Los habitantes de Sidón, que habían sufrido una feroz represión por parte de la guarnición persa sólo unos pocos años antes, aceptaron con entusiasmo la llegada de Alejandro y su promesa de restaurar sus instituciones. Pero la dinastía reinante estaba extinguida desde hacía un tiempo y había que elegir a un nuevo rey.
—¿Por qué no te ocupas tú? —le propuso Alejandro a Hefestión.
—¿Yo? Pero si yo no conozco a nadie, ni siquiera sé dónde buscar y además...
—Entonces, de acuerdo —cortó tajante el rey—. Te ocuparás tú de ello. Yo he de tratar con las otras ciudades de la costa.
Hefestión se buscó, así pues, un intérprete y comenzó a dar paseos por Sidón de incógnito, mirando en torno en los mercados, comiendo en los figones o aceptando las invitaciones a las comidas oficiales en las casas de más abolengo. Pero no conseguía encontrar a nadie que fuera digno de aquel cargo.
—Entonces, ¿nada? —le preguntaba Alejandro cuando se lo encontraba en los Consejos de guerra.
Y Hefestión sacudía la cabeza.
Un día, acompañado en todo momento por su intérprete, pasó cerca de un pequeño muro de piedra seca que serpenteaba en dirección a las colinas un largo trecho y del que asomaba el follaje de toda clase de árboles: majestuosos cedros del Líbano, higueras seculares que expandían sus ramas grises y rugosas, cascadas de pistachos y de melilotos. Echó un vistazo a hurtadillas al otro lado de la verja y se quedó estupefacto de las maravillas que se presentaron ante sus ojos: árboles frutales de toda especie, arbustos maravillosamente cuidados y podados, fuentecillas y arroyuelos, rocas entre las que crecían plantas grasas y espinosas que no había visto jamás en su vida.
—Son originarias de una ciudad de Libia llamada Lixos —explicó el intérprete.
De repente apareció un hombre con un asnillo que tiraba de un pequeño carro cargado de estiércol. Se puso a abonar sus plantas una por una, y lo hacía con tanto amor y cuidado que asombraba.
—Cuando se produjo la sublevación contra el gobernador persa, los rebeldes decidieron incendiar este jardín —siguió contando el intérprete—, pero ese hombre se puso delante de la verja y dijo que si querían cometer semejante atropello primero tendrían que pasar por encima de su cadáver.
—Él será el rey —afirmó Hefestión.
—¿Un jardinero? —preguntó asombrado el intérprete.
—Sí. Un hombre que está dispuesto a morir por salvar las plantas de un jardín que no es siquiera el suyo, ¿qué no haría por proteger a su gente y para hacer crecer pujante su ciudad?
Y así fue. El humilde jardinero vio un día llegar una procesión de dignatarios escoltados por la guardia de Alejandro y fue conducido con gran pompa al palacio real para ser entronizado. Tenía unas grandes manos callosas que le recordaban al soberano las de Lisipo y una mirada tranquila y serena. Se llamaba Abdalonimos y fue el mejor rey que recuerde memoria humana.
De Sidón el ejército avanzó aún hacia el sur en dirección a Tiro, donde existía un grandioso templo de Melkart, el Hércules de los fenicios. La ciudad estaba constituida por dos partes: un barrio antiguo tierra adentro y una ciudad nueva en una isla situada a un estadio de distancia de la costa. Había sido construida recientemente y era increíble ver lo imponente y grandioso de sus estructuras. Tenía dos puertos fortificados y un recinto amurallado de unos ciento cincuenta pies de altura, el más alto que mano humana hubiera construido jamás.
—Esperemos que nos reciban como en Biblos, Arados y Sidón —comentó Seleuco—, pues esta fortaleza es inexpugnable.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Hefestión a Alejandro observando el formidable recinto amurallado reflejarse en las aguas azules del golfo.
—Aristandro me ha aconsejado ofrecer un sacrificio en el templo de mi antepasado Hércules, que los habitantes de Tiro llaman Melkart —repuso Alejandro—. He aquí nuestra embajada que parte —añadió luego indicando una chalupa que atravesaba lentamente el breve brazo de mar que separaba la ciudad de tierra firme.
La respuesta llegó a primeras horas de la tarde e hizo enfurecer al rey.
—Dicen que si quieres hacer un sacrificio a Hércules hay un templo en el barrio antiguo que está en tierra firme.
—Lo sabía —observó Hefestión—. Ésos están en su nido de piedra en aquel maldito islote y pueden burlarse de quien quieran.
—No de mí —dijo Alejandro—. Preparad otra embajada. Esta vez seré más claro.
Los nuevos enviados partieron al día siguiente con un mensaje que decía: «Si queréis, podéis tener un tratado de paz y de alianza con Alejandro. Si rehusáis, el rey os hará la guerra porque sois aliados de los persas».
La respuesta, por desgracia, fue no menos explícita: los miembros de la embajada fueron arrojados desde lo alto de las murallas y acabaron reventados contra las rocas. Entre ellos había amigos y compañeros de infancia y de juegos del rey, y su muerte le sumió en un estado de sombrío abatimiento, encendiendo además en él el más ciego furor. Se encerró durante dos días en su cuartel sin ver a nadie: únicamente Hefestión se atrevió a entrar la noche del segundo día y le encontró extrañamente sereno.
Alejandro velaba a la luz del velón enfrascado en la lectura.
—¿Es tu acostumbrado Jenofonte? —preguntó Hefestión.
—Jenofonte no tiene ya nada que enseñarnos desde que dejamos las Puertas Sirias. Estoy leyendo a Filisto.
—¿No es un escritor siciliano?
—Fue el historiador de Dionisio de Siracusa, que hace setenta años conquistó una ciudad fenicia construida en una isla, precisamente como Tiro: Motya.
—¿Y cómo?
—Siéntate y mira. —Alejandro tomó una pluma de caña y comenzó a trazar signos en una hoja—. Ésta es la isla y esto tierra firme. Él construyó un muelle hasta la isla y seguidamente hizo pasar por encima las máquinas de guerra. Y cuando la flota cartaginesa se presentó para desalojarles del muelle, formó una fila de lanzadoras de saetas de nuevo cuño, agujereó las naves mandándolas a pique y las quemó arrojando proyectiles inflamables.
—¿Quieres construir un muelle hasta Tiro? Pero si hay una distancia de dos estadios...
—Como en Motya. Si lo consiguió Dionisio, lo conseguiré yo también. A partir de mañana comenzaréis a demoler la ciudad vieja y emplearéis los materiales para construir el muelle. Deben comprender enseguida que no bromeo.
Hefestión tragó saliva.
—¿Demoler la ciudad vieja?
—Has entendido perfectamente. Demoledla y arrojadla al mar.
—Como quieras, Alejandro.
Hefestión salió a transmitir la orden a sus compañeros y el rey se enfrascó nuevamente en la lectura.
Al día siguiente convocó a todos los ingenieros y mecánicos que seguían la expedición. Llegaron con sus instrumentos y con todo lo necesario para dibujar y tomar apuntes. Les guiaba Diadés de Larisa, un discipulo de Faílo, que había sido el ingeniero jefe de Filipo y había construido las torres de asalto que demolieron las murallas de Perinto.
—Señores técnicos —comenzo diciendo el rey—, ésta es una guerra que no va a poder ser ganada sin vuestro concurso. Derrotaremos a los enemigos en vuestra mesa de dibujo antes que en el campo de batalla. En buena parte porque no existe un campo de batalla.
Desde la ventana podía verse el mar resplandeciente alrededor de los bastiones escarpados de Tiro y los ingenieros comprendieron perfectamente qué trataba de decir el soberano.
—Así pues, mi plan es el siguiente —prosiguió Alejandro—. Mientras nosotros construimos un muelle hasta la isla, vosotros proyectaréis unas máquinas más altas que las murallas.
—Señor —le hizo notar Diadés—, estás hablando de torres de ciento cincuenta pies de alto.
—Imagino que sí —replicó el rey sin inmutarse—. Estas máquinas deberán ser invulnerables y estar equipadas con arietes y catapultas de concepción completamente nueva. Necesito máquinas capaces de lanzar piedras de doscientas libras de peso a ochocientos pies de distancia.
Los ingenieros se miraron unos a los otros con una expresión de extravío. Diadés se quedó en silencio trazando signos aparentemente sin sentido en una hoja que tenía delante, mientras Alejandro le miraba fijamente; todos sentían que aquella mirada pesaba más que los pedruscos que deberían arrojar sus catapultas. Al final, el técnico levantó la cabeza y dijo:
—Es factible.
—Muy bien. Entonces podéis poneros manos a la obra.
Entretanto, afuera, la ciudad antigua resonaba de los lamentos de la gente que era echada de sus propias casas y del fragor de los tejados y de las paredes que se venían abajo. Hefestión había hecho montar ligeros arietes basculantes y los utilizaba para las labores de demolición. En los días siguientes, unas partidas de leñadores escoltadas por incursores agrianos subieron a las montañas a cortar cedros del Líbano con el fin de transformarlos en tablones de construcción.
En el muelle se trabajaba día y noche, por turnos, utilizando carros tirados por bueyes y asnos para transportar los materiales que arrojaban al fondo del mar. Desde sus altísimas murallas los habitantes de Tiro se reían y bromeaban, mofándose del monstruoso esfuerzo de sus enemigos, pero al expirar el cuarto mes dejaron de reír.
Una mañana, al despuntar el día, los centinelas que hacían la ronda en adarves se quedaron sin respiración al ver a dos colosos de más de ciento cincuenta pies de altura avanzar entre crujidos por el nuevo terraplén. Eran las más grandes máquinas de asedio que se hubieran construido jamás, y tan pronto como llegaron al extremo del muelle fueron puestas en funcionamiento. Enormes pedruscos y proyectibles inflamables silbaron por los aires, se abatieron sobre los adarves y el interior de la ciudad sembrando la destrucción y el terror.
Los habitantes de Tiro respondieron casi de inmedito montando otras catapultas en lo alto de las murallas y disparando contra los trabajadores que estaban construyendo el muelle y contra las mismas máquinas de guerra.
Alejandro hizo preparar entonces unas defensas y unas techumbres de madera protegidas por pieles no curtidas de animales, resistentes al fuego. El trabajo en el muelle prosiguió de este modo casi sin molestias. Las máquinas fueron empujadas de nuevo adelante y su disparo resultó cada vez más preciso y mortífero. De seguir las cosas de aquel modo, en poco tiempo las murallas se verían amenazadas de cerca.
Mientras tanto habían llegado las flotas de Sidón y Biblos y las naves de Chipre y de Rodas que se habían puesto a las órdenes de Nearco. Pero la flota de Tiro, encerrada en sus puertos inaccesibles, no presentaba batalla: preparaba un contraataque inesperado y devastador.
En una noche sin luna, tras una jornada de incesantes ataques, dos trirremes salieron del puerto tirando a remolque un brulote: un casco enorme y completamente hueco lleno de material inflamable. De su proa sobresalían dos largos maderos de los que colgaban dos recipientes llenos de pez y de petróleo. Cuando estuvieron a escasa distancia del muelle, los trirremes aumentaron al máximo el ritmo de la boga, luego desengancharon el brulote tras haberle prendido fuego y haber incendiado asimismo los maderos.
El casco, envuelto en una vorágine de llamas, siguió adelante por la fuerza de la inercia, mientras que los dos trirremes viraban de bordo hacia los lados, y acabó encallándose en uno de los lados del muelle a escasa distancia de las torres de asalto. Los palos de proa, devorados por el fuego, se quebraron y los recipientes incendiarios se fragmentaron estallando en dos globos de fuego que prendieron las bases de las torres.
Desde los puestos de guardia acudieron al punto pelotones de macedonios a fin de apagar la hoguera, pero desde los trirremes enemigos desembarcaron grupos de atacantes que entablaron batalla con los recién llegados, de suerte que la refriega, en la claridad sanguinolenta del incendio, se volvió encarnizada en medio del humo y del remolinear de las pavesas, del aire que se había vuelto irrespirable a causa de las exhalaciones de petróleo y de pez. El brulote quedó hecho pedazos con una última y espantosa deflagración y las dos torres quedaron completamente envueltas por el fuego.
Su misma altura alimentaba desmesuradamente el tiro interior por el que las llamas y las pavesas salían disparadas más de cien pies por encima del remate de los enormes armazones, iluminando como si fuera de día la bahía entera y arrojando una reverberación de sangre contra los bastiones de la ciudad.
Desde lo alto de las murallas llegaban los gritos de júbilo de los habitantes de Tiro; para los macedonios fue una pobre satisfacción el exterminio del contingente de desembarco, aplastado por un contraataque furibundo contra las piedras del muelle, y la destrucción de los dos trirremes. El trabajo de meses y meses, el genio constructor de los mejores ingenieros del mundo se había echado a perder en cuestión de pocas horas.
Alejandro llegó al galope a lo largo del muelle sobre Bucéfalo, pasó a través de los fuegos como un furia infernal y se detuvo a escasa distancia de las torres justo en el momento en que se desmoronaban, en medio de una explosión de llamas, humo y chispas.
Acudieron enseguida detrás de él sus compañeros y, al cabo de un rato, también los ingenieros y mecánicos que habían construido aquellas maravillas. El ingeniero jefe, Diadés de Larisa, miraba el desastre con ojos llenos de rabia impotente, pero sin dejar traslucir en su rostro la más mínima emoción.
Alejandro bajó del caballo y se quedó mirando fijamente las murallas de la ciudad y a continuación sus máquinas destruidas y, por último, a sus ingenieros, que parecían paralizados ante aquel espectáculo, y ordenó:
—Reconstruidlas.