4

Tolomeo volvió de su ronda de inspección a lo largo de la empalizada del campamento y se dirigió hacia el cuerpo de guardia principal, a fin de asegurarse del cumplimiento de los turnos siguientes.

Vio que había aún luz en la tienda de campaña de Alejandro y se acercó. Peritas dormitaba en su cubil y no se dignó siquiera dirigirle una mirada. Pasó por entre los guardianes y asomó la cabeza.

—¿Hay un vaso de vino para un viejo soldado fatigado y sediento?

—He adivinado que eras tú apenas he visto asomar la nariz —bromeó Alejandro—. Ven, sírvete. He mandado a Leptina a la cama.

Tolomeo se llenó una copa de vino de una jarra y se la echó al coleto de un trago.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó echando un vistazo a hurtadillas por encima del hombro del rey.

—Jenofonte, La expedición de los diez mil.

—Ah, ese Jenofonte. Consiguió hacer de una simple expedición una empresa más gloriosa que la guerra de Troya...

Alejandro garrapateó una nota en una hoja, apoyó su puñal sobre él rollo a modo de punto y levantó la cabeza.

—En cambio, se trata de un libro extraordinariamente interesante. Escucha esto:

Ahora es ya tarde avanzada, la hora en que generalmente los bárbaros se retiran, pues tienen en efecto la costumbre de acampar a no menos de sesenta estadios, por temor a que, cuando caen las tinieblas, los griegos les asalten. De noche, en efecto, el ejército persa no vale gran cosa. Acostumbran atar los caballos y, por lo general, los dejan pastando para que no se escapen si se desataran. Por eso, si se produce algún ataque nocturno, el persa tiene que soltar el caballo, ponerle el bocado y las bridas, equiparse con la armadura y montar en la silla, operaciones todas ellas dificultosas en medio de la oscuridad de la noche y del tumulto de un ataque...*

Tolomeo asintió.

—¿Y crees que responde a la verdad?

—¿Por qué no? Cada ejército tiene sus costumbres y siente apego por ellas.

—¿En qué estás pensando?

—Los exploradores me han contado que los persas salieron de Zelea hacia occidente. Lo cual significa que vienen a nuestro encuentro para interceptarnos el paso.

—Todo hace pensar que así es.

—En efecto... Ahora escucha. Si tú fueses su jefe, ¿qué lugar elegirías para bloquear nuestro avance?

Tolomeo se acercó a la mesa en la que había desplegado un mapa de Anatolia, tomó un velón y lo pasó por delante y por detrás de la línea de la costa hacia el interior. Luego se detuvo.

—Aquí debería estar ese río. ¿Cómo se llama?

—Se llama Gránico —respondió Alejandro—. Y es muy probable que nos esperen allí.

—Y tú estás planeando pasar el río en plena oscuridad y atacarles en la otra orilla antes de la salida del sol. ¿Lo he adivinado?

Alejandro volvió a hojear a Jenofonte.

—Ya te lo he dicho, ésta es una obra muy interesante. Deberías conseguirte una copia.

Tolomeo sacudió la cabeza.

—¿Qué es lo que no marcha?

—Oh, no, el plan es excelente. Sólo que...

—¿El qué?

—Bueno, no sé. Tras tu danza alrededor del túmulo de Aquiles y después de haber cogido sus armas del templo de Atenea Ilíaca, yo me imaginaba una batalla en campo abierto, a la luz del sol, frente a frente. Una batalla... homérica, si puede decirse así.

—Lo será —replicó Alejandro—. ¿Por qué crees que me he traído a Calístenes? Pero por ahora no arriesgaré inútilmente la vida de un solo hombre, si no me veo obligado a hacerlo. Y lo mismo debes hacer tú.

—Descuida.

Tolomeo se sentó y se quedó mirando a su rey, que seguía tomando apuntes del rollo que tenía delante.

—Ese Memnón es un hueso duro de roer —prosiguió al cabo de un poco.

—Lo sé. Parmenión me ha contado cosas de él.

—¿Y la caballería persa?

—Tenemos lanzas más largas y astas más recias.

—Esperemos que basten.

—El resto lo harán la sorpresa y nuestra voluntad de vencer. Llegados a este punto, hemos de derrotarles a toda costa. Ahora, si quieres un consejo, vete a descansar. Las trompas sonarán antes del alba y marcharemos durante todo el día.

—Quieres estar en posición mañana por la noche, ¿no es así?

—Exacto. Tendremos el Consejo de guerra a orillas del Gránico.

—¿Y tú? ¿No vas a dormir?

—Ya habrá tiempo de dormir... Que los dioses te concedan una noche tranquila, Tolomeo.

—Y a ti también, Alejandro.

Tolomeo se llegó a su tienda, que había sido plantada sobre una pequeña elevación del terreno cerca de la empalizada oriental del campamento, se lavó, se cambió y se preparó para la noche. Echó un último vistazo afuera antes de acostarse y vio que seguía habiendo luz únicamente en dos tiendas: en la de Alejandro y en la, mucho más distante, de Parmenión.

Las trompas sonaron antes del amanecer, tal como Alejandro había ordenado, pero los cocineros estaban ya en pie desde hacía rato y habían preparado el desayuno: pequeñas ollas humeantes de maza, las gachas semilíquidas de cebada enriquecida con queso. Para los oficiales había, en cambio, tortillas de trigo, queso de oveja y leche de vaca.

Al segundo toque, el rey montó a caballo y se puso a la cabeza del ejército, cerca de la puerta de poniente del campamento, acompañado por su guardia personal y por Pérdicas, Crátero y Lisímaco. Detrás de él se puso en marcha la falange de los pezetairoi, precedida por los escuadrones de caballería ligera, seguida por la infantería pesada griega y por las tropas auxiliares tracias, tribalas y agrianas, y flanqueada por dos líneas de caballería pesada.

El cielo se teñía de rosa hacia levante y el aire se llenaba del gorjeo de los gorriones y del canto de los mirlos. Bandadas de palomas torcaces se alzaban de los bosques cercanos a medida que el rumor cadencioso de la marcha y el tintinear de las armas las despertaban del entumecimiento nocturno.

Frigia se extendía ante los ojos de Alejandro con un paisaje de colinas cubiertas de abetos, de pequeños valles recorridos por torrentes cristalinos, a lo largo de los cuales se alzaban ringleras de álamos plateados y sauces de brillante follaje. Los rebaños y las manadas salían a pastar, guiados por sus pastores y vigilados por los perros; la vida parecía seguir tranquilamente su curso como si el sonido amenazante del ejército en marcha pudiera confundirse sin ningún contraste con el balido de los corderos y el mugido de los terneros.

A derecha e izquierda del ejército, en los valles paralelos a la dirección de la marcha, avanzaban grupos de exploradores sin enseñas ni armadura, camuflados, con la misión de mantener alejados a eventuales espías de los persas. Pero era una precaución inútil, puesto que cualquier pastor o campesino podía ser un espía enemigo.

Al final de la columna, escoltado por una media docena de jinetes tesalios, avanzaba Calístenes, junto con Filotas y un mulo con dos alforjas llenas de rollos de papiro. De vez en cuando, en los momentos de descanso, el historiador apoyaba en tierra un escabel, tomaba de una de las alforjas una tablilla de madera y un rollo y comenzaba a escribir ante la mirada llena de curiosidad de los soldados.

No había tardado en correr la noticia de que sería aquel joven huesudo y de aire resabiado el encargado de narrar la historia de la expedición y cada cual esperaba en su corazón poder, antes o después, ser inmortalizado en aquellas páginas. Ninguno, en cambio, se interesaba por las secas relaciones diarias que eran redactadas por Eumenes y por los restantes oficiales encargados de llevar el diario de marcha y de planear las etapas.

Hicieron un alto para la comida mediada la jornada y a continuación, ya cerca del Gránico, se detuvieron de nuevo por orden de Alejandro, al resguardo de una baja cadena de colinas, a esperar que cayera la noche.

Poco antes de la puesta del sol el rey convocó al Consejo de guerra en su tienda de campaña y expuso el plan de batalla. Estaban presentes Crátero, que estaba al mando de una sección de la caballería pesada, Parmenión, que tenía la responsabilidad del mando de la falange de los pezetairoi, y Clito El Negro. Se encontraban allí además todos los compañeros de Alejandro, que componían su guardia personal y militaban en la caballería: Tolomeo, Lisímaco, Seleuco, Hefestión, Leonato, Pérdicas, y también Eumenes, quien seguía presentándose en la reuniones con atavíos militares: coraza, polainas y cinto; parecía haberle tomado gusto.

—Tan pronto como oscurezca —comenzó diciendo el rey— una unidad de asalto de la caballería ligera y de las tropas auxiliares pasarán el río y se acercarán lo más posible al campamento persa para tenerlo bajo observación. Que alguno regrese inmediatamente para informarnos de la distancia a que se encuentra del río; si en el curso de la noche los bárbaros se movieran por alguna razón, serán enviados otros exploradores para que traigan noticias.

»No encenderemos fuegos y mañana por la mañana los jefes de batallón y los de los escuadrones llamarán a diana sin toques de trompa poco antes de que salga de guardia el cuarto turno. Si el camino está despejado, la caballería será la primera en cruzar el río, formará en la otra orilla y, cuando la infantería se haya reunido con ella, se pondrá en marcha.

»Ése será el momento crucial de toda la jornada —observó dirigiendo a su alrededor la mirada—. Si mis cálculos son exactos, los persas estarán aún en sus tiendas, o en cualquier caso no formados. En ese momento, tras calcular nuestra distancia del frente enemigo, desencadenaremos el ataque con una carga de caballería que tratará de crear la confusión entre las filas de los bárbaros. Acto seguido, la falange asestará el golpe de gracia. Las tropas auxiliares y las unidades de asalto se encargarán del resto.

—¿Quién mandará la caballería? —preguntó Parmenión, que había permanecido en silencio hasta aquel momento.

—Yo —repuso Alejandro.

—Lo desaconsejo, señor. Es demasiado peligroso. Deja que lo haga Crátero. Estaba conmigo en la primera expedición a Asia y es persona muy experta.

—El general Parmenión tiene razón —intervino Seleuco—. Es nuestro primer enfrentamiento con los persas, ¿para qué correr el riesgo de comprometerlo?

El soberano levantó la mano para poner fin a la discusión.

—Me visteis combatir en Queronea contra el Batallón Sagrado y en el río Istro contra los tracios y tribalos. ¿Cómo podéis pensar que me comportaré ahora de distinto modo? Mandaré personalmente La Punta y seré el primer macedonio en entrar en contacto con el enemigo. Mis hombres deben saber que arrostro los mismos peligros que arrostran ellos y que en esta batalla nos lo jugamos todo, incluso la vida. No tengo otra cosa que deciros por ahora. Os espero a todos a cenar.

Nadie tuvo el valor de replicarle, pero Eumenes, sentado al lado de Parmenión, le susurró al oído:

—Yo pondría cerca de él a alguien con especial experiencia, alguien que haya luchado contra los persas y conozca su técnica.

—Ya he pensado en ello —le tranquilizó el general—. Estará El Negro al lado del rey. Ya verás que todo sale bien.

El Consejo fue disuelto. Salieron todos y se reunieron con sus unidades para impartir las últimas órdenes. Eumenes se quedó atrás y se acercó a Alejandro.

—Quería decirte que tu plan es excelente, pero queda una incógnita, y de consideración.

—Los mercenarios de Memnón.

—Por supuesto. Si se cierran en cuadro, será duro incluso para la caballería.

—Lo sé. Nuestra falange podría encontrarse en dificultades, quizá podría verse obligada a hacer uso de las armas cortas, la espada y el hacha. Pero hay otra cosa...

Eumenes se sentó y se echó el manto sobre las rodillas. Aquella actitud le recordó a Alejandro a su padre Filipo, cuando éste se sentaba después de un exabrupto. Pero en el caso de Eumenes era otro el motivo: de noche hacía fresco, y él no estaba acostumbrado a ir dando vueltas con el corto quitón militar, por lo que se le ponía la piel de gallina en las piernas.

El rey tomó un rollo de papiro de su famosa cajita, la que contenía la edición de Homero regalo de Aristóteles, y lo abrió sobre la mesa.

—¿Verdad que conoces La expedición de los diez mil?

—¡Ya lo creo, ahora se lee en todas las escuelas! Es una prosa que fluye muy bien y los muchachos tampoco la encuentran difícil.

—Bien, pues entonces escucha. Estamos en el campo de batalla de Cunaxa, hace unos setenta años, y Ciro el Joven le habla al comandante Clearco:

Le ordenó conducir sus tropas contra el centro enemigo porque estaba el rey. «Si le damos muerte a él —afirmó—, el resto está hecho.»

—Así pues, querrías dar muerte al jefe enemigo con tus propias manos —dijo Eumenes en un tono de absoluta desaprobación.

—Por esto pienso mandar yo La Punta. Luego nos ocuparemos de los mercenarios de Memnón.

—Entendido; me voy, ya que no vas a escuchar mis consejos.

—No, señor secretario general. —Alejandro rió—. Pero ello no significa que no sienta aprecio por ti.

—También yo te aprecio, maldito testarudo. Que los dioses te protejan.

—Y también a ti, amigo mío.

Eumenes salió, se acercó a su tienda, se despojó de la armadura, se abrigó y se puso a leer un manual de táctica militar, esperando que fuera la hora de la cena.