Hefestión llegó a la tienda del rey corriendo bajo la lluvia que arreciaba, levantado salpicaduras de barro. Los soldados de guardia le hicieron entrar y él se acercó al brasero encendido que difundía más humo que calor. Alejandro fue a su encuentro y Leptina le ofreció un manto seco.
—Sangala se ha rendido —anunció—. Eumenes está terminando de hacer el recuento de los muertos y heridos.
—¿Muchos?
—Por desgracia, sí. Más de mil... entre mil y mil quinientos. Varios oficiales. También Lisímaco está herido, pero parece que no de mucha gravedad.
—¿Y ellos?
—Diecisiete mil muertos.
—Una carnicería. Han presentado una resistencia denodada.
—Y tenemos un enorme cantidad de prisioneros. Nos hemos apoderado además de trescientos carros de guerra y de setenta elefantes.
Entró Eumenes, calado también hasta los huesos.
—Ya tengo el recuento definitivo. Tenemos quinientos muertos, ciento cincuenta de ellos macedonios y griegos, y mil doscientos heridos. Lisímaco tiene una fea herida en el hombro, pero no peligrosa, por el momento. ¿Algo más que ordenar?
—Sí —respondió Alejandro—. Partirás mañana y te dirigirás a las otras dos ciudades que se encuentran entre este lugar y el Hífasis. Llévate a algún prisionero que les cuente qué ha sucedido en Sangala. Si reconocen mi autoridad, no habrá más muertos ni más matanzas. Entretanto nosotros nos mantendremos detrás con el resto del ejército.
Eumenes asintió y salió al aire libre con el manto sobre los hombros, mientras un relámpago cegador iluminaba todo el campamento con una luz azulada y un trueno estallaba casi justo encima de la tienda del rey.
—Yo voy a vigilar el traslado de los prisioneros —dijo Hefestión—. Si puedo, volveré a pasar por aquí antes de que se haga de noche a informar.
Llegó a la empalizada que rodeaba el campamento manteniendo el escudo sobre la cabeza y vio que los prisioneros estaban pasando entre dos filas de pezetairoi inmóviles bajo la lluvia torrencial, seguidos por oficiales a caballo que les llevaban hacia un amplio recinto en las cercanías de la puerta del lado de poniente, donde habían sido preparadas tiendas suficientes para acoger a poco más de la mitad. Se aseguró de que las mujeres y los niños encontraran un buen abrigo y luego hizo albergar a los hombres que se apiñaban unos contra otros en un hacinamiento espantoso, con los pies dentro del barro.
Levantó los ojos al cielo atestado de negros nubarrones cargados de lluvia, y luego al horizonte sobre el cual caían rayos cegadores, con machacona frecuencia. Un cielo monstruoso, una lluvia incesante, continua. ¿Qué país era aquél? ¿Y qué encontrarían más allá del río que Alejandro quería alcanzar?
En aquel momento estalló un relámpago entre los galopantes nubarrones, tan cegador que iluminó la entera región y la ciudad, y se le apareció una figura espectral: un hombre solo, semidesnudo, esquelético, que avanzaba a través de las puertas abiertas del campamento. Hefestión se le acercó perplejo y desconcertado y gritó para ser oído en medio de ruido ensordecedor de los truenos:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
El hombre respondió algo incomprensible, pero no se detuvo: siguió caminando entre las tiendas hasta encontrarse bajo la copa de un enorme banyan. Se sentó allí en el suelo sobre sus talones, cruzó las manos sobre el regazo con las palmas vueltas hacia arriba y el índice y el pulgar de la mano derecha unidos y se quedó inmóvil como una estatua bajo el ruido de la lluvia.
A escasa distancia, Aristandro estaba asomado bajo la techumbre del templete de madera que había hecho erigir para proteger al campamento y se encontraba inmolando una oveja a los dioses a fin de que hicieran cesar la lluvia. De golpe sintió una dolorosa punzada en la nuca y oyó una voz que claramente le llamaba.
Se volvió de golpe y descubrió al hombre que avanzaba con paso lento y seguro a través del campamento. No había ningún otro que pudiera haberle llamado y se quedó profundamente impresionado. Salió sosteniendo sobre la cabeza el manto y caminó a su vez hacia el banyan. Hefestión vio que trataba de comunicarse con el indio inmóvil y semidesnudo y luego le vio buscar protección en una cavidad del árbol y sentarse a su vez en el suelo.
Sacudió la cabeza y, manteniendo en todo momento sobre sí el escudo, alcanzó su tienda, se secó lo mejor que pudo y se puso unas ropas secas.
Llovió durante toda la noche con espantosos truenos y rayos que estallaban en las inmediaciones, incendiando árboles y cabañas. A la mañana siguiente asomó el sol, y cuando el rey salió de la tienda, se encontró frente a Aristandro.
—¿Qué hay, vidente?
—Mira. Es él.
Y le señaló al hombre esquelético y desnudo sentado bajo el banyan.
—¿Quién?
—Él, el hombre desnudo de mis pesadillas.
—¿Estás seguro?
—Le he reconocido al instante. Lleva sentado allí inmóvil desde ayer por la noche. Se ha quedado en esa posición, como una estatua, durante toda la noche, mientras arreciaba el temporal, sin un estremecimiento ni pestañear.
—¿Quién es?
—He preguntado a los otros indios. Nadie lo sabe. Nadie le conoce.
—¿Tiene nombre?
—No lo sé. Creo que es un chamán, uno de sus filósofos y sabios.
—Llévame hasta él.
Echaron a andar hundiéndose en el espeso barrizal que cubría todo el campamento hasta que se encontraron frente al misterioso visitante. Alejandro recordó de inmediato a Diógenes, el filósofo desnudo que había visto en una tibia tarde otoñal tendido delante de su tinaja, y notó un nudo de emoción en la garganta.
—¿Quién eres? —le preguntó.
El hombre abrió los ojos y le miró con una intensidad fulgurante, pero no abrió la boca.
—¿Tienes hambre? ¿Quieres venir a mi tienda? —Se volvió hacia Aristandro—. Pronto, haz venir a un intérprete.
—¿Tienes hambre? ¿Quieres venir bajo mi tienda? —repitió cuando hubo llegado el intérprete.
El hombre indicó una minúscula escudilla que tenía delante. Y el intérprete explicó que aquellos santones, ascetas que buscaban la imperturbabilidad eterna, vivían de la limosna y que le bastaría con un puñado de su trigo hervido, nada más.
—Pero ¿por qué no quiere entrar en mi tienda, secarse, calentarse y comer lo suficiente?
—No es posible —dijo el intérprete—. Interrumpiría su camino hacia la perfección, la disolución en el todo, la única paz posible, la única liberación del dolor.
«Panta rei —pensó Alejandro—. Las ideas de Demócrito... todo se disuelve y todo se reconstituye en otras formas. También la mente... El naufragio como única esperanza...»
—Dale su comida —mandó—, y dile que me sentiré dichoso de hablar con él cuando lo desee.
El intérprete respondió:
—Ha dicho que hablará contigo tan pronto como haya aprendido tu lengua.
Alejandro hizo una inclinación y volvió a su tienda, mientras las trompas tocaban a reunión para la tropa. Se partía en dirección al Hífasis, el último de los afluentes, el último obstáculo hacia la India profunda e inmensa, hacia el Ganges, hacia la fabulosa Palimbotra, hacia las orillas últimas del Océano.
El ejército se puso en movimiento y se adentró por una rada boscosa que se espesaba cada vez más a medida que se acercaba al río. Al segundo día se puso a llover a cántaros y llovió también al tercero y al cuarto, entre relámpagos, rayos y truenos ensordecedores. Los guías indios explicaron que aquélla era la estación de las lluvias y que duraba de ordinario setenta días. Cuando llegaron a orillas del Hífasis crecido y turbio, el rey celebró un consejo de guerra en su tienda. Estaban presentes el almirante Nearco, el vicealmirante Onesícrito, que se había distinguido mucho en las últimas operaciones de cruce de los ríos y en el descenso del Indo desde Aornos hasta Taxila, Hefestión, Pérdicas, Crátero, Leonato, Seleuco, Tolomeo y Lisímaco. Desaparecida la vieja guardia de Filipo, los muchachos de Mieza eran ahora los comandantes supremos de todas las grandes unidades de combate del ejército.
Estaba presente también un rey indio aliado de nombre Phagaias, que conocía perfectamente las tierras que se extendían allende el Hífasis.
Alejando comenzó:
—Amigos míos, hemos llegado ya adonde ningún griego había llegado hasta ahora, más allá de los lugares alcanzados por el mismo dios Dioniso en su peregrinación. Y esto gracias a vuestro soberbio valor, a vuestro temple excepcional, a vuestro heroísmo y al de nuestros soldados. Queda el último gran paso que dar. Una vez cruzado el último afluente del Indo, no habrá ya obstáculos para nuestro avance hasta el Ganges y las orillas del Océano. Habremos llevado a término en ese momento la gesta más grandiosa jamás realizada en toda la historia de los hombres y de los dioses. Habremos dado cuerpo al más grande sueño que nunca haya sido concebido. Ahora creo que nuestro almirante Nearco debería hablarnos de su plan para cruzar el río, después de lo cual los comandantes de las unidades de combate expondrán su punto de vista sobre el orden de marcha que conviene adoptar.
Un trueno estalló en aquel momento sobre la tienda, tan fuerte que hizo temblar los objetos que había sobre la mesa. Siguieron unos interminables momentos de silencio y el ruido de la lluvia pareció agigantarse hasta lo inverosímil.
Tolomeo intercambió una rápida mirada con Seleuco y fue el primero en hablar:
—Escucha, Alejandro, nosotros te hemos seguido hasta aquí y estamos dispuestos a seguirte todavía, a marchar por el fango, por las zonas pantanosas, entre serpientes y cocodrilos, estamos dispuestos a atravesar otros desiertos y otras montañas, pero tus soldados no. —Alejandro le miró lleno de asombro, como si no creyese lo que oía—. Tus hombres están extenuados y no pueden más.
—¡No es cierto! —exclamó Alejandro—. Han derrotado a Poro y conquistado docenas de ciudades.
—Y es por esto por lo que están exhaustos, agotados. Pero ¿no les ves? Mírales, Alejandro, deténte y mírales mientras avanzan bajo la lluvia incesante con el lodo hasta las rodillas, las barbas sin arreglar, los ojos enrojecidos por el insomnio. ¿Has contado cuántos de ellos han muerto por hacer realidad tu sueño? ¿Los has contado, Alejandro? Muertos por las heridas, por llagas no cicatrizadas, de gangrena, por el veneno de las serpientes, por la mordedura de los cocodrilos, de fiebres de pestes, de disentería. Enflaquecidos y macilentos, se han arrastrado hasta ese remoto confín del mundo, pero tienen miedo: ¡no de los enemigos, de sus carros de guerra y de sus elefantes, no! Tienen miedo de esta naturaleza espantosa y ajena, de este cielo perpetuamente sacudido por los truenos y desgarrado por los rayos, de los monstruos que se arrastran por los bosques y los pantanos, tienen miedo hasta del mismo firmamento nocturno cuando ven las constelaciones que desde niños les han sido sido familiares desaparecer y casi hundirse tras el horizonte. Mírales, Alejandro, no son ya ellos, pues sus ropas están desgarradas y se ven obligados a cubrirse con harapos y con la vestimenta de los bárbaros que han sometido, a sus caballos se les han desgastado las pezuñas por las marchas sin fin y dejan un rastro de sangre en el terreno.
—¡Yo he sufrido lo que han sufrido ellos, he padecido el frío con ellos, el hambre y la sed, la lluvia y las heridas! —gritó el rey abriéndose el vestido a la altura del pecho y mostrando las cicatrices.
—Sí, pero ellos no son tú, no tienen ni tu energía ni tu fuerza vital. No son más que hombres. Y están agotados, exhaustos, postrados. No saben ya nada de sus familias, desde hace años; piensan con nostalgia en sus mujeres y en los hijos que dejaron hace demasiado tiempo.
»Piensa en aquellos a los que has obligado a permanecer en las guarniciones, castigando a veces por deserción a aquellos que no se veían con fuerzas para quedarse. También esto les espanta. Temen que llegue un heraldo para mandarles que se queden para siempre de defensa en alguna perdida avanzadilla, que olviden para siempre a la familia de origen y la patria. Llévales de nuevo a casa, Alejandro, en nombre de todos, llévales a casa.
Tolomeo calló agachando la cabeza y también todos los demás compañeros se quedaron mudos. Un rayo golpeó en el suelo con espantoso fragor y el trueno resonó largamente como el retumbo de un tambor lejano.
Alejandro esperó a que se desvaneciese.
—¡Habla claro, Tolomeo! —exclamó—. ¿Es una insubordinación? ¿Se vuelve mi ejército contra mí? ¿Y mis oficiales, mis más íntimos amigos son sus cómplices?
—¿Cómo puedes decir una cosa semejante? ¿Cómo puedes acusar a los soldados de un crimen así? —prorrumpió Hefestión. Y a las palabras del más querido de sus compañeros Alejandro se estremeció—. Nadie quiere desobedecerte, nadie quiere obligarte contra tu voluntad. Tolomeo tiene razón. Si quieres seguir adelante, sigamos. Nosotros te seguiremos, nosotros tus amigos que juramos no dejarte nunca, por ningún motivo, pero tus soldados tienen derecho a volver a la vida. Ya han pagado bastante, han dado todo cuanto podían. Están vacíos, acabados. Nos han implorado que te convenzamos y eso es lo que estamos haciendo. Nada más. Y ahora piénsalo. Manda a tu heraldo a decirnos qué quieres que hagamos y nosotros lo haremos.
Salieron uno tras otro bajo el temporal que arreciaba.
El rey se encerró en su tienda durante dos días sin ver a nadie, sin probar la comida, maldiciendo la suerte que le impedía alcanzar la meta cuando ya estaba a punto de tocarla con la mano. Ni siquiera Roxana, la esposa adorada que había querido seguirle a toda costa y compartir con él todos los riesgos y fatigas, conseguía consolarle.
—¿Por qué no quieres hacer caso a tus amigos? —le decía con su griego aún inseguro—. ¿Por qué no quieres hacer caso a aquellos que te quieren y que no te han dejado nunca solo en tantos años? ¿Por qué no te compadeces de tus soldados?
Alejandro no respondía: la miraba fijamente con ojos llenos de desesperación.
—Así pues, ¿tan importante es para ti conquistar otras tierras aparte de las que ya posees? ¿Crees que tal vez encuentes la felicidad apoderándote de otras regiones, de otras ciudades, de otras riquezas? Oh, Aléxandre, dime lo que deseas allende ese río, te lo ruego. Díselo a Roxana que te ama.
El rey dejó escapar un largo suspiro.
—Tenía cinco años cuando huí por primera vez de casa de mis padres. Quería alcanzar las montañas de los dioses. Desde entonces siempre he tenido el deseo de saber lo que hay tras el alba y tras el ocaso, tras los montes y tras las llanuras, más allá de la luz y de las tinieblas, del bien y del mal, más allá de todo.
Roxana sacudió la cabeza: no conseguía comprender. Aquellas palabras eran demasiado difíciles para ella, pero comprendía su mirada y percibía su angustia.
—Entonces, vayamos —dijo—. Tú y yo. Vayamos a ver el mundo que hay más allá de ese río.
—No —respondió Alejandro—. No es ése mi destino, no es por esto por lo que han hablado los oráculos. No puedo separarme de mi ejército, renunciar a la gloria... Roxana, yo quiero llegar lo más cerca posible de los dioses, quiero ir más allá de los límites del tiempo, superar a todos aquellos que me han precedido. No quiero caer en el olvido cuando haya bajado al Hades.
Su esposa le miró desconcertada: era un discurso demasiado difícil de comprender para ella, pero sintió que había una fuerza dentro de él que nada podía vencer, un deseo que nada podía satisfacer. Era como un muchacho que corre detrás del arcoiris, como un águila que vuela hacia el sol. Le acarició y le besó tiernamente en la frente, en los ojos, en la boca y dijo en su lengua:
—Llévame contigo, Aléxandre, no me dejes nunca. No podría vivir sin ti.
Ya no le dejó, ni un instante siquiera. Se sentaba aparte en silencio esperando una mirada o una palabra suyas, espiando cada uno de sus parpadeos, cada suspiro que salía de su boca. Pero el rey parecía pétreo, encerrado en su mundo impenetrable, prisionero de sus sueños y de sus pesadillas.
Luego, la noche del tercer día, antes de la puesta del sol, mientras estaba sentado en la oscuridad de su tienda, advirtió una presencia imprevista y levantó la mirada: delante de él estaba el sabio indio y le miraba, con los ojos oscuros y hondos. Se dio cuenta de que nadie le había visto, que la guardia no le había detenido y que ni siquiera Peritas reparaba en su presencia: estaba acostado en un rincón dormitando.
El hombre no dijo nada: se limitó a indicar con una mano el campamento, pero de su gesto emanaba una fuerza formidable, a la que no era posible resistirse. Entonces el rey salió y se quedó mudo: allí estaban sus soldados de pie a miles en la explanada en torno a la tienda y le miraban, con los ojos enrojecidos, los cabellos enmarañados que les llegaban hasta los hombros, las ropas rasgadas, las miradas tristes y angustiadas pero firmes, esperaban una respuesta, y Alejandro les vio finalmente, y comprendió. Sintió sobre sí todo aquel sufrimiento y habló.
—Me han dicho que no queréis seguir adelante. ¿Es cierto?
Nadie respondió. Sólo un sordo murmullo recorrió las filas.
—Sé que no es cierto. ¡Sé que sois los mejores soldados del mundo y que no os volveréis nunca en contra de vuestro rey! Mi decisión era proseguir, conduciros más allá, pero antes he querido conocer la voluntad de los dioses y he ordenado sacrificios. Sin embargo, éstos han sido contrarios. Nadie puede desafiar la voluntad de los dioses. ¡Y por tanto preparaos, soldados! Preparaos, porque ha llegado la hora de que disfrutéis de aquello a lo que os habéis hecho merecedores y habéis conquistado. Volvemos. ¡Volvemos a casa!
No hubo ovaciones ni aclamaciones, sólo una profunda e intensa emoción. Muchos lloraban en silencio y las lágrimas corrían lentamente por sus hirsutas barbas, por aquellos rostros demacrados por ocho años de batallas, de vigilias, de asaltos, de hielo y de calor abrasador, de nieve y de lluvia. Lloraban porque su rey no estaba enojado con ellos; les amaba aún, como a unos hijos, y les volvía a llevar a casa. Un veterano se destacó de las filas y avanzó hasta delante de Alejandro. Le dijo:
—Gracias, rey, por haber aceptado dejarte vencer sólo por tus soldados. Gracias... Queremos que sepas que, suceda lo que suceda, cualquier cosa que nos tenga reservado el destino, no te olvidaremos jamás.
Alejandro le abrazó y luego ordenó que volviesen todos a sus tiendas para hacer los preparativos para la partida. Cuando los soldados se hubieron alejado, se acercó, solo, a la orilla del Hífasis. Entretanto, las nubes se abrían y la luz del sol poniente se difundía incendiando el gran río, tiñendo de rojo el lejano perfil del Paropámiso, sus picos altísimos, pilares del cielo. El rey dirigió la mirada a la otra orilla, a la llanura infinita que se extendía más allá, hasta el horizonte, y lloró como no había llorado nunca en toda su vida. No vería nunca la corriente majestuosa del Ganges ni caminaría por la orilla de los lagos dorados, entre los iridiscentes pavos reales de Palimbotra. Lloró por el ojo azul como el cielo, lloró por el ojo negro como la noche.