Reanudaron la marcha hacia occidente teniendo el mar a la derecha y el desierto infinito a la izquierda hasta que llegaron, al cabo de cinco etapas, a Paretonio, un puesto avanzado que hacía las veces de lugar de encuentro para los habitantes, en parte egipcios y en parte griegos procedentes de Cirene, y las tribus nómadas del interior: los nasamones y garamantes.
Éstos se habían repartido la costa en sectores, y cuando una nave naufragaba, era saqueada por las tribus en cuyo sector habían embarrancado los restos del naufragio. Los náufragos eran vendidos como esclavos en el mercado de Paretonio. Decíase que los nasamones habían atravesado dos siglos antes el gran mar de arena cuya extensión nadie conocía y que habían llegado, del otro lado, a un lago enorme, poblado de cocodrilos y de hipopótamos con árboles de toda especie que daban fruto en todas las estaciones. Igualmente se decía que en aquellos lugares tenía su caverna Proteo, el dios multiforme que vivía en compañía de las focas y que sabía predecir el futuro.
Alejandro dejó una parte del ejército en Paretonio, bajo el mando de Parmenión, a quien confió asimismo la custodia de Barsine. Fue a saludarla la noche antes de partir llevándole un regalo: un collar de oro y esmaltes que había pertenecido a una reina del Nilo.
—No existe joya digna de adornar tu belleza —dijo ciñéndole el cuello con el maravilloso collar—. No hay esplendor que pueda desafiar la luz de tus ojos, no hay esmalte que iguale la magnificencia de tu sonrisa. Yo daría cualquier riqueza para poder sentarme enfrente de ti y verte sonreír. Me sería más placentero que besar tus labios, que acariciar tu vientre y tu seno.
—La sonrisa es un don que Ahura Mazda me ha arrebatado desde hace tiempo, Alejandro —replicó Barsine—, pero ahora que te vas, afrontando un largo viaje lleno de peligros, siento que estaré ansiosa durante todo el tiempo que te halles ausente y siento que sonreiré cuando te vea reaparecer. —Le rozó los labios con un beso y añadió—: Vuelve a mí, Aléxandre.
La marcha prosiguió con un contingente reducido, y Alejandro, seguido por sus compañeros, se adentró en el desierto en dirección al santuario de Zeus Amón después de haber cargado agua y víveres en cantidad suficiente en un centenar de camellos.
Todos habían desaconsejado al rey emprender un viaje semejante en pleno verano porque la canícula resultaría insoportable, pero él estaba ya convencido de poder afrontar y superar cualquier obstáculo, de poder curar de cualquier herida, de poder desafiar cualquier peligro y quería que sus hombres fueran conscientes de ello. Tras las primeras etapas, sin embargo, el ardor del sol se volvió insoportable y el consumo de agua por parte de los hombres y de los animales se hizo cada vez mayor, hasta el punto de despertar una seria preocupación sobre las probabilidades de superar sin riesgo el camino que quedaba aún por recorrer.
Por si fuera poco al tercer día se desencadenó una tempestad de arena que sometió a durísima prueba la resistencia de hombres y animales y borró por completo el camino. Cuando al cabo de horas y horas de insoportable tormento la calina se disipó, no se vio nada más alrededor que la extensión infinita y ondulante de aquel desierto ilimitado: no se distinguía ya el camino ni ninguno de los cipos de señalización. Y los hombres se hundían en las arenas cada vez más ardientes hasta el punto de que se lesionaban pies y piernas no lo bastante protegidos por el calzado. Tuvieron que fajarse, con la tela de sus quitones y mantos, hasta las rodillas para proseguir en aquella marcha extenuante.
Al cuarto día muchos empezaron a desesperar y únicamente el ejemplo del rey, que marchaba a la cabeza, a pie, como el más humilde de sus soldados, que bebía siempre el último y se contentaba por la noche con unos pocos dátiles preocupándose en cambio de que todos tuvieran el mínimo indispensable, infundía a todos la energía y la determinación suficientes para seguir adelante.
Al quinto día el agua se había ya acabado y el horizonte estaba vacío como siempre: ni un signo de vida ni una brizna de hierba, ni la sombra de un ser vivo.
—Y sin embargo lo hay —afirmó el guía, un griego de Cirene negro como un tizón, hijo sin duda de una madre libia o etíope—. Si sucumbiéramos, el horizonte se animaría de golpe como por ensalmo, los hombres aparecerían de repente como hormigas por todas partes y en poco tiempo nuestros sufridos cuerpos serían abandonados, desprovistos de todo, para secarse al sol del desierto.
—Una perspectiva seductora —comentó Seleuco, que se arrastraba a cierta distancia cubierto con el sombrero macedonio de alas anchas.
En aquel momento Hefestión advirtió algo y llamó la atención de sus compañeros:
—¡Mirad eso!
—Se dirían pájaros —confirmó Pérdicas.
—Cuervos —explicó el guía.
—¡Ay! —exclamó lacónico Seleuco en tono lastimero.
—En cambio es una buena señal —replicó el guía.
—De que nuestros sufridos cuerpos no serán desaprovechados —comentó de nuevo Seleuco.
—No, todo lo contrario. Significa que estamos cerca de un lugar habitado.
—Cerca para uno que tenga alas, pero para nosotros, a pie, sin agua y sin comida...
Aristandro, que caminaba a escasa distancia, se detuvo de improviso.
—Para —ordenó.
—¿Qué sucede? —preguntó Pérdicas.
También Alejandro se detuvo y se volvió hacia el vidente, que se había sentado en el suelo y se había echado el manto sobre la cabeza. Una ráfaga de aire se insinuó entre las dunas relucientes cual bronce ardiente.
—Está cambiando el tiempo —dijo Alejandro.
—¡Por Zeus, otra tempestad de arena no! —suplicó desconsolado Seleuco.
Pero la ráfaga de viento se hizo más fuerte despejando la atmósfera sofocante y trayendo un vago olor a mar.
—Nubes —dijo de nuevo Aristandro—. Se acercan nubes.
Seleuco intercambió una mirada con Pérdicas como queriendo decir: «Fantasías». Pero el vidente sentía verdaderamente acercarse nubes y al cabo de una hora un frente nuboso y oscuro hizo acto de presencia por el norte entenebreciendo el horizonte.
—No te hagas ilusiones —rogó el guía—. Aquí no llueve jamás, que yo sepa. Pongámonos de nuevo en camino.
La columna reanudó el avance en medio del resplandor cegador, en dirección sur, pero los hombres se volvían de continuo para mirar el frente nuboso que avanzaba, cada vez más negro, recorrido por el palpitar convulso de los relámpagos.
—Quizá no llueva nunca —observó Seleuco—. Pero tronar, sí que truena.
—Tienes buen oído —replicó Pérdicas—. Yo no oigo nada.
—Es cierto —asintió el guía—. Truena. En cualquier caso no lloverá, pero por lo menos las nubes nos protegerán del sol y así podremos marchar a la sombra y con una temperatura soportable.
Una hora después las primeras gotas de lluvia se zambullían en la arena y el aire se llenó del olor intenso y agradable del polvo mojado. Los hombres, ya agotados, con la piel quemada y los labios agrietados, parecían enloquecidos, gritaban, arrojaban al aire los sombreros, abrían las bocas resecas para capturar aunque no fuera más que unas pocas gotitas, para no dejar que se disolvieran en la arena ardiente.
El guía sacudió la cabeza.
—Es mejor decirles que ahorren el aliento. La lluvia se evapora por efecto del calor antes incluso de llegar al suelo y retorna hacia el cielo en forma de ligera calina. Eso es todo.
Pero no había terminado de hablar cuando las escasas gotas se transformaron en una llovizna y luego en un crujir continuado entre relámpagos y truenos estruendosos.
Los hombres clavaron las lanzas en el suelo y ataron los mantos a sus astas para recoger la mayor cantidad de agua posible, pusieron yelmos y escudos en el suelo con las cavidades vueltas hacia arriba y muy pronto pudieron beber. Cuando el aguacero cesó, las nubes comenzaron a recorrer el cielo, menos densas y compactas pero suficientes como para tapar el sol y proteger a los soldados en marcha.
Alejandro no había dicho nada hasta aquel momento y seguía avanzando absorto, como si siguiera una voz misteriosa. Todos volvieron la mirada hacia él, convencidos ya de ser conducidos por un ser sobrehumano que podía sobrevivir a heridas que hubieran acabado con cualquier otro, que podía hacer llover en el desierto y acaso también hacer crecer en él flores con sólo quererlo.
El oasis de Siwa apareció en el horizonte dos días después al amanecer: una franja de un verde increíblemente lujuriante que atravesaba el reflejo cegador de las arenas. Los hombres gritaron de entusiasmo ante aquella vista, muchos llorando de emoción al ver asimismo triunfar la vida en medio de la extensión infinita y árida, otros elevando expresiones de agradecimiento a los dioses por haberles salvado de una muerte atroz, pero Alejandro proseguía su marcha silenciosa como si no hubiera dudado nunca de poder alcanzar la meta.
El oasis era inmenso, y estaba cubierto de palmeras cargadas de dátiles y alimentada por la fuente maravillosa que brotaba en el centro. Cristalina, reflejaba el verde oscuro de las palmeras y los monumentos milenarios de su antiquísima y misteriosa comunidad. Los hombres se arrojaron a ella a la carrera, pero el médico Filipo comenzó a gritar:
—¡Deteneos! ¡Deteneos! El agua está muy fría. Bebed despacio, despacio y a pequeños sorbos.
Alejandro fue el primero en obedecer dando ejemplo.
Lo que pareció increíble a todos fue el ver que les esperaban. Estaban los sacerdotes alineados en las escalinatas del santuario, precedidos por sus acólitos, que agitaban turíbulos humeantes de incienso, pero ya aquel viaje les había hecho a la idea de que en aquella tierra todo era posible.
El guía, que hacía las veces de intérprete, le tradujo las palabras del sacerdote que le acogió con una copa de agua fresca y una cesta de dátiles maduros.
—¿Qué pides, huésped que viene del desierto? Si pides agua y comida las encontrarás porque la ley de la hospitalidad es sagrada en este lugar.
—Pido conocer la verdad —contestó Alejandro.
—¿Y a quién pides palabras de verdad? —le interrogó de nuevo el sacerdote.
—Al más grande de los dioses, al sumo Zeus Amón que habita este templo solemne.
—Entonces vuelve esta noche y sabrás lo que deseas saber.
Alejandro se inclinó y se reunió con sus compañeros, que estaban acampando cerca de la fuente. Vio a Calístenes que sumergía sus manos en el agua y se mojaba la frente.
—¿Es cierto lo que se cuenta? ¿Que hacia la noche se calienta y que luego a medianoche se pone tibia incluso?
—Yo me he hecho otra idea. En mi opinión, la fuente tiene siempre la misma temperatura. Es la temperatura externa la que varía de modo increíble, por lo que por la mañana, cuando afuera la temperatura es altísima, el agua parece helada, mientras que hacia la noche, cuando comienza a refrescar, el agua parece más caliente y a medianoche se diría incluso tibia. Todo es relativo, cómo diría mi tío Aristóteles.
—Por supuesto —asintió Alejandro—. ¿Has tenido noticias de sus investigaciones?
—No, desde las últimas cosas que te conté. Pero sin duda tendré otras cuando vuelvan las naves con los nuevos reclutas. Por ahora parece que ha encontrado pistas de una responsabilidad persa, pero ya sé qué diría de estar aquí.
—También yo. Diría que los persas estaban interesados sin duda en hacer asesinar a mi padre, pero que habrían hecho correr de todos modos la noticia de haber sido ellos, aunque ello no fuera cierto, para que los futuros reyes de Macedonia se guardaran mucho de emprender acciones hostiles contra ellos.
—Es muy probable —hubo de admitir Calístenes, y sumergió de nuevo sus manos en el agua de la fuente.
En aquel momento llegó el médico Filipo.
—Mira lo que han encontrado los hombres —dijo agitando una gruesa serpiente de cabeza rugosa y forma triangular—. Una picadura suya puede matar en breves instantes.
Alejandro la miró.
—Manda avisar a los soldados de que estén atentos y luego hazla embalsamar y que se la manden a Aristóteles para su colección. Y haz lo mismo si ves hierbas interesantes o con propiedades desconocidas. Te daré una carta para acompañar cada cosa.
Filipo asintió y se alejó con su serpiente, mientras Alejandro esperó, sentado cerca de la fuente, a que cayera la noche. De golpe vio la imagen de Aristandro reflejarse en el agua detrás de él.
—¿Sigues teniendo esa pesadilla? —preguntó el rey—. ¿Sigues soñando con ese hombre desnudo que arde vivo?
—¿Y tú? —preguntó Aristandro—. ¿Qué pesadillas son las que agitan tu mente?
—Muchas... tal vez demasiadas —repuso el rey—. La muerte de mi padre, la muerte cruel de Batis, al que arrastré vivo aún detrás de mi carro alrededor de las murallas de Gaza, el fantasma de Memnón que se interpone entre Barsine y yo cada vez que la estrecho entre mis brazos, el nudo gordiano que corté con la espada más que desatarlo y...
Se detuvo como reacio a proseguir.
—¿Y alguna cosa más? —inquirió Aristandro mirándole fijamente a los ojos.
—Una cantinela —repuso Alejandro bajando la mirada.
—¿Una cantinela? ¿Cuál?
El rey canturreó en voz baja:
¡El viejo soldado que va a la guerra
cae por tierra, cae por tierra!
Luego le volvió la espalda.
—¿Significa algo para ti?
—No, no es nada más que una cantinela que cantaba de niño. Me la había enseñado la nodriza de mi madre, la vieja Artemisia.
—Entonces no pienses en ello. En cuanto a tus pesadillas, no hay más que una salida —afirmó Aristandro.
—¿Y cuál es?
—Convertirse en un dios —replicó el vidente.
Y apenas hubo hablado, su imagen desapareció disuelta por la caída de un insecto que rizó el agua con sus desesperados intentos de escapar a la muerte.
Al caer la noche, Alejandro traspuso el umbral del gran templo iluminado en el interior por una doble fila de velones que colgaban del techo y por una gran lámpara apoyada en el pavimento, que difundía un palpitar luminiscente sobre los miembros colosales del dios Amón.
Alejandro volvió la mirada hacia el rostro de fiera del gigante, sus enormes cuernos retorcidos de carnero, el pecho amplio, los fuertes brazos que colgaban a los lados del cuerpo con los puños cerrados. Pensó de nuevo en las palabras que un día le dijera su madre antes de partir: «El oráculo de Dodona ha marcado tu nacimiento, otro oráculo, en medio del ardiente desierto, marcará para ti otro nacimiento para una vida no perecedera».
—¿Qué deseas preguntarle al dios? —resonó de repente una voz en aquel bosque petrificado de columnas que sostenían el techo. Alejandro miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Clavó su mirada en la enorme cabeza de carnero con los grandes ojos amarillos atravesados por una negra hendidura: ¿era, pues, aquel ser un dios?
—¿Hay todavía alguien... —comenzó diciendo.
Y el eco le respondió:
—... alguien...
—¿Hay todavía alguien entre aquellos que dieron muerte a mi padre al que yo no haya castigado?
Sus palabras se apagaron repercutidas y deformadas por mil superficies curvas y se produjo un momento de silencio. Luego la voz vibrante y profunda resonó nuevamente desde dentro del pecho del coloso:
—Cuidado con hablar de ese modo, pues tu padre no es un mortal. ¡Tu padre es Zeus Amón!
El rey salió del templo cuando era ya noche cerrada, tras haber oído las respuestas a sus interrogantes, pero no quiso volver a su tienda en medio de los soldados. Atravesó los jardines de palmeras hasta encontrarse totalmente solo en las márgenes del desierto, bajo el infinito cielo estrellado. Oyó que se acercaban unos pasos y se volvió para ver quién era. Se encontró enfrente a Eumenes.
—No me apetece hablar en estos momentos. —Eumenes no se movió—. Pero si hay algo importante que tengas que decirme, te escucharé.
—Por desgracia es una mala noticia, que me guardo desde hace algún tiempo, en espera del momento propicio...
—¿Y tú crees que éste es el momento propicio?
—Tal vez. En cualquier caso, no puedo guardármela por más tiempo. El rey Alejandro de Epiro murió combatiendo como un valiente, superado por una multitud de bárbaros.
Alejandro asintió seriamente, y mientras Eumenes se alejaba se volvió de nuevo para mirar la infinidad del cielo y del desierto, llorando en silencio.