El rey yació en su catre entre la vida y la muerte durante muchos días y los esfuerzos por devolverle definitivamente a la vida parecían a menudo inútiles. Aunque su cuerpo hubiera superado el momento de mayor peligro, su estado seguía siendo no obstante tan grave y los progresos en su mejoría tan leves que Filipo no conseguía comprender si podía verdaderamente considerársele salvado o bien si Tánatos, momentáneamente repelido por el heroísmo de Kalanos, no repetiría su ataque para recuperar a aquel que ya había creído en su poder. Únicamente el sabio indio no tenía ninguna duda. Seguía diciendo:
—He hecho un pacto; se curará.
Y si alguno le preguntaba qué clase de pacto había hecho, él no respondía nada.
Hizo falta un mes para que Alejandro consiguiera apoyar la espalda contra la cabecera de su catre y otros veinte días para que pudiera comer una sopa con la ayuda de Leptina, ante la mirada vigilante de Roxana. Hablaba poco y con esfuerzo, pero de vez en cuando se hacía leer versos de Homero por Eumenes, que entretanto había asumido, con la aprobación y la ayuda de los compañeros, la suplencia política del soberano. Otras veces Roxana le cantaba alguna canción de sus montañas, con voz queda, acompañándose con un instrumento de cuerdas de acordes simples y sugestivos.
Después de dos meses, Filipo consintió que se levantara de nuevo y diera algunos pasos dentro de la tienda, sujetado por Crátero y por Leonato, pero saltaba a la vista que hasta aquel mínimo esfuerzo le costaba una inmensa fatiga y después, empapado de sudor, el rey volvía a caer en el sueño.
Una vez Leonato entró junto con Crátero y Hefestión mientras Leptina le hacía ingerir con esfuerzo una decocción; se rascó la cabeza eternamente despeinada y, pareciéndole una buena idea, propuso:
—¿Y si le diéramos su «bocado de Néstor»?
Filipo le miró como compadeciéndole.
—No sabes lo que dices. Miel, harina, vino y queso. ¿Es que quieres matarle?
—Tendrás tus razones —replicó Leonato herido en su amor propio—, pero ¿sabes qué dice la gente ahí fuera? Pues dicen que el rey está muerto y que nosotros ocultamos la cosa para no que no cunda el pánico.
—¿Cómo pueden pensar semejante idiotez? —exclamó Filipo—. Todos saben que el rey está vivo.
—No es así —intervino Hefestión—. Lo sabemos nosotros y nadie más. He dado orden de que ni siquiera la guardia le vea en este estado. El efecto sobre la moral de los soldados sería el mismo que saberle muerto.
—Exactamente —asintió Eumenes—. El hecho es que la gente no le ve desde hace meses, mientras que nos ven a nosotros yendo y viniendo de continuo de su tienda o reuniéndonos, y alguno me ha visto usar el sello del rey en documentos enviados a las satrapías.
—También a mí me consta lo mismo —confirmó Crátero—. Y algunas unidades están discutiendo la eventualidad de reunirse para convocar la asamblea general del ejército macedonio. ¿Sabéis qué significa eso?
Eumenes asintió.
—Significa que pueden obligarnos a recibir una delegación suya en la tienda real y a mostrarles a Alejandro, en este estado.
Filipo se volvió.
—Mientras esté yo, aquí dentro nadie pondrá los pies sin mi permiso. Soy el médico real y tengo la responsabilidad de...
Crátero le apoyó una mano sobre un hombro.
—La asamblea reunida en sesión plenaria es soberana en ausencia del rey, y pueden hacerlo, y casi con toda seguridad lo harán.
Entraron Seleuco y Lisímaco para informarse de la salud de Alejandro y vieron que se había entablado una discusión.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Seleuco.
—El hecho es... —comenzó diciendo Crátero.
Nadie había hecho caso de Alejandro, que parecía profundamente amodorrado, pero su voz sacudió de golpe a los presentes:
—Escuchadme.
Los compañeros se volvieron hacia él con incómoda sorpresa. Eumenes, dándose cuenta de que debía de haberlo oído todo, trató de explicar:
—Alejandro, se trata de un asunto que podemos muy bien resolver nosotros con...
El rey levantó la cabeza y la mano derecha con un gesto inequívoco y todos callaron.
—Seleuco...
—A tus órdenes, rey —repuso instintivamente su amigo, emocionado de recibir al cabo de tanto tiempo una orden de Alejandro.
—Manda formar al ejército al completo. Después de la puesta del sol.
—Así se hará.
—Leonato...
—A tus órdenes, rey —repuso Leonato, más asombrado aún.
—Manda preparar mi caballo. El bayo...
—El bayo sármata, sí, sí. Así se hará.
—¡Un cuerno se hará! —espetó Filipo—. Pero ¿qué pasa aquí dentro, os habéis vuelto locos? El rey no está en condiciones ni siquiera de...
Alejandro levantó de nuevo la mano y Filipo no añadió nada más, pero siguió rezongando en voz baja.
—Hefestión...
—Te escucho, Aléxandre.
—Prepara mi armadura. Deberá estar resplandeciente.
—Lo estará, Aléxandre —replicó Hefestión con un nudo en la garganta—. Refulgente como la estrella argéada.
Todos pensaban ya que el rey no aceptaba seguir en cama marchitándose y había elegido morir montado en la silla, y también Filipo estaba convencido de ello. Se sentó en un rincón murmurando:
—Haced lo que queráis; si queréis matarle, hacedlo. Yo me desentiendo, yo...
Y no consiguió decir nada más, embargado por la emoción.
—Leonato —dijo de nuevo el rey—. Quiero el caballo aquí, en la tienda.
—Y aquí lo tendrás —repuso el amigo, dándose cuenta de que el rey no quería dejarse ver por sus soldados mientras le ayudaban a montar sobre la silla.
—Y ahora marchaos.
Obedecieron y Alejandro, tan pronto como hubieron salido, se abandonó sobre la almohada y se amodorró. Le volvieron a la realidad las voces de Hefestión y de Leonato. Cuando abrió los ojos, vio que la tienda se hallaba sumida en la incierta luz del ocaso.
—Estamos listos —anunció Hefestión.
Alejandro asintió, se levantó con esfuerzo para sentarse sobre su catre y pidió a los amigos que le condujeran hasta la tina del baño. Leptina le lavó y perfumó el cuerpo y los cabellos, le secó y comenzó a vestirle.
—Ponme un poco de color en las mejillas —le pidió. Y la muchacha obedeció. Mientras le reavivaba las mejillas con afeite y le disimula las ojeras, le acarició el rostro diciendo:
—Te daré como esposa a un grande de mi Imperio y te concederé una dote digna de una reina.
Hablaba con franqueza y con un tono seguro en la voz. Cuando Leptina hubo terminado, Alejandro preguntó a los amigos:
—¿Cómo estoy?
—Nada mal —repuso Leonato con media sonrisa—. Pareces un actor.
—Y ahora la armadura.
Hefestión le ató la coraza y las grebas, le colgó la espada a un costado y le ciñó los cabellos con la diadema.
—Traedme el caballo. ¿Están los soldados formados?
—Están formados —aseguró Hefestión.
Leonato salió e introdujo por la entrada trasera de la tienda, tirándolo de la brida, al bayo sármata completamente enjaezado, mientras Hefestión se arrodillaba y cruzaba las manos sobre el muslo para hacer de escalón para Alejandro. El rey apoyó el pie y los amigos le empujaron para montar sobre la silla.
Leonato se acercó con unas correas.
—Hemos pensado atarte a los arreos del caballo. No se verá nada, y estarás cubierto por el manto.
Alejandro no respondió y su silencio fue interpretado como un asentimiento. Le ataron a la cintura un cinturón del que colgaban cuatro correas, dos delante y dos detrás, que fueron aseguradas a los arreos del bayo, y luego le arroparon con el manto de púrpura de modo que le cubriera completamente aquella especie de eslingaje.
—Y ahora vamos —ordenó.
Hefestión se asomó fuera de la tienda, Leonato le hizo un gesto como queriéndole decir «¡Ahora!» y Hefestión agitó la mano en una señal. A aquel gesto, el silencio plúmbeo de la hora del crepúsculo se vio roto por un retumbo sordo, como de trueno lejano. ¡Un golpe, y luego otro y otro más! Alejandro aguzó el oído como si no creyera en lo que estaba oyendo e instintivamente enderezó la espalda y tocó el vientre del caballo con los talones. El bayo salió, dio la vuelta a la tienda y se dirigió, dócil a las riendas, hacia la larga línea del ejército formado.
El retumbo, lento y solemne, marcaba el ritmo paso a paso del poderoso caballo de batalla y Alejandro contuvo a duras penas las lágrimas sintiendo vibrar el aire con la voz honda y tonante del tambor de Queronea.
Los soldados, inmóviles en las filas, las manos apretadas a las empuñaduras de las sarisas, miraron estupefactos a su rey avanzar con porte altivo, con mirada dura y firme, y pasarles revista. A cada unidad que llegaba, el oficial a su mando avanzaba un paso de la línea, desenvainaba la espada y gritaba:
—¡Salve, rey!
Y Alejandro respondía con un leve gesto de cabeza.
Cuando llegó al fondo, el «trueno de Queronea» enmudeció. El oficial de más edad de la primera fila de los hetairoi empujó adelante su caballo y exclamó:
—¡A tus órdenes, rey!
—Manda romper las filas —dijo Alejandro y, mientras las trompas daban la orden, tiró de las riendas del bayo y se dirigió caracoleando hasta su tienda.
—Está loco —murmuraba entre dientes Filipo, que le observaba de lejos—. Cada una de esas sacudidas podría hacerle caer y...
—No caerá —rebatió Seleuco dándole una palmada en la espalda—. No caerá.
Tolomeo no conseguía quitarle los ojos de encima.
—Esto es lo que quería hacer. Ahora todos le han visto, saben que está vivo y que de nuevo está sobre la silla.
Alejandro entró con el caballo y los amigos le soltaron las ligaduras y le ayudaron a descender, y a continuación comenzaron a desatarle el manto, la coraza y las grebas y le desciñeron la espada del costado.
—Metedle enseguida en la cama —ordenó Filipo.
Alejandro sacudió la cabeza, se dirigió con paso aún inseguro hacia su asiento de campaña y apoyó las manos sobre la mesa.
—Tengo hambre —dijo—. ¿Alguien quiere comer algo conmigo?
Todos le miraron estupefactos y también Leonato se detuvo en la entrada sujetando el caballo de la brida.
—Leptina —llamó el rey—. ¡Quítame esto de delante y tráeme el «bocado de Néstor»!
—¿El «bocado de Néstor»? —replicó Filipo—. ¿Es que quieres morir? No lo digerirás bien, te sentirás mal y vomitarás y se te abrirán las heridas y...
—El «bocado de Néstor» —repitió Alejandro.
Todos le miraron con la boca abierta: parecía renacido, transfigurado.
—Ha sido el sonido de ese tambor y el ver a sus soldados —susurró Crátero al médico—. Deja que coma. No pasará nada, ya verás.
Leptina le trajo el «bocado» y Alejandro comenzó a comer. El único signo de cansancio era el ligero sudor que le perlaba la frente. Filipo le miraba estupefacto y movía también él las mandíbulas instintivamente, como si quisiera ayudarle a masticar. También los demás, de pie alrededor de la mesa, asistieron incrédulos al acontecimiento.
Por último, Alejandro se limpió la boca y levantó los ojos hacia sus asombrados espectadores.
—Pero ¿qué pasa? —dijo—. ¿Es que no me habéis visto comer nunca?