Tolomeo vio luz encendida en la tienda de Alejandro y entró, saludado por los dos pajes que aquella noche estaban de turno para el servicio.
—¿Cómo es que estás levantado aún a estas horas? —preguntó—. Es ya el segundo turno de guardia.
—No tengo sueño. Estaba leyendo algo.
Tolomeo miró de soslayo.
—La India de Ctesias. Estás impaciente, ¿verdad?
—Sí. Y cuando hayamos conquistado la India, podremos decir que toda Asia está en nuestro poder. Volveremos atrás y comenzaremos a cambiar el mundo, Tolomeo.
—¿De veras crees que el mundo puede ser cambiado? ¿Que un proyecto semejante puede llevarse a cabo de verdad?
Alejandro levantó los ojos del rollo que tenía desplegado delante.
—Sí, lo creo. ¿No recuerdas ya aquella noche en el santuario de Dionisio en Mieza?
—La recuerdo. Éramos unos muchachos, llenos de entusiasmo, de esperanzas, de sueños...
—Esos muchachos han conquistado el más grande imperio de la tierra, los dos tercios del mundo, han fundado docenas de ciudades con cultura y ordenamientos políticos griegos en el corazón de Asia. ¿Crees que esto ha ocurrido por simple casualidad? ¿Crees que esto no tiene un significado, una finalidad?
—Quisiera creerlo. En cualquier caso, puedes contar siempre con mi amistad, con mi fidelidad. Yo no te abandonaré nunca. De esto puedes estar seguro. Por lo demás, en determinados momentos, yo mismo no sé qué pensar...
Entró en ese momento Hermolao. Peritas gruñó y Tolomeo se volvió hacia él.
—¿Estás de turno tú esta noche?
—Sí, heghemón —repuso el muchacho.
—¿Y entonces por qué estabas fuera?
—El rey no dormía aún y no quería molestarle.
—No me molestas —dijo Alejandro—. Puedes quedarte, si así lo deseas.
El muchacho se sentó en un rincón de la tienda. Tolomeo le miró, luego miró a Alejandro: percibía una extraña situación, un clima impalpable de tensión y de energía reprimida.
—Es el muchacho al que castigué el otro día, después de esa partida de caza.
—¿Te lo tomaste a mal? —preguntó Tolomeo al paje, viéndole con expresión sombría—. Oh, no debes hacerlo. Si supieses cuántas recibí yo a tu edad. El rey Filipo la emprendió conmigo a patadas en el culo, y me hizo también azotar, una vez que le dejé cojo un caballo. Pero yo no se lo tuve en cuenta porque era un gran hombre y lo hacía por mi propio bien.
—Los tiempos han cambiado —comentó Alejandro—. Estos muchachos no son como nosotros. Son... distintos. O tal vez somos nosotros quienes estamos envejeciendo. Tengo treinta años, ¿lo creerías?
—Si es por eso, yo los cumplí hace un tiempo. Bueno, seguiré con mi ronda de inspección. ¿Puedo coger el perro? Me hace compañía.
Peritas meneó el rabo.
—Llévatelo, así moverá un poco las patas. Está engordando.
—Entonces, me voy. Si me necesitas, llámame.
Alejandro asintió con la cabeza y volvió a enfrascarse en la lectura, bebiendo de vez en cuando un sorbo de una copa que tenía sobre la mesa.
Hermolao estaba sentado delante de él en silencio, con las mandíbulas contraídas y los ojos gachos. El rey alzaba de vez en cuando la cabeza de su rollo y le observaba con una mirada extraña, perplejo. En un determinado momento le dijo:
—Me odias, ¿verdad? Me odias porque te hice dar unos azotes.
—No es cierto, señor. Yo...
Pero se veía que mentía y esto convenció al rey de que aquel muchacho era malvado, porque no tenía el valor de manifestar su odio y tampoco de renunciar a él.
—De acuerdo, no importa.
Pasó así casi toda la noche: una noche fría, vacía, inútil. Y se acercaba el fin del turno de vigilancia. Dentro de poco, comenzaría a clarear. Hermolao estaba atormentado por la duda y seguía mirando fijamente al rey, que de vez en cuando doblaba la cabeza como si estuviera a punto de dormirse.
También Euríloco se había quedado de pie todo la noche, porque se había dado cuenta de que los tres pajes de turno estaban conjurados y estaba convencido de que decidirían actuar, tanto más cuanto que el comandante Tolomeo estaba acostumbrado a coger con él a Peritas cuando estaba de turno para la inspección de los cuerpos de guardia, pero luego, viendo que la luz había estado en todo momento encendida en el pabellón real y que el rey había estado en vela sin acostarse, aunque no hubiera ningún peligro inminente de incursiones enemigas, se convenció de que estaba a punto de suceder algo terrible: tal vez Alejandro lo había descubierto todo o tal vez Hermolao y los demás asestarían su golpe antes de que se hiciera de día. Pensó que sólo hablando podría salvar a aquellos desgraciados. Vio a Tolomeo que desmontaba de vuelta de su ronda de inspección y decidió acercarse a él:
—Heghemón...
—¿Qué hay, muchacho?
—Yo... tengo que hablar contigo.
—Te escucho.
—Aquí no.
—En mi tienda, entonces.
Se lo llevó con él y le hizo entrar en ella.
—¿Qué sucede? ¿A qué viene todo este secretismo?
—Escúchame, heghemón —comenzó Euríloco—. Mi hermano Epimenes, Hermolao y otros muchachos... cómo decirte... tienen extrañas ideas... Ya sabes que Hermolao junto con mi hermano y algunos de sus compañeros frecuenta a Calístenes y él les ha llenado la cabeza de estupideces acerca de la democracia y la tiranía, y el caso es que...
—¿Qué? —preguntó Tolomeo frunciendo el ceño.
—No son más que unos críos, heghemón —prosiguió Euríloco sin conseguir contener ya las lágrimas—. Esta vez quizá hayan renunciado, tal vez el rey sospecha alguna cosa.. No sé... He decidido hablarte para que les metas un buen susto y no lo intenten más. Aunque el rey hizo azotar a Hermolao por lo del jabalí, no sé yo si llegaría al punto de... Pero nunca se sabe...
—¡Oh, gran Zeus! —prorrumpió Tolomeo. Y enseguida gritó—: ¡Peritas, corre, corre adonde está Alejandro!
El perro echó a correr y se precipitó en la tienda del rey precisamente cuando su amo estaba a punto de adormecerse sobre la mesa y Hermolao se llevaba lentamente la mano al cinto, debajo de la túnica. Peritas le arrojó al suelo y le mordió la mano que estrechaba el puñal.
Tolomeo irrumpió inmediatamente después y apenas si tuvo tiempo de agarrar al perro por el collar antes de que le arrancase limpiamente la mano al muchacho. Alejandro, recobrándose de repente de su somnolencia por todo aquel estruendo, se puso en pie de golpe desenvainando la espada.
—Querían matarte —dijo jadeando Tolomeo mientras desarmaba a Hermolao.
El muchacho se retorcía, gritaba:
—¡Maldito, tirano, monstruo sanguinario! ¡Te has ensuciado las manos de sangre! ¡Mataste a Parmenión y Filotas, eres un asesino!
Los otros dos de guardia en el exterior trataron de alejarse, pero Tolomeo llamó a grandes voces a los trompeteros, hizo dar la señal de tumulto para los «portadores de escudo» e inmediatamente después los pajes fueron detenidos e inmovilizados cuando se daban a la fuga. Euríloco acudió llorando y suplicando:
—¡No les hagas ningún daño, heghemón! No les hagas ningún daño, No harán ya nada, te lo juro. ¡Entrégamelos a mí, ya les castigaré yo, les daré una buena paliza, pero no les hagas daño, te lo ruego!
Alejandro salió, pálido de cólera, mientras Hermolao seguía vomitando todo tipo de insultos y ofensas contra él en voz alta, en medio del campamento atestado ahora ya de soldados que acudían de todos lados.
—¿Qué se merecen estos hombres, rey? —preguntó Tolomeo con la fórmula ritual.
—Somételes al juicio del ejército —repuso Alejandro.
Y se retiró a su tienda.
Los jueces militares se reunieron inmediatamente y los pajes estuvieron declarando durante todo el día y la noche siguiente, sometiéndoseles a careos, induciéndoseles a caer en contradicción, golpeados y azotados hasta que confesaron. Ninguno de ellos, siquiera bajo tortura, mencionó el nombre de Calístenes, pero Euríloco, que había sido perdonado por haber salvado la vida del rey, seguía diciendo que aquellos muchachos nunca habrían concebido un plan semejante si Calístenes no les hubiera echado a perder con sus ideas. Y siguió implorando hasta el último momento que fueran perdonados. Pero en vano.
Al amanecer del día siguiente, un amanecer gris y lluvioso, fueron lapidados.
Eumenes, que había asistido tanto al proceso como a la ejecución, se acercó a la tienda de Calístenes y le encontró que temblaba, pálido como un cadáver, y se retorcía las manos por la angustia.
—Alguien ha mencionado tu nombre —le dijo.
Calístenes se dejó caer sobre un asiento con un largo suspiro.
—Entonces la cosa ha terminado para mí, ¿no?
Eumenes no respondió.
—¿Ha terminado para mí, no es cierto? —gritó más fuerte.
—Tus fantasmas han tomado cuerpo, Calístenes, el cuerpo de esos muchachos que ahora yacen bajo un montón de piedras. Un hombre como tú... ¿Acaso no sabías que las palabras pueden matar más que la espada?
—¿Me torturarán? No lo resistiré, no lo resistiré. ¡Me harán decir lo que quieran! —gritó entre sollozos.
Eumenes bajó la cabeza confuso.
—Lo siento. Sólo quería decirte que vendrán dentro de poco. No tienes mucho tiempo.
Y salió bajo la lluvia que arreciaba.
Calístenes miró en torno desesperado, buscando un arma, una hoja, pero no había nada más que rollos de papiro por todas partes, sus obras, su Historia de la expedición de Alejandro. Luego de golpe recordó algo que habría tenido que destruir hacía tiempo y que en cambio había conservado, quién sabe por qué. Fue a un arcón, hurgó entre jadeos por el miedo y la angustia, y finalmente cogió entre sus manos una caja de hierro. La abrió: contenía un rollo y, envuelta en un paño, una ampolla de vidrio llena de un polvo blanco. La hoja decía:
Nadie puede controlar la propagación de las enfermedades. Pero este fármaco causa los mismos síntomas.
Un décimo de leptón produce fiebre alta, vómito y diarrea durante dos o tres días. Luego se experimenta una mejoría y parece que el paciente está en vías de curación. El sexto la fiebre aparece de nuevo y sube muchísimo. Hacia el décimo día sobreviene la muerte.
Calístenes quemó el billete y luego ingirió todo el contenido de la ampolla. Cuando llegaron los guardias, le encontraron caído boca arriba entre los rollos de su Historia, con los ojos abiertos y fijos, llenos de terror.