Pocos días después, mientras los ingenieros de Alejandro trataban de encontrar la manera de reconstruir lo más pronto posible las máquinas destruidas, una violenta marejada dañó irreparablemente el muelle creado a costa de tantos esfuerzos: parecía que de repente los dioses hubieran dado la espalda a su predilecto, y también la moral de los hombres se vio sometida a dura prueba por aquella serie de reveses.
El rey se volvió intratable e inabordable: cabalgaba a solas por la orilla del mar mirando la isla amurallada que se mofaba de sus esfuerzos o bien se sentaba en una piedra a contemplar durante largas horas el romper de las olas en la orilla.
También Barsine acostumbraba a cabalgar por la orilla del mar al rayar el alba, antes de encerrarse en su tienda con sus doncellas y la nodriza, y un día se lo encontró: caminaba seguido por Bucéfalo y tenía el muslo resentido aún por la herida sufrida en Issos; los largos cabellos agitados por el viento le tapaban casi el rostro. De nuevo, como la última vez que le había visto, Barsine tuvo un estremecimiento, como si estuviera delante de un ser irreal.
Él la miró, pero no dijo nada y ella se apeó del caballo para no sobrepasarle. Agachó la cabeza y murmuró:
—Señor.
Alejandro se le acercó, le rozó la mejilla con la palma de la mano y la miró con fijeza reclinando ligeramente la cabeza sobre el hombro derecho como tenía por costumbre hacer cuando le embargaban sentimientos intensos y profundos. Ella cerró los ojos sin conseguir resistirse a la fuerza de su mirada que relampagueba entre sus cabellos agitados por el viento.
El rey la sorprendió con un beso repentino y apasionado, luego saltó sobre el caballo y lo espoleó a lo largo de la espumosa orilla. Cuando Barsine se volvió para mirarle, estaba ya lejos, envuelto en la nube de iridiscentes salpicaduras levantadas por los cascos de Bucéfalo.
Volvió a su tienda y se dejó caer, llorando, en la cama.
Una vez pasada la cólera, Alejandro volvió a coger las riendas de la situación y reunió a un Consejo de guerra ampliado: convocó a sus generales, a los arquitectos, técnicos, ingenieros y a Nearco con los capitanes de la flota.
—Lo que ha sucedido no es debido a la ira de los dioses, sino a nuestra necedad. Le pondremos remedio y Tiro no tendrá escapatoria. Lo primero de todo es el muelle. Nuestros capitanes deberán estudiar los vientos y las corrientes en este brazo de mar e instruir a los arquitectos para que puedan proyectar una nueva estructura que aproveche su fuerza y dirección más que presentarles resistencia.
»En segundo lugar, las máquinas —dijo volviéndose hacia Diadés y sus ingenieros—. Si esperamos a completar el nuevo muelle, perderemos demasiado tiempo. Hemos de arreglárnoslas de manera que los habitantes de Tiro no tengan tregua ni descanso. Deben saber que no podrán permanecer tranquilos ni de día ni de noche. Tendremos, por tanto, dos grupos que trabajarán simultáneamente. Unos proyectarán y construirán las máquinas que habrán de avanzar por el muelle apenas esté listo, los otros por el contrario proyectarán máquinas de asalto flotantes.
—¿Flotantes, señor? —preguntó Diadés poniendo unos ojos como platos.
—Exactamente. No sé cómo lo haréis, pero estoy seguro que seréis capaces de lograrlo y pronto. A mis compañeros les corresponderá la tarea de pacificar a las tribus que pueblan las montañas del Líbano para que nuestros leñadores puedan trabajar sin problemas. Al llegar la primavera entraremos en Tiro, estoy convencido de ello, y os diré por qué. Esta noche he tenido un sueño. Me parecía que Hércules se me aparecía sobre las murallas de la ciudad y haciendo un gesto con los brazos me invitaba a reunirme con él.
»Le he contado mi sueño a Aristandro, que lo ha interpretado sin la menor vacilación. Entraré en Tiro y ofreceré un sacrificio al héroe en su templo de la ciudad. Quiero que esta noticia sea referida a nuestros soldados para que también ellos estén convencidos de la victoria.
—Así se hará, Alejandro —dijo Eumenes, y pensó que aquel sueño había llegado muy oportunamente.
Los trabajos se reanudaron de forma inmediata: se emprendió la reconstrucción del muelle de acuerdo con las indicaciones de los marinos de Chipre y de Rodas, que conocían como la palma de su mano aquellas aguas, mientras Diadés, al que correspondía la tarea más pesada, proyectó unas torres de asalto montadas cada una de ellas sobre una plataforma fijada en la cubierta de dos naves de guerras unidas. A la vuelta de un mes estuvieron listas dos estructuras completas, y tan pronto como se presentó un día de mar calma comenzaron a acercarse a fuerza de remos al recinto de la ciudad. Cuando estuvieron muy cerca, los cascos fueron anclados y los arietes entraron en actividad comenzando a machacar incesantemente las murallas.
Los habitantes de Tiro reaccionaron con presteza y por la noche mandaron buceadores que cortaron las amarras de las anclas dejando las embarcaciones derivando hacia los escollos. Nearco, que vigilaba al mando del quinquerreme real, dio inmediatamente la señal de alarma y se lanzó con una decena de naves hacia las plataformas flotantes que no conseguían ya maniobrar a causa del viento. Las protegió, las inmovilizó arrojando sobre los parapetos amarras con ganchos y las remolcó nuevamente a su posición a fuerza de remos. Las cuerdas de las anclas fueron sustituidas por cadenas de hierro y el batir volvió a comenzar, pero entretanto los habitantes de la ciudad habían forrado los muros con sacos llenos de algas para amortiguar así los golpes de los arietes. La obstinada resistencia de Tiro parecía no conocer límites.
Un buen día, mientras Alejandro se hallaba en la montaña ocupado en la lucha contra las tribus del Líbano cada vez más agresivas, atracó en el nuevo muelle una nave procedente de Macedonia con víveres y mensajes y a Parmenión le fue anunciada una visita especial: el viejo maestro del soberano, Leónidas, ya octogenario, después de haber oído hablar de las gestas de su discípulo había exigido embarcarse a fin de verle, felicitarle y congratularse con él antes de abandonar este mundo. Cuando la noticia se difundió, también el resto de sus discípulos quisieron verle. Seleuco, Leonato, Crátero, Pérdicas, Filotas, Tolomeo, Hefestión y Lisímaco llegaron alborotando como niños y gritando a coro la vieja cantinela que hacía que se le llevaran todos los demonios.
Ek korì korì koròne!
Ek korì korì koròne!
«¡Que llega, que llega la corneja!»
Luego comenzaron a batir palmas diciendo:
Didáskale! Didáskale! Didáskale!
Al oírse llamar «¡Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro!» como cuando le saludaban por la mañana sentados en el aula con las tablillas sobre las rodillas, el viejo Leónidas se emocionó, pero no lo dejó traslucir y les metió enseguida en cintura.
—¡Silencio! —masculló con su boca desdentada—. ¡Seguís siendo unos díscolos! Y apuesto lo que queráis a que no habéis leído ni un solo libro desde que os fuisteis de casa.
—¡Bueno, maestro! —le gritó Leonato—. Supongo que no te pondrás ahora a interrogarnos, ¿no ves que tenemos cosas que hacer?
—No hubieras tenido que afrontar un viaje semejante —dijo Tolomeo— en invierno y con este tiempo. ¿Cómo es que has venido hasta aquí?
—Porque he oído hablar de las gestas de mi discípulo y me gustaría volver a verle antes de diñarla.
—¿Y nosotros qué? —preguntó Hefestión—. También nosotros hemos sino unos valientes.
—En cuando a lo de diñarla, maestro, siempre está uno a tiempo —comentó Pérdicas—. Habrías podido esperar al buen tiempo.
—¡Ah! —replicó Leónidas—. Sé lo que me hago, no tengo ninguna necesidad del parecer de unos críos como vosotros. ¿Dónde está Alejandro?
—El rey se encuentra en la montaña —explicó Hefestión— luchando contra las tribus del Líbano que siguen leales a Darío.
—Entonces llevadme a la montaña.
—Pero, digo... —comenzó Tolomeo.
—En la montaña hay nieve, maestro —dijo maliciosamente Leonato—. Vas a coger un resfriado.
Leónidas, sin embargo, se mostró intransigente:
—Esta nave vuelve a partir dentro de cinco días y habré hecho este largo viaje en vano. Quiero ver a Alejandro. Y esto es una orden.
Leonato sacudió su cabezón desgreñado y se encogió de hombros.
—Sigue siendo el de siempre —refunfuñó—. No ha cambiado ni pizca.
—¡A callar, so bestia! Aún me acuerdo, ¿sabes?, que me metías ranas en la sopa —graznó el viejo.
—Entonces, ¿quién le va llevar hasta allá arriba? —preguntó Leonato.
Se adelantó Lisímaco.
—Ya le llevaré yo, así de paso haré entrega también de los mensajes.
Partieron al día siguiente con una escolta de hetairoi y alcanzaron a Alejandro por la noche. El rey se quedó asombrado y emocionado por aquella visita que no se hubiera esperado jamás; tomó bajo su custodia al anciano y despidió a Lisímaco, que volvió al campamento junto al mar.
—Has sido muy imprudente, didáskale, de venir hasta aquí arriba. Por si fuera poco, es peligroso. Hemos de seguir subiendo para reunirnos con nuestras tropas auxiliares, los agrianos que defienden el paso de montaña.
—Yo no le temo a nada. Y esta noche charlaremos un poco, pues seguro que tienes muchas cosas que contarme.
Se pusieron en camino, pero el mulo de Leónidas no aguantaba el paso de los caballos de los demás soldados y así Alejandro les dejó ir por delante y se quedó atrás con su viejo maestro. En un determinado momento, tras caer la noche, se encontraron ante una encrucijada: en ambas direcciones el terreno tenía pisadas de cascos de caballos, de modo que Alejandro eligió por intuición uno de los senderos, pero pronto se encontró en unos parajes solitarios y desérticos que no había visto nunca.
La oscuridad entretanto se había vuelto más cerrada y con las tinieblas se había alzado también un viento gélido que soplaba del norte. Leónidas estaba aterido y trataba de envolverse lo mejor posible sobre los hombros la capa de burda lana. Alejandro le miró, lívido como estaba, con los ojos lacrimosos llenos de cansancio, y sintió una profunda compasión. El pobre viejo, que había cruzado el mar para verle, no superaría la noche con aquel viento gélido. Era evidente que habían tomado el sendero equivocado, pero era demasiado tarde para volver atrás y alcanzar a los demás y, por si fuera poco, ya no se veía casi nada. Tenía que encender necesariamente un fuego, pero ¿cómo? No tenía con qué hacerlo ni veía tampoco leña seca a su alrededor: toda la madera estaba húmeda y cubierta de nieve y el tiempo empeoraba.
De pronto vio resplanceder un fuego en la oscuridad, a no mucha distancia, y luego otro y otro. Dijo:
—Maestro, no te muevas de aquí, vuelvo enseguida. Dejo contigo también a Bucéfalo.
El caballo protestó con un bufido, pero se dejó convencer para quedarse con Leónidas, y el rey reptó en medio de la oscuridad hasta los fuegos. Eran guerreros enemigos que se preparaban para pasar allí la noche y habían encendido hogueras para calentarse y cocinar.
Alejandro se acercó a un cocinero que estaba ensartando carne en un asador; apenas éste se alejó para coger algo, se deslizó rápidamente hasta el fuego, se apoderó de un tizón, se lo escondió debajo del manto y volvió sobre sus pasos, pero un ruido de ramas rotas reveló su presencia. Uno de los guerreros gritó:
—¿Quién va?
Y se acercó con la espada desenvainada al lugar donde el intruso se había escondido detrás de un árbol con los ojos que le lagrimeaban a causa del humo y conteniendo el aliento para no toser o estornudar. Por suerte, otro soldado que se había alejado un poco para orinar volvió en aquel momento hacia el campamento.
—Ah, eres tú —dijo el hombre a pocos pasos ya de Alejandro—. Vamos, que está casi listo.
El rey se escabulló procurando no hacer el más mínimo ruido y llegó paso a paso al sendero, manteniendo en todo momento escondido el humeante tizón. Comenzaba a neviscar y soplaba un viento helado, cortante como una hoja: el viejo debía de estar en las últimas.
Le alcanzó poco después.
—Aquí estoy, didáskale. Te he traído un regalo —dijo mostrando el tizón.
A continuación buscó un lugar resguardado bajo una roca oculta y comenzó a soplar sobre el tizón hasta reanimar la llama. Luego le añadió ramiza y más madera hasta que tuvo más brasas que humo y suficiente calor.
Leónidas recobró los colores y algo de vitalidad. Alejandro se acercó hasta la alforja que colgaba de la silla de Bucéfalo, sacó de ella pan, lo desmenuzó para su desdentado maestro y luego se sentó a su lado, al amor del fuego.
Leónidas comenzó a masticar con dificultad su pan.
—Entonces, hijo, ¿es cierto que te apoderaste de las armas de Aquiles, y que el escudo es tal como lo describe Homero? ¿Y Halicarnaso? Dicen que el Mausoleo es tan alto como el Partenón y el templo de Hera en Argos superpuestos, ¿es posible? ¿Y el Halis? Tú lo has visto, hijo. A mí se me hace difícil creer que ese río sea tres veces del ancho de nuestro río Haliakmon, pero, digo yo, tú lo has visto y sabrás la verdad. ¿Y las amazonas? ¿Es cierto que la tumba de Pentesilea está cerca del Halis? Además me preguntaba si las Puertas de Cilicia son tan estrechas como cuentan y...
—Didáskale —le paró Alejandro—, quieres saber muchas cosas. Mejor será que responda a una pregunta tras otra. Por lo que se refiere a las armas de Aquiles, las cosas fueron más o menos del siguiente modo...
Habló con su maestro toda la noche y compartió con él su manto, tras haber arriesgado su vida para protegerle del hielo de la montaña. Se reunieron de nuevo sanos y salvos con los demás al día siguiente y Alejandro le pidió a Leónidas que se quedara: no quería exponerle a los riesgos de un viaje invernal. Partiría con la vuelta del buen tiempo.