barba, tenía una cara cómica dominada por una nariz imponente y un cabello siempre alborotado. Los compañeros le tomaban el pelo diciendo que había comenzado a desarrollarse a partir de la nariz y él se ofendía muchísimo. Se levantaba la túnica y se jactaba, enseñándolas, de otras protuberancias que le crecían no menos que la nariz.

Aparte de estas salidas de tono era un buen muchacho, muy apasionado de la lectura y de escribir. Un día permitió a Alejandro que entrara en su habitación y le mostró sus libros. Tenía una veintena por lo menos.

—¡Cuántos! —exclamó el príncipe e hizo ademán de tocarlos.

—¡Quieto! —le paró Tolomeo—. Son objetos muy delicados: el papiro es frágil y puede romperse, hay que saber desenrollarlo y enrollarlo de forma adecuada. Tiene que guardarse en un lugar ventilado y seco y es preciso poner en alguna parte, bien escondida, una ratonera porque a los ratones les gusta mucho el papiro y si llegan hasta él estás perdido. Se te comen dos libros de la Ilíada o una tragedia de Sófocles en menos de una noche. Espera —añadió—, que ya lo cojo yo.

Y desató un rollo que llevaba un cartelito rojo.

—Ya está, ¿ves? Es una comedia de Aristófanes. Se llama Lisístrata y es mi preferida. Cuenta que en cierta ocasión las mujeres de Atenas y de Esparta, cansadas de la guerra que mantenía alejados a sus maridos y teniendo grandes ganas de... —Se interrumpió mirando al niño que le escuchaba con la boca abierta—. Bien, dejémoslo, pues eres demasiado pequeño aún para estas cosas. ¿Te parece que te la cuente en otra ocasión?

—¿Qué es una comedia? —preguntó Alejandro.

—¿Cómo? ¿No has ido nunca al teatro? —se asombró Tolomeo.

—A los niños no nos llevan allí. Pero sé que es como escuchar una historia, sólo que aparecen hombres de verdad que llevan puesta una máscara en la cara y fingen ser Heracles o Teseo. Algunos incluso aparentan ser mujeres.

—Más o menos —replicó Tolomeo—. Dime, ¿qué te enseña tu maestro?

—Sé sumar y restar, conozco las figuras geométricas y distingo en el cielo la Osa Mayor y la Osa Menor y más de veinte constelaciones más. Y además sé leer y escribir y he leído las fábulas de Esopo.

—Mmm... —observó Tolomeo devolviendo a su sitio con delicadeza el rollo—. Cosas de niños.

—Y además conozco toda la lista de mis antepasados, tanto por parte de mi padre como de mi madre. Yo desciendo de Heracles y de Aquiles, ¿lo sabías?

—¿Y quiénes eran Heracles y Aquiles?

—Heracles era el héroe más fuerte del mundo y llevó a cabo doce trabajos. ¿Quieres que te los cuente? El león de Nemea, la cierva de Ceri... Cerinea... —comenzó a enumerar el pequeño.

—Ya sé, ya sé. Está muy bien. Pero si quieres, alguna vez, te leeré cosas hermosísimas que tengo aquí en mi despacho, ¿te parece bien? Y ahora, ¿por qué no vas a jugar? ¿Sabes que ha llegado un amiguito que tiene precisamente tu edad?

A Alejandro se le encendieron los ojos.

—¿Y dónde está?

—Le he visto en el patio dándole patadas a una pelota. Es un tipo robusto.

Alejandro bajó a toda prisa y se detuvo bajo el pórtico para observar al nuevo huésped sin atreverse a dirigirle la palabra.

De repente, un patadón más fuerte mandó la pelota a rodar justo entre sus pies. El niño la recogió y los dos se encontraron frente a frente.

—¿Te gustaría jugar a la pelota conmigo? Con dos se juega mejor. Yo disparo y tú la coges.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Alejandro.

—Yo Hefestión, ¿y tú?

—Alejandro.

—Entonces vamos, ponte allí, junto a la pared. Yo tiraré primero y si atrapas la pelota tendrás un punto, luego tiras tú. En cambio, si no la paras el punto lo habré ganado yo y podré tirar otra vez. ¿Entendido?

Alejandro hizo un gesto de asentimiento y se pusieron a jugar, llenando el patio con sus gritos. Cuando estuvieron agotados de cansancio y chorreando sudor, pararon.

—¿Vives aquí? —preguntó Hefestión al tiempo que se sentaba en el suelo.

Alejandro se sentó a su lado.

—Claro. Este palacio es mío.

—No me vengas con cuentos. Eres demasiado pequeño para tener un palacio tan grande.

—El palacio es también mío porque es de mi padre, el rey Filipo.

—¡Por Zeus! —exclamó Hefestión agitando la mano derecha en señal de admiración.

—¿Quieres que seamos amigos?

—Por supuesto, pero para hacerse amigos es preciso intercambiarse una prenda.

—¿Qué es una prenda?

—Yo te doy una cosa a ti y tú me das otra a mí a cambio.

Se hurgó en el bolsillo y sacó un pequeño objeto blanco.

—¡Oh, un diente!

—Sí —silbó Hefestión por el hueco que tenía en el lugar de un incisivo—. Se me cayó la otra noche y a punto he estado de tirarlo. Tómalo, tuyo es.

Alejandro lo tomó y se quedó confuso al no saber qué darle a cambio. Rebuscó en los bolsillos, mientras Hefestión permanecía erguido delante de él esperando con la mano abierta.

Alejandro, al no contar con ningún regalo de la misma importancia, dejó escapar un largo suspiro, tragó saliva y a continuación se llevó una mano a la boca y se cogió un diente que le bailaba desde hacía unos días, pero bastante sujeto aún.

Comenzó a sacudirlo con fuerza hacia adelante y hacia atrás, conteniendo las lágrimas de dolor, hasta que se lo arrancó. Escupió un coágulo de sangre, luego lavó el diente bajo la fuente y se lo entregó a Hefestión.

—Aquí tienes —farfulló—. Ahora somos amigos.

—¿Hasta la muerte? —preguntó Hefestión, echándose al bolsillo la prenda.

—Hasta la muerte —replicó Alejandro.

Era ya hacia finales del verano cuando Olimpia le anunció la visita del tío Alejandro de Epiro.

Sabía que tenía un tío, hermano menor de su madre, que se llamaba como él, pero, aunque lo hubiera visto en otras ocasiones, no le recordaba muy bien porque él era entonces demasiado pequeño.

Le vio llegar acompañado de su escolta y de sus tutores una tarde antes de la puesta de sol, a caballo.

Era un muchacho de gran apostura de unos doce años, con el pelo oscuro y los ojos de un azul intenso; ostentaba las enseñas propias de su dignidad: la cinta de oro en torno al pelo, el manto de púrpura y, en la diestra, el cetro de marfil, porque también él era un soberano, aunque joven y de un país formado únicamente por montañas.

—¡Mira! —exclamó Alejandro vuelto hacia Hefestión, que estaba sentado junto a él con las piernas colgando fuera de la galería—. Ése es mi tío Alejandro. Se llama como yo y también es rey, ¿lo sabías?

—¿Rey de qué? —preguntó el amigo balanceando las piernas.

—Rey de los molosos.

Estaba hablando aún cuando los brazos de Artemisia le cogieron por detrás.

—¡Ven! Debes prepararte para ir a ver a tu tío.

Le llevó en volandas, mientras él agitaba las piernas para no dejar a Hefestión, hasta la estancia de baño de su madre; allí le desnudó, le lavó la cara, le hizo ponerse una túnica y una clámide macedonia orlada en oro, le ciñó una cinta plateada alrededor de la cabeza y acto seguido le puso de pie sobre un asiento para mirarle admirativamente.

—Ven, pequeño rey. Tu mamá te espera.

Le condujo a la antecámara real donde la reina Olimpia aguardaba, ya vestida, peinada y perfumada. Estaba magnífica: los ojos negrísimos contrastaban con el pelo llameante, y la larga estola azul recamada con palmetas de oro a lo largo de los bordes cubría un quitón de corte ateniense ligeramente escotado y sujeto en los hombros mediante un cordoncito del mismo color que la estola.

El surco de entre los senos, que el quitón dejaba en parte al descubierto, estaba espléndidamente adornado con una gota de ámbar del tamaño de un huevo de pichón, incrustada en una cápsula de oro a imitación de una bellota de encina: uno de los regalos de boda de Filipo.

Tomó de la mano a Alejandro y fue a sentarse en el trono al lado de su marido, que estaba esperando ya al joven cuñado.

El muchacho entró por el fondo de la sala y se inclinó ante el soberano, tal como exigía el protocolo, y luego ante su hermana la reina.

Filipo, orgulloso de sus éxitos, enriquecido por las minas de oro de las que se había apoderado en el monte Pangeo, consciente de ser el señor más poderoso de la península helénica o tal vez incluso el más poderoso del orbe después del emperador de los persas, se las ingeniaba cada vez mejor para llenar de asombro a sus visitantes, tanto por la riqueza de sus ropajes como por el fasto de los adornos que lucía.

Tras los saludos de rigor, el joven fue acompañado a sus habitaciones a fin de que se preparase para el banquete.

También a Alejandro le hubiera gustado tomar parte de él, pero su madre le dijo que era demasiado pequeño aún y que podría jugar con Hefestión a los soldaditos de cerámica que había mandado hacer para él a un alfarero de Aloros.

Aquella noche, tras la cena, Filipo invitó a su cuñado a una salita privada para hablar de política; Olimpia se sintió muy ofendida por ello, tanto porque era la reina de Macedonia como porque el rey de Epiro era su hermano.

En realidad, Alejandro era rey nominal pero no de hecho, porque Epiro estaba en manos de su tío Aribas que no tenía ninguna intención de abandonar; sólo Filipo, con su poderío, su ejército y su oro, podría mantenerle establemente en el trono.

Hacerlo formaba parte de sus intereses, porque de ese modo ataría a sí al muchacho y frenaría las pretensiones de Olimpia, la cual, viéndose frecuentemente desatendida por su esposo, había encontrado en el ejercicio del poder las satisfacciones que le eran negadas por una vida gris y monótona.

—Debes tener paciencia unos años más —explicó Filipo al joven soberano—. El tiempo que necesito para hacer entrar en razón a todas las ciudades costeras aún independientes y hacer comprender a los atenienses quién es el más fuerte. No es que la tenga tomada con ellos: simplemente no les quiero cerca molestando en Macedonia. Y además quiero conseguir el control de los estrechos entre Tracia y Asia.

—Por mí está bien, mi querido cuñado —replicó Alejandro que se sentía muy halagado al verse tratado como un verdadero hombre y un verdadero rey a su edad—. Me doy cuenta de que hay pocas cosas más importantes que las montañas de Epiro, pero, si un día quisieras brindarme tu ayuda, te estaría agradecido el resto de mis días.

Para ser nada más que un adolescente, el muchacho razonaba más que bien y Filipo sacó una excelente impresión.

—¿Por qué no te quedas con nosotros? —preguntó—. En Epiro te encontrarás en una situación cada vez más peligrosa y yo prefiero saberte a buen recaudo. Aquí está tu hermana, la reina, que te quiere. Tendrás tus habitaciones, tus emolumentos y cuantas consideraciones son propias de tu rango. Cuando llegue el momento, yo mismo haré que ocupes el trono de tus padres.

El joven rey aceptó de buen grado y se quedó en el palacio real de Pella hasta que Filipo hubiera llevado a cabo el programa político y militar que había de hacer de Macedonia el más rico, el más fuerte y el más temible estado de Europa.

La reina Olimpia había regresado despechada a sus aposentos, a esperar a que su hermano viniera a presentarle sus respetos y volver a verla antes de retirarse. Desde la habitación contigua le llegaban las voces de Hefestión y Alejandro que jugaban con los soldaditos y gritaban:

—¡Estás muerto!

—¡No, tú sí que estás muerto!

Luego el alboroto se atenuó hasta casi desaparecer del todo. Las energías de aquellos pequeños guerreros se apagaron muy pronto tras asomar la Luna en el cielo.