La franja de selva que flanqueaba las orillas del Indo se transformó pronto en una pradera semicenagosa en las que pacían grandes búfalos de curvos cuernos, antílopes y, en lontananza, aparecieron también pequeños grupos de leones, muy similares a los que se cazaban en Macedonia. Los árboles era altos y estaban llenos de aves de todas las especies, entre ellas muchos papagayos de vivos colores. Luego, la húmeda pradera se transformó en una estepa salpicada de ralos matojos con pequeñas manadas de bueyes y de rebaños de ovejas, guiados por pastores de aspecto primitivo y casi selvático.
—Oritas —explicó el guía indio—. Éstos son de la tribu costera, pero más adelante encontraremos a los que viven en la estepa y en el desierto, feroces y salvajes. Pueden ser muy peligrosos. Anidan en las arenas como escorpiones y saltan al ataque de improviso.
—Haced correr la voz —ordenó Alejandro, y continuó avanzando, dirigiendo su mirada hacia el sur. En efecto, se habían alejado de la costa para seguir la pista practicable y el Océano no era ya visible.
Al cuarto día de marcha, el ejército llegó a los confines del desierto y los hombres miraron espantados la extensión de arena incandescente que se extendía delante de ellos, un infierno sin una brizna de hierba y sin un abrigo, abrasado en todas las estaciones por los rayos implacables del sol.
Los guías indios volvieron atrás y Alejandro tuvo que valerse sólo de la experiencia de algunos oficiales persas que habían participado en expediciones en Drangiana y Aracosia en tiempos del rey Darío.
La marcha en aquellas condiciones espantosas se reveló pronto como una empresa de gran dureza, casi desesperada. Los oficiales requisaron inmediatamente el agua y la mantuvieron bajo constante custodia de modo que el consumo pudiera ser regulado, pero la medida fue de eficacia limitada: las reservas se agotaron, de todos modos, en breve tiempo y fue necesario buscar los escasos pozos esparcidos a lo largo de la pista polvorienta y expuesta al sol. Los víveres bastaron para un período más largo porque el plan de constituir puntos de aprovisionamiento para la flota de Nearco se reveló de hecho imposible: las naves no pudieron ser avistadas; el viento de levante, muy fuerte y persistente, las había probablemente empujado mucho más adelante.
Los guías escitas vieron en un determinado momento huellas en las cercanías de la pista y dieron aviso a sus oficiales y al rey. Existía el peligro de ser asaltados: en una tierra tan miserable, era el ejército invasor el que se convertía en una presa harto codiciada por las vituallas que transportaba y por el gran número de bestias de carga y de caballos.
—Redoblad los centinelas —ordenó Alejandro— y mantened encendidos fuegos si podéis.
Pero la leña era bastante difícil de encontrar: sólo algún que otro tronco esquelético abandonado por la resaca en la orilla del mar.
Atacaron de improviso, una noche sin luna, y se arrojaron sobre el contingente de Leonato, que avanzaba a una distancia de algunos estadios, con misión de retaguardia. Golpearon en la oscuridad y por sorpresa, con precisión mortífera; aparecieron como fantasmas de entre las breñas saltando como verdaderos demonios sobre los guerreros ya extenuados por la sed y por la larga marcha, y causaron estragos. Leonato se batió con desesperado valor y, después de que su trompetero fuera degollado por un enemigo surgido de repente de la arena, recogió él mismo la trompa y lanzó largos toques para pedir ayuda a Alejandro.
El rey se precipitó al galope con dos escuadrones y consiguió romper el cerco liberando al amigo, extenuado y herido, ahora ya acosado por una nube de adversarios. Al nacer el día, más de quinientos soldados yacían por tierra sin vida, los más de ellos aferrados a sus agresores en el último espasmo de la agonía.
Les dieron sepultura en la arena junto con sus armas, porque no había leña para las piras funerarias, y se fueron con el corazón oprimido por la tristeza, sabedores de que aquellas sepulturas hechas deprisa y corriendo serían violadas por los famélicos salvajes.
Un día, una escuadra de exploradores volvió de un reconocimiento diciendo que había descubierto un grupo de aldeas próximo a la costa, cerca de la desembocadura de un mísero riachuelo que llevaba un hilo de agua hasta el mar. Decidieron atacar y eligieron actuar aquella misma noche. Una noche de luna llena que iluminaba como la luz del día la blancura yesosa del desierto.
Leonato se ató el hacha a la trabilla, embrazó un escudo de bronce de dieciséis minas de peso y saltó a la grupa de su semental, pero Alejandro le detuvo con un brazo.
—Tu herida es reciente. Quédate, deja que vayamos nosotros.
—Ni atado —gruñó el amigo—. Pagarán por todos los soldados que me han matado, degollados a traición en la oscuridad sin que pudieran defenderse siquiera.
El rey, los compañeros y la escuadra con ellos, doscientos hombres en total, habían elegido caballos negros y se habían puesto mantos negros para confundirse con las sombras de la noche. Alejandro dio la señal y todos los caballos se lanzaron a galope desenfrenado, hombro con hombro, cabeza con cabeza en la desierta llanura: parecían furias infernales alumbradas por el Hades.
Cuando los oritas les vieron era demasiado tarde, pero corrieron no obstante al ataque para defender sus aldeas, sus hijos y sus mujeres. Fueron arrollados a la primera acometida, traspasados como peces y, mientras todos se lanzaban al saqueo, Leonato desató su furia con su hacha sobre los enemigos en fuga segándoles cual espigas, matándoles a decenas hasta que sintió que el corazón le estallaba en el pecho, hasta que oyó la voz de Alejandro gritar:
—¡Basta, Leonato!
Entonces se detuvo, chorreante de sudor y completamente cubierto de sangre.
Una segunda escuadra de caballería ligera llegó al poco trayendo las bestias de carga con los odres y los carros para recoger las vituallas, pero no encontró más que rebaños de ovejas y cabras encerradas en recintos de piedra. La espesa capa de excrementos secos mostraba que salían a pastar bastante raramente.
—Me pregunto con qué las alimentan —dijo Eumenes, que acababa de llegar con el convoy de las vituallas.
—Con esto, se diría —repuso Seleuco señalando unos costales hechos con fibras de algas disecadas, llenos de una especie de polvo blancuzco.
—Huele a pescado —comentó Lisímaco.
—Es pescado —confirmó Eumenes cogiendo un puñado y acercándoselo a la nariz—. Pescado secado y reducido a harina.
Volvieron al campamento con el agua que pudieron recoger y con los rebaños robados, pero cuando los sacrificaron, el sabor de las carnes resultó repugnante, como pescado putrefacto. Sin embargo, no tenían elección y tuvieron que alimentarse de lo que habían conseguido.
Avanzaron de nuevo durante días bajo el sol inclemente, atormentados por el ardor abrasador y la sed. A veces el desierto mudaba de color de repente volviéndose de un blanco cegador y el ejército estaba obligado a marchar sobre una costra de sal, depositada por antiguas lagunas marinas, que corroía los cascos de los caballos y el calzado de los infantes, provocando primero profundas grietas y luego llagas dolorosísimas. Muchas bestias de carga y caballos murieron de hambre y de sed y luego comenzaron a morir también los hombres.
No había ni tiempo ni quedaban tampoco fuerzas para sepultarles o rendirles honores. Los soldados ni siquiera se daban cuenta de si un compañero caía exhausto o, si reparaban en ello, no conseguían ayudarle y su cuerpo quedaba abandonado, presa de los chacales y de los buitres que revoloteaban de continuo sobre la columna en marcha. Al dolor por todas aquellas desgracias se sumaba, para el rey, el disgusto de ver a su joven esposa sufrir tantas incomodidades y privaciones, así como la angustia por la suerte de su flota, de la que no había vuelto a tener más noticias desde su partida de Pátala.
En aquella prueba terrible, en aquellas penurias espantosas, sólo Kalanos parecía no sentir ni el dolor ni las penalidades: caminaba con los pies desnudos por las ardientes arenas cubriéndose apenas los hombros con un trozo de tela, y por la noche, cuando las tinieblas traían un poco de frescor, se sentaba cerca del rey y conversaba con él instruyéndole en su filosofía y en el arte de controlar las pasiones y las necesidades del propio cuerpo. También Roxana, a pesar de su joven edad, se comportó de modo ejemplar, con un orgullo y una entereza increíbles: a menudo se la vio cabalgar con la casaca de los jinetes sogdianos junto a su esposo y, a veces, tratar de cazar con arco y flechas aves de paso.
Un día, cuando los hombres estaban ya en las últimas, un soldado de la guardia real encontró, como por milagro, una concavidad al fondo de una hondonada del terreno en la que parecía anidar un poco de humedad. Comenzó por excavar con la punta de la espada hasta que vio aflorar lentamente, gota a gota, agua. Consiguió recoger la suficiente como para llenar el fondo de su yelmo y, tras haberse mojado los labios, se la ofreció a Alejandro, que parecía puesto duramente a prueba por aquellos esfuerzos a causa de las secuelas de su herida, que le hacían sufrir no poco.
El rey le dio las gracias, luego tomó el yelmo para llevárselo a la boca, pero en el mismo instante se dio cuenta de que todos sus hombres le miraban. Tenían los ojos enrojecidos por la humedad salina, la piel seca, los labios agrietados, y no tuvo el valor de beber. Derramó el agua en el suelo diciendo:
—Alejandro no bebe cuando sus soldados se mueren de sed. —Luego, viendo que muchos se caían rendidos, ya sin fuerzas, gritó—: ¡Soldados, ánimo! ¿Acaso creéis que los dioses nos han concedido llevar a cabo empresas tan grandes para luego dejarnos morir en este desierto? ¡No, creedme! ¡Os garantizo que manaña por la noche estaremos fuera de este horno y que tendréis comida y agua en abundancia! ¿Queréis renunciar justo ahora? ¿Queréis dejaros morir a un paso de la salvación?
A aquellas palabras los soldados sacaron fuerzas de flaqueza y reanudaron el camino hasta que sobrevino la oscuridad. Hacía ya tiempo que habían dejado tras sus espaldas el mar y subían hacia una línea de colinas rocosas donde, al caer la noche, se podía encontrar un mínimo de refrigerio. Al día siguiente, al atardecer, llegaron al paso de montaña y pudieron ver, en lontananza, una ciudad amurallada.
—Es Pura —dijo uno de los oficiales persas—. Estamos salvados.
Alejandro gritó:
—¿Habéis oído, soldados? ¿Habéis oído? ¡Estamos salvados! ¿Habéis visto? ¡Vuestro rey mantiene siempre su palabra!
Los soldados, a medida que llegaban a lo alto y descubrían la ciudad, gritaban de alegría, lanzando al aire las armas, abrazándose los unos a los otros y llorando de emoción.
Tolomeo se le acercó con una expresión de asombro en la mirada.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó incrédulo.
—¿Recuerdas ayer cuando nos encontramos delante de aquella bifurcación de la pista? ¿Con un brazo que iba a poniente a lo largo del mar y el otro que subía hacia las colinas?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues Kalanos me dijo: «Mejor el camino más difícil».
—¿Es todo?
—Es todo.
—Te has arriesgado.
—Me parece que no es la primera vez.
—No lo es, en efecto.
Llegaron al atardecer, exprimiendo de los miembros exhaustos las últimas energías, y el comandante de la plaza fuerte salió, suspicaz, a su encuentro.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
Alejandro se volvió hacia Tolomeo.
—¿Sigue vivo Oxatres?
—Me parece que sí —fue la respuesta—. Creo haberle visto hace un par de días.
—Ve a buscarle.
Tolomeo se alejó para volver poco después con Oxatres, que le explicó al gobernador persa todo lo debía saber acerca del huésped recién llegado.
—¿Alejandro? —exclamó el gobernador estupefacto—. Pero ¿no había muerto?
—Como puedes ver está vivito y coleando. Pero te ruego que nos dejes entrar. Estamos exhaustos.
El gobernador impartió órdenes inmediatamente a todos los hombres de su séquito y enseguida las puertas de Pura se abrieron de par en par para franquear el paso al ejército que todos creían perdido y al rey que creían muerto.
Permanecieron en Pura cuatro días, para descansar y reponer fuerzas después de las penalidades pasadas. Alejandro preguntó al gobernador si a Harmocia habían llegado noticias de su flota; el persa respondió que no sabía nada sobre el particular, pero que mandaría indagar sobre ello y se lo haría saber.
—Yo no me haría muchas ilusiones —dijo Seleuco—. He sabido que esta ruta, en determinados puntos, es peligrosa por los bajíos y es recorrida por piratas que atacan las naves naufragadas. De haber llegado, sabríamos algo.
—Tal vez tengas razón —replicó Alejandro—, pero también nosotros fuimos dados por muertos y en cambio aquí nos tienes. No hay que desesperar jamás.
Retomaron el camino en dirección a Pérside, marchando por un terreno nuevamente árido y yermo, pero el comandante de la guarnición de Pura había puesto a su disposición guías expertos que les condujeron a los pozos de agua potable y a las aldeas de pastores donde era posible encontrar leche y carne, así como también legumbres secas conservadas en grandes tinajas de barro cocido.
Estaban ya a mitad del invierno cuando el ejército llegó a las cercanías de Salmos, en los confines con Pérside. Alejandro mandó a un grupo de exploradores hacia el sur en busca de noticias de su flota: un par de oficiales macedonios y una docena de auxiliares con un guía persa y una media docena de camellos cargados de odres de agua.
Avanzaron durante dos etapas de cinco parasangas por un terreno completamente desértico hasta que, hacia mediodía, cuando más apretaba el sol, columbraron algo en lontananza.
—¿Consigues distinguir qué es? —preguntó uno de los auxiliares, un mercenario palestino de Azoto.
—Parecen hombres —repuso un compañero.
—¿Hombres? —preguntó uno de los oficiales—. ¿Dónde?
—Allí —indicó el otro oficial, que ahora veía claramente—. Mira, hacen señales, gritan... Me parece que nos han visto. ¡Rápido, vamos!
Se lanzaron al galope y, en pocos instantes, se encontraron delante de dos desdichados que casi no tenían aspecto humano: las ropas hechas jirones, los ojos hundidos, la piel llagada y quemada por el sol, los labios agrietados por la sed.
—¿Quiénes sois? —preguntaron ellos en griego.
—¿Quiénes sois vosotros más bien —replicó el oficial—, y qué hacéis aquí?
—Somos marinos de la flota real.
—Estáis diciendo que la flota de Nearco se ha... —El oficial no se atrevía a concluir la frase porque aquellos dos tenían el aspecto inequívoco de los náufragos.
—Salvado —dijo el hombre con el último aliento—. Pero, ¡por los dioses, dame un sorbo de agua si quieres que te cuente el resto de la historia!