Alejandro dio orden a la flota de avanzar hacia el sur y de transportar las máquinas de guerra desmontadas hasta Gaza, la última plaza fuerte antes del desierto que separaba Palestina de Egipto.
Diez naves fueron enviadas, en cambio, a Macedonia para alistar nuevos efectivos que reemplazaran a los caídos. Precisamente en aquel período el soberano recibió una segunda carta del rey Darío.
Darío, rey de los persas, luz de los arios y señor de los cuatro confines de la tierra, a Alejandro, rey de los macedonios, ¡salve!
Deseo que sepas que reconozco tu valor, así como también la fortuna que los dioses te han prodigado. Te propongo, una vez más, que te conviertas en mi aliado; es más, que estreches conmigo vínculos de parentesco.
Te ofrezco como esposa a mi hija Estatira y te concedo el dominio de los territorios que se extienden desde Éfeso y Mileto, ciudad de los yauna, hasta el río Halis, aparte de un presente de dos mil talentos de plata.
Te exhorto a no seguir probando fortuna, que podría volverte la espalda en cualquier momento, pues recuerda que, de querer proseguir con tu expedición, te volverías viejo antes de haber logrado recorrer toda la extensión de mi Imperio, aun cuando no tuvieras nunca que combatir. Mi territorio está, por otra parte, defendido por grandes ríos como el Tigris, el Éufrates, el Araxes y el Hidaspes, imposibles de cruzar.
Reflexiona, pues, y toma la decisión más prudente.
Alejandro hizo leer la misiva delante de su Consejo de guerra reunido al completo y por último preguntó:
—¿Qué os parece? ¿Qué debería responder?
Nadie osaba sugerir al rey lo que debía hacer y por tanto nadie dijo esta boca es mía, a excepción de Parmenión, que por su edad y prestigio pensaba tener credenciales suficientes como para poder expresar su punto de vista. Se limitó a decir:
—Yo aceptaría, si fuese Alejandro.
El rey bajó la cabeza como si quisiera reflexionar sobre aquella afirmación y luego replicó con frialdad:
—También yo, si fuese Parmenión.
El viejo general se le quedó mirando fijamente y con expresión de dolida sorpresa; veíase que se sentía herido en su dignidad. Se levantó y se fue en silencio. También los compañeros se miraron a la cara unos a otros cortados, pero el soberano prosiguó, en tono calmo:
—Aunque el punto de vista del general Parmenión es comprensible, me imagino que todos vosotros os dais perfecta cuenta de que Darío no me ofrece nada, aparte de su hija, que yo no haya ya conquistado. Es más, me pide implícitamente que renuncie a todas las provincias y ciudades al este del Halis que tantos sacrificios nos han costado. Trata únicamente de meternos miedo porque es él quien está aterrorizado. Nosotros seguiremos adelante. Tomaremos Gaza y luego Egipto, el país más antiguo y rico de todo el orbe.
Respondió, por tanto, al Gran Rey con un rechazo despectivo y puso en marcha a su ejército a lo largo de la costa, mientras la flota, al mando de Nearco y Hefestión, avanzada conjuntamente con ellos.
Gaza era una fortaleza perfectamente fortificada, pero sus murallas eran de adobe y se alzaba sobre una colina arcillosa a unos quince estadios del mar. El comandante de la plaza fuerte era un eunuco negro de nombre Batis, muy valiente y leal al rey Darío; se negó a rendirse.
Alejandro decidió entonces atacar y dio una vuelta de reconocimiento alrededor de las murallas para ver dónde era posible excavar minas y dónde podrían arrimarse las máquinas a los bastiones, problema de no fácil solución debido al terreno arenoso que rodeaba casi la colina entera.
Mientras reflexionaba, pasó un cuervo volando por encima, dejó caer sobre su cabeza un poco de hierba que llevaba entre las garras y fue a posarse sobre los murallas de la ciudad, donde quedó atrapado en el bitumen que las recubría y que se había reblandecido por efecto del calor del sol.
El rey se quedó impresionado por esta escena y preguntó a Aristandro, que le seguía ya como si fuera su sombra:
—¿Qué significa todo esto? ¿Qué presagio me mandan los dioses?
El vidente levantó la mirada hacia el disco de fuego del sol y acto seguido miró con las pupilas convertidas en dos puntos al cuervo que se debatía desesperadamente con las alas atrapadas en el bitumen. El pájaro dio algún tirón más y finalmente consiguió liberarse, arrancándose de las alas las plumas prisioneras.
—Tomarás Gaza, pero si lo haces hoy serás herido.
Alejandro decidió combatir a pesar de los pesares a fin de que el ejército no creyera que le temía a un presagio de dolor y, mientras sus zapadores comenzaban a excavar galerías bajo las murallas para hacerlas venirse abajo, él atacó frontalmente por la rampa que subía hacia la ciudad.
Batis, confiando en la posición favorable, salió con el ejército y contraatacó con violencia formando a sus guerreros persas y a diez mil mercenarios árabes y etíopes, hombres de piel negra que los soldados de Alejandro no habían visto jamás antes.
El rey, a pesar de que la vieja herida de Issos todavía le doliese, ocupó su sitio en primera línea en medio de sus infantes y buscó el enfrentamiento directo con Batis, un gigante negro y reluciente de sudor que hacía estragos a la cabeza de sus etíopes.
—¡Por los dioses! —gritó Pérdicas—. ¡Ese hombre tiene ciertamente unas buenas pelotas aunque sea un castrado!
Alejandro abatió a golpes de espada a los enemigos que se habían lanzado contra él, pero en aquel momento un guerrero en lo alto de una torre descubrió su estandarte rojo, los penachos de su yelmo y la esplendente coraza y le apuntó con su catapulta.
Lejos, en otra torre, en el palacio de Pela, Olimpia advirtió el peligro mortal y trató desesperadamente de llamar:
Aléxandre!
Pero su voz no podía atravesar el éter, bloqueada como estaba por un presagio adverso, y el dardo fue disparado. Hendió silbando el aire detenido y fue a dar en el blanco: traspasó el escudo y la coraza y se clavó en el hombro de Alejandro, que cayó al suelo. Una nube de adversarios se arrojaron hacia delante para acabar con él y despojarle de sus armas, pero Pérdicas, Crátero y Leonato formaron una barrera rechazándoles con el empuje de sus escudos y traspasando a muchos con las lanzas.
El rey, que se retorcía de dolor, gritó:
—¡Llamad a Filipo!
Inmediatamente acudió el médico.
—¡Rápido! ¡Sacadle de aquí! ¡Sacadle de aquí!
Y dos porteadores pusieron al rey en unas angarillas y se lo llevaron lejos de la refriega.
Sin embargo, muchos le habían visto mortalmente pálido, con el pesado dardo clavado en el hombro e inmediatamente corrió el rumor de que estaba muerto y la formación comenzó a vacilar bajo el empuje de los enemigos.
Alejandro se dio cuenta de lo que estaba sucediendo por los alaridos que llegaban hasta sus oídos, tomó la mano de Filipo, que corría a su lado, y dijo:
—He de volver inmediatamente a la línea de combate. Sácame la flecha y cauterízame la herida.
—¡Pero eso no será suficiente! —exclamó el médico—. Señor, si vuelves allí morirás.
—No. Ya he resultado herido. La primera parte del presagio se ha cumplido. Queda la segunda, que entraré en Gaza.
Estaban ya en la tienda real y Alejandro repitió:
—Extráeme inmediatamente la flecha. Te lo ordeno.
Filipo obedeció y, mientras el rey mordía el cuero de su cinto para no aullar de dolor, el médico sajó el hombro con un instrumento quirúrgico y extrajo la punta. Un gran chorro de sangre brotó de la herida, pero inmediatamente Filipo tomó una hoja candente de un brasero y la hundió en el corte. La tienda se llenó de un olor nauseabundo a carne quemada y el rey dejó escapar un largo aullido de dolor.
—Cose —aulló entre dientes.
El médico suturó, tapó y aplicó un estrecho vendaje, cruzado por delante y por detrás.
—Y ahora volverás a ponerme la armadura.
—Señor, te lo suplico —le imploró Filipo.
—¡Vuelve a ponerme la armadura!
Los hombres obedecieron y Alejandro regresó al campo de batalla, donde su ejército, desalentado, estaba perdiendo terreno ante el acoso de los enemigos, por más que Parmenión hubiera hecho salir a otros dos batallones de la falange de refuerzo.
—¡El rey está vivo! —gritó Leonato con voz estentórea—. ¡El rey está vivo! Alalalài!
—Alalalài! —respondieron los guerreros y volvieron a batirse con renovado vigor.
Alejandro atacaba de nuevo en primera fila a pesar del dolor desgarrador de su herida y arrastraba tras de sí al resto del ejército, estupefacto por aquella repentina aparición, como si los mandara no un ser humano sino un dios invencible e invulnerable.
Los adversarios fueron arrollados y repelidos hacia la puerta de la ciudad. Muchos cayeron muertos sin conseguir refugio en el interior del recinto amurallado.
Pero mientras las puertas se cerraban de nuevo con gran esfuerzo y los macedonios lanzaban gritos de victoria hasta el cielo, un guerrero que parecía muerto arrojó de repente el escudo que le cubría e hirió a Alejandro en el muslo izquierdo.
El rey le clavó en el suelo con la jabalina, pero se desplomó inmediatamente después, roto por el dolor de las heridas que le martirizaban.
Durante tres días y tres noches deliró, devorado por una fiebre altísima, mientras sus hombres seguían excavando sin descanso en las entrañas del gran túmulo sobre el cual se alzaba la ciudad de Gaza.
Barsine fue a hacerle una visita al cuarto día y le miró largamente, conmovida por el loco coraje que había llevado a aquel joven a afrontar tamaño dolor. Vio a Leptina que lloraba quedamente en un rincón, luego se acercó y la besó ligeramente en la frente antes de salir, silenciosa, igual que había entrado.
Al atardecer, Alejandro recobró la conciencia, pero el dolor le resultaba insoportable. Miró a Filipo, que estaba sentado a un lado con los ojos enrojecidos por muchas horas de vela y dijo:
—Dame algo que me calme el dolor... pues no lo resisto, me hace enloquecer.
El médico dudó; luego, viendo las facciones del rey contraídas y casi deformadas por las punzadas desgarradoras, se dio cuenta de lo grande que era su sufrimiento:
—El fármaco que voy a suministrarte —dijo— es una poderosa droga de la que, sin embargo, no conozco aún del todo sus efectos, pero no puedes resistir ya por más tiempo con este dolor sin perder la razón. Tenemos que arriesgarnos.
De lejos se oía en aquel momento el fragor de las murallas de Gaza que se hundían a causa de las minas y el grito de los guerreros que se enfrentaban en un combate furibundo. El rey comenzó a murmurar, como fuera de sí:
—Tengo que ir... Tengo que ir... Dame cualquier cosa que me calme el dolor.
Filipo desapareció y volvió poco después con una pequeña jarra de la que extrajo una sustancia oscura y de intenso olor. Tomó un poco y se la alargó al rey.
—Traga —le ordenó no sin cierta aprensión en la mirada.
Alejandro se tragó la sustancia que le había dado su médico y aguardó, esperando que el dolor le concediera una tregua. El fragor del combate que llegaba de las murallas le causaba una extraña y creciente excitación y, poco a poco, su mente se pobló de los fantasmas guerreros del poema homérico que cada noche leía desde su adolescencia. De pronto se levantó: el dolor persistía, pero había cambiado, era algo distinto e indefinible, una fuerza cruel que le hinchaba el pecho de una cólera sombría y despiadada. La cólera de Aquiles.
Se levantó del catre igual que en un sueño y salió de su tienda. En sus oídos resonaban las palabras del médico que le suplicaba: «No vayas, señor... estás mal. Espera, te lo ruego».
Pero eran palabras sin sentido. Él era Aquiles y tenía que correr a la batalla donde sus compañeros tenían una desesperada necesidad de su ayuda.
—Preparad mi carro —ordenó, y los ayudantes, estupefactos, obedecieron.
Tenía la mirada vidriosa y perdida, su voz era metálica y casi átona. Montó en el carro y el auriga fustigó a los caballos hacia las murallas de Gaza.
Todo cuanto siguió lo vio como en una pesadilla: únicamente era consciente de ser Aquiles que en aquel momento corría con el carro una, dos, tres veces alrededor de las murallas de Troya, arrastrando por el polvo el cadáver de Héctor.
Cuando recobró la conciencia de lo que le rodeaba, vio a su auriga que tiraba de las riendas deteniendo el carro delante de las filas del ejército formado. Detrás, atado con dos correas al cajón, descubrió un cadáver reducido a una papilla sanguinolenta. Alguien le explicó que era el cadáver de Batis, el heroico defensor de Gaza, que le habían traído prisionero.
Bajó la mirada lleno de horror y huyó lejos, hacia el mar, donde el dolor se despertó de nuevo más cruel que nunca desgarrándole los martirizados miembros. Volvió a entrar en su tienda ya de noche cerrada trastornado por la vergüenza, el remordimiento, y atormentado por dolorosísimas punzadas en el hombro, en el tórax y en las piernas.
Barsine le oyó gemir de un dolor tan profundo y desesperado que no pudo dejar de ir a verle. A su llegada, Filipo salió e hizo una señal también a Leptina de que se retirase.
Ella se sentó en el catre, le acarició la frente perlada de gotas de sudor y le mojó los labios con agua fresca. Cuando él la abrazó y estrechó contra sí presa del delirio, ella no osó rechazarle.