56

Alejandro fue conducido de nuevo, entrada la noche, sin sentido, abrasado por la fiebre, a la orilla del río donde Nearco había montado el campamento y fue depositado sobre su catre. Roxana acudió a su encuentro gritando con desespero, se arrodilló a su lado y le besó la mano entre sollozos. Leptina le miraba con el rabillo del ojo, pálida y aterrada, mientras preparaba unas vendas limpias y ponía agua a hervir, esperando que llegara Filipo.

Se presentó el médico casi inmediatamente y se inclinó sobre el herido. Cortó el burdo apósito con el que Pérdicas y Leonato habían tratado de vendarle la herida y comenzó a limpiarla con el agua que Leptina le alargaba con una jofaina.

Acercó el oído al pecho de Alejandro y le auscultó largamente, mientras los amigos, que habían entrado en silencio uno tras otro, esperaban ansiosos su diagnóstico.

—Por desgracia ésta no es una herida como las demás —afirmó el médico poniéndose en pie—. La punta de la jabalina le ha lesionado un pulmón. Oigo gorgotear la sangre a cada respiración.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Hefestión.

Filipo sacudió la cabeza sin conseguir hablar.

—¿Qué significa? —gritó de nuevo Hefestión.

Alejandro emitió en ese momento un estertor y la saliva le salió de la boca mezclada con sangre, produciendo una ancha mancha roja sobre el almohadón.

Tolomeo se acercó al amigo y le apoyó una mano en un hombro.

—Significa que Alejandro podría morir, Hefestión —le dijo con un nudo en la garganta—. Y ahora, vámonos, dejémosle descansar.

Seleuco, que había mandado el ataque contra las otras ciudades, entró en aquel momento junto con Crátero y Lisímaco y se dio cuenta de lo que había sucedido. Se acercó a Filipo y le preguntó en voz baja:

—¿Hay esperanzas?

El médico levantó los ojos y en aquella mirada Seleuco vio tal abatimiento, tal sensación de desesperada impotencia, que no preguntó nada más y salió.

La tienda se quedó vacía y silenciosa. Tan sólo se oía el quedo lamento de Roxana, que lloraba desconsoladamente, cubriendo de besos y de lágrimas la mano inerte de su esposo.

Leptina, que siempre había destestado en su corazón a todas las personas que habían tenido intimidad con Alejandro, se acercó lentamente y le apoyó una mano en el hombro.

—No llores, reina mía —le susurró—. Te lo ruego, no llores. Él te oye, ¿comprendes? Debes darle ánimos. Debes pensar... debes pensar que todos le quieren... todos le quieren y el amor es más fuerte que la muerte.

Filipo se quitó el mandil manchado de sangre y se alejó rogándole:

—No le pierdas de vista un instante. Yo voy a preparar lo necesario para el drenaje de la herida. Si sucediera algo, llámame al instante.

Leptina asintió y el médico tomó un velón encendido y salió. Mientras atravesaba el campamento, vio a Tolomeo y Leonato que depositaban el cuerpo de Peritas sobre una pila de leña y ponían a su lado la traílla adornada con tachones de plata como ofrenda ritual sobre la pira de un héroe. Se acercó.

—¡Qué día más horrible! —murmuró en voz baja Tolomeo—. Justo cuando parecía que el dolor y la fatiga quedaban atrás... —Acarició al perro echado sobre una manta de lana roja—. Le echaré de menos —dijo con lágrimas en los ojos—. Me hacía siempre compañía cuando yo estaba de inspección.

Llegó en ese momento Crátero con un piquete de pezetairoi, que formaron a ambos lados de la pira.

—Hemos pensado que se merecía los honores —explicó Leonato—. Era la primera guardia del rey.

Luego tomó una antorcha y prendió fuego a la pira. Esperó a que las llamas se alzasen crepitando en la oscuridad y gritó:

—¡Pezetairoi, presentad armas!

Los infantes levantaron las sarisas haciendo el saludo mientras el alma de Peritas volaba gimiendo en el viento, separándose por primera vez, desde el día de su nacimiento, de su amo.

Filipo veló al rey toda la noche al lado de Roxana y de Leptina. Sólo hacia el amanecer la reina, agotada por la larga vela, se adormeció, pero seguía gimiendo en la duermevela, atormentada por pensamientos angustiosos.

Entraron, al hacerse de día, Hefestión y Tolomeo y se veía que tampoco ellos habían pegado ojo.

—¿Cómo está? —preguntaron.

—Ha pasado la noche. No puedo decir nada más —repuso Filipo.

—Si muriera, quemaremos esas ciudades con todos sus habitantes. Será el sacrificio fúnebre en su honor —dijo sombrío Hefestión.

—Espera —replicó Filipo con la voz ronca por el cansancio—. Aún está vivo.

Pasaron otros dos días, pero el estado del rey, más que mejorar, parecía precipitarse hacia un funesto epílogo. El pecho se le había hinchado a pesar del drenaje que Filipo le había aplicado, la fiebre era siempre altísima, la respiración entrecortada y estertorosa, el color terroso, las ojeras negras y hundidas.

Sus compañeros permanecían fuera de la tienda para no molestar su agonía, y velaban por turno concediéndose tan sólo unos momentos de sueño cuando estaban exhaustos. El campamento, normalmente lleno de estruendo, estaba sumido en un silencio irreal, como si el tiempo se hubiera detenido.

Aquella noche, mientras la fiebre subía y el respirar del rey se hacía cada vez más fatigoso y penoso, Filipo se puso en pie de golpe y salió.

—¿Adónde va? —preguntó Leonato.

—No lo sé —respondió Hefestión—. No sé nada. No sé ya nada...

Filipo atravesó el campamento echando una rápida mirada a Aristandro, que seguía inmolando víctima tras víctima en su altar humeante, y llegó a un lugar en el que se alzaba un gigantesco banyan. Se detuvo delante de la figura esquelética de Kalanos, enfrascado en la meditación.

—Despiértate —le dijo con brusquedad.

Kalanos abrió los ojos, ligero.

—Nuestros dioses y nuestra ciencia son impotenes. Salva a Alejandro, si puedes. Si no, vete y no vuelvas más.

Kalanos se levantó ligero, como ingrávido.

—¿Dónde está? —preguntó.

—En su tienda. Ven —repuso Filipo y echó a andar.

Kalanos le siguió y entró detrás de él en el pabellón real, iluminado por los velones.

—Apagadlos todos —ordenó con voz firme—. Y dejadnos solos.

Hicieron tal como había dicho. Él se sentó sobre sus talones detrás del catre de Alejandro y fijó en la oscuridad los ojos en su cabeza, endureciéndose como un bloque de piedra.

Así le encontraron al día siguiente y al otro también, y al tercero. Al amanecer del cuarto día, Filipo entró para cambiar el drenaje y abrió un faldón de la cortina que cubría la entrada para que filtrara un poco de luz. Mientras se lavaba las manos en el aguamanil antes de cambiar el vendaje, oyó una voz débil detrás de él que le llamaba: «Filipo...».

—¡Mi rey! —Dijo, volviéndose de golpe.

La fiebre había disminuido, la respiración era regular, el latido del corazón débil pero continuo. Le auscultó: el sordo gorgoteo había cesado. Llamó a Leptina.

—Avisa a la reina. Dile que el rey se ha despertado. Y prepara enseguida una taza de caldo, pues hemos de alimentarle. Está muy débil.

Leptina se marchó y Filipo se asomó al punto fuera de la tienda, donde estaban esperando Lisímaco y Hefestión.

—Avisad a los demás —dijo—. El rey se ha despertado.

—¿Cómo está? —preguntó ansioso Hefestión.

—¿Cómo quieres que esté? —repuso malhumorado el médico—. Como uno que ha recibido un palmo de hoja entre las costillas.

Regresó para cuidarse de Alejandro y sólo en ese momento vio a Kalanos: yacía en el suelo, inerte y frío como un cadáver.

—¡Oh, gran Zeus! —prorrumpió—. ¡Gran Zeus!

Le hizo transportar a su propia tienda por sus ayudantes y les mandó que le hicieran entrar en calor como fuera y que se esforzaran por alimentarle, aunque fuese a la fuerza; luego regresó con Alejandro. Roxana estaba a su lado y le miraba incrédula y Leptina trataba de hacerle ingerir un poco de caldo del único modo posible: empapaba un paño en la escudilla y se lo hacía succionar.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Alejandro apenas le vio.

—De todo, mi rey —repuso Filipo—. Pero aún estás vivo y tengo esperanzas de que lo seguirás estando. No puedes hacerte una idea de lo feliz que me siento —añadió con voz trémula—. No puedes hacerte una idea... Pero ahora guarda silencio, no hagas esfuerzos, pues estás muy débil. Estás vivo de puro milagro, y gracias a Kalanos, creo yo.

Peritas... —consiguió aún murmurar Alejandro.

Peritas ya no está, mi rey. Leonato me ha dicho que murió para salvarte la vida. Y ahora no vuelvas inútil su sacrificio. Trata de tomar algo de alimento y luego reposa, por favor, reposa.

Alejandro bebió de nuevo un poco de manos de Leptina y luego se dejó caer cerrando los ojos. Pero incluso con los párpados cerrados, le caían las lágrimas por las mejillas, hasta mojar el almohadón.