El viaje hacia el oasis lejano y solitario de Siwa se inició pocos días después, cuando las heridas de Alejandro parecieron definitivamente cicatrizadas. El ejército marchó hacia el norte, mientras que una parte seguía con la flota. El lugar de encuentro era en una laguna no lejos del brazo más occidental del delta del Nilo.
Pero cuando Alejandro se encontró en el lugar, se quedó fascinado por la amplitud de la bahía, por la isla llena de palmeras que la resguardaban de los vientos del norte y por la amplia franja casi llana que rodeaba la playa.
Decidió acampar allí y dio una fiesta para celebrar con sus compañeros y el ejército el éxito de la empresa y la pacífica acogida que habían recibido en Egipto. Antes de que la cena degenerase en orgía, como siempre sucedía en aquellos casos, Alejandro quiso que sus amigos escucharan algunas ejecuciones musicales de artistas griegos y egipcios y asistieron a una exhibición de buen hacer de Tésalo, su actor favorito, que interpretó magistralmente el monólogo de Edipo en Edipo en Colona.
No se había apagado aún el aplauso de los presentes cuando le fue anunciada una visita al rey.
—¿Quién es? —preguntó Alejandro.
—Un tipo extraño —repuso Eumenes perplejo—, pero afirma conocerte muy bien.
—¿Ah sí? —dijo el rey, que estaba de buen humor—. Entonces hazle pasar, pero ¿qué tiene de tan extraño?
—Tú mismo lo verás —replicó Eumenes y se alejó para introducir al visitante.
A su aparición, la sala fue recorrida por cuchicheos y también por algunas risotadas, y todas las miradas se centraron en el recién llegado. Era un hombre de unos cuarenta años, revestido únicamente con una piel de león igual que Hércules y con una clava en la mano derecha.
Alejandro contuvo a duras penas la risa por aquel singular homenaje a la figura de su antepasado y, esforzándose por mantener la seriedad, preguntó:
—¿Quién eres, huésped forastero que tanto te asemejas al héroe Hércules, mi antepasado?
—Soy Dinócrates —repuso el hombre—. Un arquitecto griego.
—Una extraña vestimenta para un arquitecto —comentó Eumenes.
—Lo que cuenta —sentenció el hombre— no es el modo de vestir, sino los proyectos que está uno en condiciones de proponer y eventualmente de realizar.
—¿Y tú qué proyecto tendrías que proponerme? —preguntó el soberano.
Dinócrates dio una palmada y entraron dos jovencitos que desenrollaron una gran hoja de papiro a los pies de Alejandro.
—¡Por Zeus! —exclamó el rey—. Pero ¿qué es?
Dinócrates parecía visiblemente satisfecho por haber conseguido llamar la atención de Alejandro y se puso a explicar:
—Se trata de un proyecto ambicioso, sin duda, pero digno de tu grandeza y de tu gloria. Lo que trato de hacer es esculpir el monte Athos en la figura de un coloso con tus rasgos, o sea, éste que ves representado aquí en el dibujo. Y el gigante sostendrá en su mano abierta una ciudad que fundarás tú personalmente. ¿No es extraordinario?
—Ah, extraordinario, lo que se dice extraordinario, lo es sin duda —comentó Eumenes—. Pero me pregunto si es realizable.
Alejandro observó el delirante proyecto que le reproducía con la altura de una montaña y con una ciudad entera en una mano y dijo:
—Mucho me temo que sea un tanto excesivo para mis posibilidades... Y además, si mi intención fuera mandar hacer una estatua tan enorme, me dirigiría a un excelente muchacho al que conocí cuando estudiaba yo en Mieza con Aristóteles. Un discípulo de Lisipo llamado Cares y que sueña con construir algún día un gigante de bronce de ochenta codos de alto. ¿Le conoces?
—No.
—De todos modos, si te parece, tendría yo un proyecto que proponerte.
—Entonces, ¿no te gusta éste, señor? —preguntó desilusionado el arquitecto.
—No es que no me guste. Simplemente me parece un tanto excesivo... Mi proyecto, en cambio, es posible realizarlo a partir de mañana mismo, si estás dispuesto a ello.
—Sin duda que lo estoy, señor. No tienes más que decirme de qué se trata.
—Entonces sígueme —le invitó el rey.
Y salió al aire libre encaminándose hacia la orilla del mar. Hacía una bonita noche de verano y la hoz de la luna se reflejaba en el agua tranquila de la bahía.
Alejandro se quitó el manto y lo extendió por tierra.
—Bueno, quiero que me proyectes una ciudad en forma de manto macedonio, así, alrededor de la bahía que tenemos delante.
—¿Aquí mismo? —preguntó Dinócrates.
—Aquí mismo —repuso el rey—. Quiero que comiences mañana mismo, a las primeras luces del alba. He de partir para un viaje y cuando esté de vuelta quiero ver levantarse ya las casas, pavimentar las calles, construir los muelles del puerto.
—Haré lo posible, señor. Pero ¿quién me dará el dinero?
—Te lo dará Eumenes, mi secretario. —Se dio la vuelta para volver a entrar en su tienda dejando al extraño arquitecto en medio de la llanura desierta, con su clava y su piel de león—. ¡Y que sea un buen trabajo! —le rogó.
—¡Una última cosa, señor! —gritó Dinócrates antes de que el rey regresase a su banquete y con sus amigos—. ¿Cómo deberá llamarse la ciudad?
—Alejandría. Deberá llamarse Alejandría y ser la ciudad más bella del mundo.
Los trabajos se iniciaron muy pronto y Dinócrates, una vez abandonada la piel de león y ataviado con una vestimenta decente, demostró estar plenamente a la altura de la tarea, por más que los demás arquitectos que seguían desde hacía tiempo la expedición se mostraron más bien celosos del hecho de que el rey confiara un encargo de aquel tipo a un desconocido. Pero Alejandro actuaba a menudo por intuición y raramente se equivocaba.
Hubo sólo un episodio que arrojó cierta sombra sobre la empresa. Dinócrates, tras levantar la planta de la ciudad, había situado los instrumentos para exponer el plan de construcción sobre el terreno y comenzado a señalar con yeso el perímetro, las calles principales, las secundarias, las áreas destinadas a la plaza principal, al mercado y a los santuarios. En un determinado momento, sin embargo, el yeso se acabó y, no pudiendo completar su trabajo, había pedido a la intendencia del ejército unos sacos de harina con los que había podido completar su obra. Tras lo cual había mandado llamar al rey a fin de que pudiera hacerse una idea por lo menos de cómo sería Alejandría, pero, mientras el soberano se acercaba en compañía de su adivino Aristandro, una bandada de pájaros había descendido a tierra y comenzado a picotear la harina haciendo casi desaparecer una buena parte del trazado.
El vidente notó enseguida una cierta turbación en la mirada de Alejandro, como si viera en aquel episodio un mal augurio, pero le tranquilizó:
—No te preocupes, rey, que hasta esto es un excelente augurio. Significa que la ciudad será tan rica y próspera que vendrán gentes de todas partes para encontrar en ella trabajo y sustento.
También Dinócrates se sintió aliviado por aquella interpretación y reanudó el trabajo con renovado ahínco, tanto más cuanto que en el ínterin había llegado el yeso.
Aquella noche el rey tuvo un hermosísimo sueño. Soñó que la ciudad había crecido, que por todas partes se alzaban casas y palacios con jardines maravillosos. Soñó que la bahía, protegida por la larga isla, hervía de navíos en el fondeadero que descargaban mercancías de todo género procedentes de todos los países del mundo conocido. Y vio un muelle extenderse hasta la isla y una torre alzarse sobre ella, gigantesca, que difundía luz en la noche para las naves que se acercaban. Pero le parecía oír su misma voz que preguntaba: «¿Veré alguna vez todo esto? ¿Cuándo volveré a mi ciudad?»
Le contó el sueño a Aristandro al día siguiente y le repitió la misma pregunta:
—¿Cuándo volveré a mi ciudad?
Aristandro le volvía la espalda en aquel momento porque su corazón se debatía contra un triste presagio, pero se dio la vuelta con expresión serena:
—Volverás, señor, te lo juro. No sabría decirte cuándo, pero volverás...