52

Sólo a finales del mes, cuando comenzaron los primeros fríos, Aristóteles se decidió a leer la relación de Tolomeo, una exposición sucinta pero eficaz que podría proporcionarle la base para la prosecución de la obra de Calístenes.

El ejército se puso en camino atravesando el Paropámiso o Cáucaso indio, como alguno prefiere llamarlo, a costa de grandes sacrificios. El frío eran tan intenso en los puertos de montaña que una noche algunos de los centinelas fueron encontrados muertos, apoyados todavía contra los árboles de sus puestos de guardia, con los ojos fijos y con los bigotes y la barba incrustados de hielo. Alejandro se distinguió una vez más por su profunda humanidad. Tras haber visto a un veterano en el límite de sus fuerzas que temblaba por el frío, hizo coger su trono, que estaba hecho de madera, y lo mandó quemar para que pudiera calentarse. Llegamos al cabo de nueve días de marcha a la ciudad de Nisa, adonde sostenían sus habitantes que había llegado Dioniso en sus peregrinaciones hacia la India. La prueba que aducían es la presencia de un tal monte Meros, que en griego significa «muslo», por el hecho de que Dioniso nació de un muslo de Zeus. Además decían que es el único lugar de la India en el que nace la hiedra, planta consagrada al dios.

Todos se coronaron de hiedra y celebraron grandes fiestas y orgías, bebiendo, danzando el komos y gritando: ¡Euoé!».

Allí el ejército fue dividido en dos contingentes. El confiado a Hefestión y a Pérdicas descendió el valle de un torrente de la meseta hasta su confluencia con el Indo para construir allí un puente. El otro, del que yo mismo formaba parte junto con el rey y los demás compañeros, marchó hacia el alto curso del Indo para someter las ciudades que se encuentran en aquellos valles, Masaga, Bacira y Ora, que cayeron después de repetidos asaltos. La más grande de todas era Aornos, de más de veinte millas de circunferencia, situada a una altura de ocho mil pies, defendida por una quebrada que caía a pico a todo su alrededor.

El rey hizo construir un terraplén y una rampa y yo tomé posición de noche en una avanzadilla desde la que podía amenazar a la ciudad en uno de sus puntos débiles. Los indios se defendieron con gran valentía, pero al final los arietes consiguieron abrir una brecha y el ejército irrumpió en su interior. Unimos nuestras dos tropas y tomamos la ciudad con un asalto simultáneo. Alejandro ofreció a los indios la posiblidad de enrolarse en su ejército como mercenarios, pero éstos prefirieron darse a la fuga para no combatir contra sus hermanos.

Capturamos en esas ciudades un cierto número de elefantes, que Alejandro aprecia muchísimo. Son animales extraordinarios, de mole enorme, con unos grandes colmillos que les salen de la boca. Pueden llevar sobre su lomo torres con guerreros armados y son guiados por un hombre que se sienta sobre su cuello y los acicatea con los talones. Si en la batalla este hombre cae muerto, el elefante de desmanda y no sabe ya adónde ir.

Los indios son altos de estatura, más oscuros de piel que el resto de los humanos a excepción de los etíopes y muy valientes en el combate. Una vez conquistada Aornos, el rey dejó en ella una guarnición y, como gobernador, a un príncipe indio que antes estaba con Beso y que luego se pasó a nuestro bando. Se llama Sashagupta en su lengua, pero los griegos le llaman Sisicoto. En Aornos tomamos un botín de doscientos cincuenta mil bueyes, entre los cuales se eligieron los más fuertes y hermosos para mandarlos a Macedonia para arar los campos y para mejorar la raza de los nuestros. Alejandro mandó construir barcas y también dos naves de veinticinco remos y comenzamos el descenso del río Indo, que es grandísimo y navegable, por lo que yo sé, en gran parte de su curso.

Llegamos así al punto en que Pérdicas y Hefestión habían terminado de construir el puente sobre el río en las inmediaciones de una ciudad llamada Taxila, que nos dispensó una amigable acogida. Su rey, un indio de nombre Taxiles, ofreció a Alejandro veinticinco elefantes y trescientos talentos de plata. Oro he visto poco. En cuanto a las leyendas según las cuales habría en estas tierras hormigas gigantes que extraen de las montañas el oro que posteriormente es guardado por grifos alados, no he encontrado ninguna prueba fehaciente de ello y creo que deben considerarse historias carentes del menor fundamento.

De ahí avanzamos hasta las orillas del río Hidaspes, el primero de los afluentes del Indo, ancho y turbulento por las grandes lluvias que habían caído en las montañas. Del otro lado, había un rey indio de nombre Poro con un ejercito numeroso: treinta mil infantes, cuatro mil jinetes, trescientos carros de guerra y doscientos elefantes. Era imposible para nosotros cruzar porque Poro seguía desplazándose cada vez en nuestra misma dirección para impedirnos vadear. Entonces Alejandro dio orden a las tropas de moverse de continuo, incluso de noche, lanzando gritos y armando un gran alboroto, de modo que nuestros enemigos no comprendieran ya nada, y Poro decidió plantar el campamento en un determinado punto y esperarnos allí.

Nosotros dejamos a Crátero enfrente de él con un cierto número de soldados y seguimos a Alejandro, que remontaba el río con la caballería de los hetairoi, los arqueros a caballo, los agrianos y la infantería pesada. Entretanto se había desencadenado un temporal con truenos ensordecedores y rayos, lo cual hizo desistir a los indios de aventurarse a merodear por las orillas del Hidaspes. El vado resultó extremadamente difícil, sólo superable por la presencia de una isleta en medio del río. Los hombres atravesaron con el agua hasta las axilas, mientras que los caballos se hundían hasta la cruz. Alejandro, por más que hubiera prometido de nuevo no llevar ya a Bucéfalo a la batalla después de Gaugamela, decidió montarlo en aquella ocasión porque únicamente su poderosa mole podía permitirles arrollar a los jinetes enemigos que poseían caballos veloces pero más pequeños.

Al amanecer, Poro se enteró de que las tropas macedonias habían cruzado el río y mandó contra nosotros a su hijo con un millar de jinetes. Le arrollamos al primer asalto y el propio joven cayó muerto. Poro se dio cuenta entonces de que era Alejandro quien había cruzado el Hidaspes en aquella noche de tempestad y lanzó contra él a todo su ejército. Alineó delante todos los carros de guerra, detrás los elefantes y a continuación la infantería de línea; la caballería fue situada en los flancos. Él mismo, que era de estatura gigantesca, montaba un elefante de enormes proporciones y, tan pronto como se entabló batalla, mandó el asalto con grandes gritos, incitando a su animal.

Los primeros en partir al ataque fueron los carros, pero el terreno empapado de lluvia aminoró la carrera hasta el punto de que fue fácil para nuestros arqueros a caballo alcanzarles y abatir a los aurigas.

Una vez superada la línea de los carros, Alejandro lanzó al asalto la caballería sobre las alas, entablando un furioso cuerpo a cuerpo contra la caballería india, que se batía con gran valor. Entretanto Poro mandó adelante a los elefantes contra nuestro centro y aquellas bestias enormes causaron una matanza al pasar a través de las filas compactas de la falange. Entonces Pérdicas y Hefestión dieron orden de abrir las filas y de dejar pasar a los elefantes, al mismo tiempo que Lisímaco empezaba a dispararles con las catapultas que había conseguido finalmente volver a montar tras el paso del río. Mandamos al ataque de aquellos monstruos también a los arqueros a caballo y a los lanzadores de jabalina, que les golpearon e hirieron de todos los modos posibles. Los arqueros de a pie apuntaban contra sus conductores y les abatían uno tras otro. Locos de dolor y de miedo, los elefantes comenzaron a desmandarse y a correr hacia todos lados, también lanzándose sobre sus propios soldados, sin distinguir ya entre amigos y enemigos.

En aquel punto, puestos fuera de combate los elefantes, Pérdicas volvió a formar en orden compacto a la falange y la mandó al ataque, lanzando grandes gritos de guerra para incitar a sus hombres y batiéndose él mismo en primera línea. En el otro lado, Poro seguía adelante y combatiendo con increíble energía. Su elefante avanzaba como una furia, aplastando a todos aquellos que encontraba a su paso y tenía las patas sucias de sangre y de trozos de vísceras hasta la misma rodilla, mientras Poro, embutido en una armadura impenetrable, lanzaba docenas de jabalinas con la fuerza de una catapulta.

La batalla arreció durante ocho horas seguidas, sin tregua, hasta que por fin Alejandro, que mandaba La Punta por el ala derecha, y Koinos, que mandaba el ala izquierda, consiguieron poner en fuga a la caballería enemiga y converger en el centro. Los indios, completamente rodeados, se rindieron y el mismo Poro, herido en el hombro derecho, el único punto de su cuerpo no protegido por la armadura, comenzó a tambalearse.

Fue conmovedor ver cómo el elefante se había dado cuenta de que su amo se hallaba en dificultades. Aminoró su carrera hasta detenerse, se arrodilló para permitir a Poro deslizarse lentamente al suelo y luego, cuando le vio tendido, trató de extraerle la jabalina de la herida. Los conductores se lo llevaron, de modo que el rey indio pudo ser entregado a nuestros cirujanos, que se cuidaron de él.

Alejandro quiso ir a verle tan pronto como supo que estaba en condiciones de mantenerse en pie y se quedó impresionado por su gigantesca estatura: Poro medía más de siete pies de alto y su armadura de acero resplandeciente se adhería a su cuerpo como una segunda piel. Le había mandado primero como intérprete al rey Taxiles, su aliado, pero Poro, considerándole un traidor, trató de darle muerte. Entonces fue él personalmente con otro intérprete y le saludó con gran respeto, elogiándole por su valor y lamentando la pérdida de sus hijos, ambos caídos en combate. Por último le preguntó: «¿Cómo deseas ser tratado?».

Y él respondió: «Como un rey».

Y como un rey fue tratado: Alejandro le dejó el gobierno de todos los territorios que había conquistado hasta aquel momento y le volvió a instalar en su palacio.

Pero la alegría por aquella victoria tan difícil y reñida, librada, puede decirse, contra un enemigo casi sobrehumano y contra monstruos de espantosa fuerza física y de aspecto aterrador contra los cuales los macedonios nunca antes habían entrado en contacto, se vio entristecida por un acontecimiento luctuoso que sumió al rey en la más profunda consternación. Su caballo Bucéfalo, herido en el curso del combate y cojo tras el choque contra un elefante, murió al cabo de una agonía de cuatro días.

El rey le lloró como si hubiera muerto un amigo íntimo y se quedó con él hasta que exhaló el último aliento. Yo estaba presente y le vi mientras le acariciaba dulcemente hablándole en voz baja, recordándole todas las aventuras que habían vivido juntos y Bucéfalo relinchaba débilmente como si quisiera responderle. Vi correr las lágrimas por el rostro del rey y le vi sacudido por los sollozos cuando el caballo expiró.

Le hizo construir una tumba de piedra y fundó una ciudad en su honor, llamándola Alejandría Bucéfala, honor que nunca había sido dispensado hasta entonces a caballo alguno, ni siquiera a los más famosos vencedores de las carreras en Olimpia. Pero en aquella tumba Alejandro ha dejado enterrada también una parte de su corazón y el período más feliz de su juventud perdida.

En las inmediaciones del campo de batalla en que había derrotado a Poro, fundó otra ciudad con el nombre de Alejandría Nicea, en conmemoración de la victoria; celebró en ella unos juegos y ofreció sacrificios a los dioses. Desde ahí avanzamos hacia oriente animados por Poro, que nos dio cincuenta mil de sus soldados, y llegamos al Acesines, segundo afluente del Indo, un río de rápida y turbulenta corriente, lleno de rocas contra las cuales las aguas rebullen espumeando. Muchas de nuestras barcas se estrellaron contra dichas rocas y se fueron a pique con los hombres que llevaban a bordo, pero luego encontramos un punto en el que el río era más ancho y más tranquilo y conseguimos cruzarlo. Conquistamos setenta ciudades, de las cuales la mitad tenían más de cincuenta mil habitantes y finalmente nos detuvimos bajo las murallas de Sangala, a orillas del Hidraotes.

No sé qué sucederá ahora, si conseguiremos tomar esta ciudad, si atravesaremos también este río. Y después del río un desierto y luego un bosque impenetrable y luego otros reinos fuertes de cientos de miles de guerreros. Nuestro esfuerzo se ha vuelto insostenible. En los bosques se ve reptar serpientes de proporciones espantosas, verdaderos monstruos: una de ellas, muerta por Leonato de un hachazo, medía dieciséis codos.

Aristóteles suspiró. ¡Dieciséis codos! Se puso en pie para medir aquella dimensión con los pasos y hubo de salir por la puerta porque la estancia en la que se encontraba no era lo suficientemente larga. Volvió a sentarse y reanudó la lectura.

Las tierras cultivadas son muy fértiles, pero el bosque parece rodearlas por todas partes y asediarlas, en un cierto sentido. Por todas partes hay un gran número de monos de todos los tamaños y tienen la curiosa costumbre de imitar todo cuanto ven hacer. Algunos de ellos resultan impresionantes por la expresión de su mirada, que se diría casi humana, como puedes ver tú mismo.

Al lado de aquellas palabras, Tolomeo había hecho dibujar al carboncillo uno de aquellos monos, probablemente por un artista, dada la gran pericia de la ejecución, y la mirada del animal impresionó profundamente al filósofo, provocándole casi un sentimiento de desagrado, una sensación inquietante.

Hay, además, árboles que los indios denominan banyan, de tamaño increíble. Éstos alcanzan una altura de setenta codos y son tan gruesos que cincuenta hombres juntos no puden abarcarlos. En una ocasión vi a más de ciento cincuenta hombres protegerse del sol a la sombra de uno de esos gigantes.

Hay serpientes de todos los tipos. Algunas tienen el aspecto de una verga de bronce, otras son de un color oscuro, extienden el cuello en una especie de cresta con dos manchas en forma de aros. Si alguien es mordido por ellas, muere casi al instante entre indecibles dolores, cubierto de un sudor sanguinolento. Las primeras veces que nos topabamos con estos animales, nos quedábamos despiertos la noche entera del terror a que nos picaran mientras dormíamos, pero aprendimos a encender fuegos alrededor de los campamentos y los indígenas nos enseñaron el uso de determinadas hierbas como antídoto contra el veneno.

Son, en cualquier caso, más peligrosas que el tigre que frecuenta estos bosques impenetrables, porque de éste, dicen, puede uno defenderse con una buena espada o con una buena jabalina. El tigre es mayor que el león, con un pelaje de colores magníficos, a rayas ocres y negras, y su rugido hace estremecerse los aires de la noche a increíble distancia. Yo no he visto nunca ninguno, pero sí he visto una piel y por esto puedo describirlo.

Ahora debo detenerme, las lluvias torrenciales vuelven imposible escribir: la humedad hace que se aje todo, los hombres se enferman, otros acaban entre las fauces de los cocodrilos que pululan por doquier porque los ríos se desbordan y sus aguas inundan los campos por miles y miles de estadios. Yo mismo no sé cuándo recuperaré la esperanza de vivir como un hombre y no como un bruto.

Sólo él parece no conocer el cansancio ni el desaliento ni temor de ningún género. Avanza siempre delante de todos, se abre paso cortando con la espada las plantas que estorban el camino, socorre a quien cae, exhorta a quien está cansado. Y tiene en la mirada una luz ardiente, como cuando le vi salir, hace ya mucho tiempo, del templo de Amón en el desierto de Libia.

El relato de Tolomeo se interrumpía en aquel punto y Aristóteles cerró el rollo y lo guardó en un estante.

Pensó en Calístenes y sus ojos se humedecieron. Su aventura había tenido un miserable fin en una región de los confines del mundo y acaso el miedo le había matado antes que el veneno. Le compadeció, sabedor de que sus ideas habían sido mucho más fuertes que su ánimo y coraje. Le hubiera gustado ayudarle, en el momento supremo, y leerle las últimas palabras de Sócrates: «Y ahora ya es tiempo de irse, yo hacia la muerte, vosotros hacia la vida...», pero tal vez él no las hubiera siquiera oído, atrapado en los anillos del terror.

Aristóteles apagó la lámpara y, mientras se acostaba suspirando en la habitación vacía, bajo los rayos diáfanos de la luna de otoño, se preguntó si Alejandro había sentido piedad.