Eteocles cabalgó durante varios días durmiendo sólo unas pocas horas cerca de su caballo, espantado por los gritos de los animales nocturnos y el aullido de los chacales, preocupado por el temor a perder el camino o a verse asaltado y desvalijado, privado del caballo y de los víveres, o bien apresado por unos malhechores para ser vendido como esclavo en lugares lejanos donde nadie habría podido encontrarle jamás y rescatarle. En toda su corta existencia no había tenido que afrontar nunca, solo, tanta angustia y tantos peligros, pero el contacto con la espada de su padre, el estrechar aquella arma que había sido del gran Memnón de Rodas le infundía valor; también su estatura considerable, que le hacía parecer más adulto de lo que en realidad era.
No podía saber que su seguridad dependía, en cambio, de los hombres que le había puesto pisándole los talones el odiado enemigo, el hombre que había deshonrado a su padre y conquistado el alma y el cuerpo de su madre. Tal vez era verdaderamente la encarnación de Ahrimán, el genio de las tinieblas y del mal, como dijera en una ocasión su abuelo Artabazo.
Todo transcurrió sin ningún problema hasta que Eteocles atravesó las regiones habitadas de Palestina y de Siria, donde era bastante fácil para su escolta mimetizarse o confundirse con la gente de las caravanas que se movían de un pueblo a otro con sus mercancías, pero cuando se asomó a la inmensa extensión del desierto los dos hetairoi que le seguían tuvieron que consultarse y tomar una decisión. Eran dos jóvenes macedonios de la guardia real, dos de los más valientes e inteligentes, y conocían a la perfección el carácter de su rey. Si fracasaban y le sucedía algo al muchacho, sin duda no les perdonaría.
—Si le tenemos todo el tiempo a la vista —dijo uno de ellos—, reparará en nuestra presencia porque no tenemos dónde escondernos. Y si no le vemos, corremos el riesgo de perderle,
—No tenemos elección —replicó su compañero—. Uno de nosotros tiene que acercarse a él y ganarse su confianza. No hay otro modo de protegerle.
Concertaron un plan de acción y al día siguiente al amanecer, cuando el muchacho reanudó su marcha cansado y fatigado al cabo de una noche pasada en duermevela, vio en lontananza a un hombre solo a caballo que recorría su mismo sendero. Se paró a pensar si era mejor dejarle seguir adelante y partir más tarde o bien acercarse al solitario caminante y hacer un trecho con él.
Pensó que esperar no era prudente, porque tendría que viajar durante las horas de más calor de la jornada y se convenció de que un hombre solo y aparentemente desarmado no podía constituir un gran peligro y que en cualquier caso, en el futuro, tendría que acostumbrarse a afrontar situaciones mucho más difíciles. Cobró, así pues, valor, acicateó los ijares del caballo con los talones y avanzó a lo largo del desierto camino, alcanzando al cabo de poco rato al jinete que le precedía. El hombre se volvió hacia él al oír el ruido de los cascos de su caballo y Eteocles, venciendo su reserva, le dirigió la palabra en persa:
—Que Ahura Mazda te proteja, forastero. ¿Hacia dónde te diriges?
El hombre, sabiendo que podía ser entendido, respondió en griego.
—No hablo tu lengua, muchacho. Soy un platero de Creta y me dirijo a Babilonia para trabajar en el palacio del Gran Rey.
Eteocles dejó escapar un suspiro de alivio y dijo:
—También yo me dirijo a Babilonia. Espero que no te desagrade que hagamos el camino juntos.
—En absoluto. Mejor dicho, es un placer. Recorrer solo estas tierras desoladas infunde miedo.
—¿Cómo es que viajas solo? ¿No sería mejor para ti sumarte a alguna caravana?
—No te falta razón. Pero el hecho es que he oído desagradables historias acerca de los mercaderes de las caravanas. Que acostumbran a engrosar sus ganancias vendiendo esclavos que encuentran en el camino, si se presenta una ocasión favorable; por tanto me he dicho: «Mejor solo que mal acompañado». Al menos, así puedo dominar con la mirada el horizonte, la pista está perfectamente trazada y no es difícil orientarse, pues basta con caminar siempre hacia el lugar por donde nace el sol y así se llega a orillas del Éufrates. Después, el resto es fácil, una buena barca y adelante. Se puede llegar a Babilonia cómodamente tumbado y sin ningún esfuerzo. Tú más bien me pareces muy joven para viajar solo. ¿No tienes padres o hermanos?
Eteocles no respondió y durante unos momentos se oyó únicamente el pisar de los caballos en la desierta extensión, bajo el cielo despejado. El extranjero prosiguió:
—Perdona, no hubiera tenido que meterme en tu vida.
Eteocles miraba ahora fijamente el horizonte plano y parejo como el de la mar en calma.
—¿Crees que falta mucho para llegar a la orilla del Éufrates?
—No —respondió el forastero—. De seguir a este paso, mañana por la noche deberíamos estar allí.
Prosiguieron hasta el atardecer y luego acamparon en una pequeña hondonada del terreno. Eteocles trató de permanecer lo más despierto posible para vigilar los movimientos de su desconocido compañero de viaje, pero al final el cansancio le venció y cayó en un sueño profundo. Entonces el hombre se levantó y volvió atrás a pie durante un rato, hasta que vio en la oscuridad la forma de un caballo y, a su lado, la de un hombre acostado. Todo marchaba según lo previsto y así desandó lo andado y se acostó a su vez dormitando un breve rato, pero manteniendo el oído aguzado a los ruidos de la noche.
Cuando al alba se despertó el muchacho, le había dejado en su manto un puñado de dátiles con un poco de pan seco y un vaso de boj lleno de agua de su odre. El agua se había refrescado durante la noche y resultaba agradable de beber. Comieron en silencio y luego reanudaron el camino ya sin detenerse, bajo el sol abrasador, en el aire inmóvil y estancado. A eso de mediodía vieron que también los caballos estaban extenuados, así que desmontaron y continuaron a pie sujetándolos por la brida.
Alcanzaron el Éufrates al atardecer y el gran río se mostró ante ellos con el murmullo de sus aguas antes aún que con el cabrilleo de su majestuosa corriente bajo la luz de la luna. Había un punto en el cual el agua rebullía contra los guijarros del fondo produciendo una franja de espuma entre una y otra orilla: era un vado. El guerrero se acercó a él, se adentró un poco hacia el centro del río asegurándose de la firmeza del fondo y acto seguido volvió atrás.
—Por aquí se puede pasar —dijo vuelto hacia Eteocles—. Si quieres, puedes atravesar.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó el muchacho—. ¿Acaso tú no vienes?
El guerrero sacudió la cabeza.
—No. Mi misión ha concluido y he de regresar.
—¿Misión? —preguntó el muchacho cada vez más estupefacto.
—Así es. Alejandro nos ordenó que te escoltáramos hasta la frontera para que no te sucediese nada. Otro compañero nos sigue a distancia.
Eteocles inclinó la cabeza, vejado por aquella odiosa solicitud; luego replicó:
—Vuelve con tu amo y hazle saber que esto no impedirá que le mate, si me lo encuentro en el campo de batalla.
Y empujó a su caballo dentro de la corriente.
El guerrero, erguido sobre su cabalgadura, se quedó observándole hasta que le vio correr de prisa por la orilla opuesta y adentrarse por la llanura en territorio persa. Entonces volvió grupas y regresó al encuentro de su compañero que probablemente le esperaba a escasa distancia. La luz de la luna era cada vez más intensa y permitía ver bastante bien, reflejada por el color yesoso del desierto, pero su compañero no aparecía. Y tampoco al día siguiente, a la luz del sol, fue posible encontrarle, y ni siquiera al otro. El desierto se lo había tragado.