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Alejandro cumplía siete años y su tío, el rey de Epiro, doce cuando Filipo atacó la ciudad de Olinto y a la alianza calcídica, que controlaban la gran península de forma de tridente. Los atenienses, aliados de la ciudad, trataron de negociar, pero no le encontraron muy predispuesto a ello.

Respondió:

—U os vais de aquí o me voy yo de Macedonia.

Lo que no dejaba mucho margen de maniobra.

El general Antípatro intentó que se tuvieran en cuenta también otros aspectos del problema y tan pronto como los invitados de Atenas hubieron salido, furibundos, de la sala del consejo, observó:

—Esto favorecerá a tus enemigos en Atenas, especialmente a Demóstenes.

—No temas —comenzó diciendo el rey con un encogimiento de hombros.

—Sí, pero es un excelente orador aparte de un buen político. El único que ha comprendido tu estrategia. Ha observado que ya no empleas tropas mercenarias, sino que has formado un ejército macedonio, compacto y motivado, y has hecho de él el pilar de tu trono. Él considera que esta realización hace de ti el enemigo más peligroso. Un contrincante inteligente debe ser tenido en cuenta.

Filipo no supo qué replicar por el momento. Se limitó a decir:

—Haz que algún amigo nuestro de la ciudad no le pierda de vista. Quiero saber todo lo que diga de mí.

—Así lo haré, señor —replicó Antípatro.

Y enseguida alertó a sus informadores en Atenas para que le mantuviesen al día de forma rápida sobre los movimientos de Demóstenes. Pero cada vez que le llegaba el texto de un discurso del gran orador lo pasaba mal. Lo primero que el rey preguntaba era el título.

Contra Filipo —era normalmente la respuesta.

—¿Otra vez? —gritaba montando en cólera.

Le revolvía tanto el estómago que, si había comido o cenado, la comida le sentaba fatal. Recorría el despacho arriba y abajo como un león enjaulado mientras su secretario le leía el texto; de vez en cuando, paraba a éste gritando:

—¿Qué es lo que ha dicho? ¡Repítelo! ¡Repítelo, maldición!

El pobre secretario tenía la sensación de haber sido él mismo, por iniciativa propia, quien había proferido aquellas palabras.

Lo que más encolerizaba al soberano era la obstinación de Demóstenes al calificar a Macedonia de «estado bárbaro y de segundo orden».

—¿Bárbaro? —gritaba tirando al suelo todo cuanto tenía sobre la mesa—. ¿De segundo orden? ¡Ya le enseñaré yo a ése si es de segundo orden!

—Debes tener en cuenta, señor —le hacía notar el secretario con intención de calmarle—, que, por lo que me consta, las reacciones del pueblo a estas salidas de tono de Demóstenes son más bien tibias. La gente de Atenas está más interesada en saber cómo se resolverán los problemas del latifundio y del reparto de tierras a los campesinos del Ática que en las ambiciones políticas de gran calado de Demóstenes.

A los apasionados discursos contra Filipo siguieron otros en favor de Olinto, a fin de convencer al pueblo de que votase ayudas militares para la ciudad asediada, pero tampoco éstas tuvieron resultados apreciables.

La ciudad cayó al año siguiente y Filipo la arrasó para dar un ejemplo inequívoco a todo aquel que tuviese la más mínima intención de desafiarle.

—¡Así tendrá ése un buen motivo para tratarme de bárbaro! —gritó, cuando Antípatro le invitó a reflexionar sobre las consecuencias, en Atenas y en Grecia, de gesto tan radical.

Y, en efecto, aquella drástica decisión no hizo sino agudizar las diferencias en la península helénica: no había ciudad o pueblo en toda Grecia donde no hubiera un partido promacedonio o un partido antimacedonio.

Por su parte, Filipo se sentía cada vez más próximo a Zeus, padre de todos los dioses, por gloria y poder, aunque los continuos conflictos a los que se lanzaba con la cabeza gacha, «como un carnero enfurecido» para emplear sus propias palabras, comenzaban a pasarle factura. Bebía mucho durante los intervalos entre un conflicto y otro y se entregaba a excesos de todo tipo, en orgías que duraban noches enteras.

Por el contrario, la reina Olimpia se encerraba cada vez más en sí misma, dedicada al cuidado de los hijos y a las prácticas religiosas. Filipo visitaba ahora raras veces su lecho y, cuando lo hacía, el encuentro terminaba de forma insatisfactoria para ambos. Ella se mostraba fría y distante y él salía humillado de aquel enfrentamiento, dándose cuenta de que su fogosidad no provocaba en la reina la menor palpitación, la menor sensación.

Olimpia era una mujer de carácter no menos fuerte que el de su esposo y celosísima de su dignidad. Veía en su joven hermano, y sobre todo en su hijo, a aquéllos que un día serían sus inflexibles valedores, devolviéndole el prestigio y el poder que le correspondían y que la arrogancia de Filipo le arrebataba día tras día.

Aunque las prácticas religiosas oficiales eran una obligación, carecían para ella evidentemente de sentido. Estaba convencida de que los dioses del Olimpo, si es que existían, no debían de tener el menor interés por las cosas humanas. Otros eran los cultos que la apasionaban, sobre todo el de Dionisos, un dios misterioso capaz de posesionarse de la mente humana y de transformarla, arrastrándola a un torbellino de emociones violentas y de sensaciones ancestrales.

Se decía que se había hecho iniciar en los ritos secretos y que había participado de noche en las orgías del dios, en las que se bebía vino mezclado con poderosas drogas y se bailaba hasta el agotamiento y la alucinación, al ritmo de instrumentos bárbaros.

En aquel estado le parecía correr de noche por los bosques, dejar en las ramas, hechas jirones, las hermosas vestiduras reales, para luego perseguir a las fieras salvajes, abatirlas y alimentarse de su carne cruda y aún palpitante. Y le parecía que luego caía extenuada, presa de un pesado sueño, sobre un manto de oloroso musgo.

Y en aquel estado de semiinconsciencia veía a las divinidades y criaturas de los bosques salir tímidamente de sus guaridas: las ninfas de verde piel como las hojas de los árboles, los sátiros de hirsuto pelo, mitad hombres y mitad cabras, que se acercaban a un simulacro del falo gigantesco del dios, lo coronaban de hiedra y de pámpanos de vid, lo bañaban de vino. Luego desencadenaban la orgía bebiendo vino puro y entregándose a sus cópulas bestiales para alcanzar, en medio de aquel éxtasis frenético, el contacto con Dionisos para imbuirse de su espíritu.

Otros se le acercaban furtivamente con sus enormes falos erectos, espiando ávidamente su desnudez, excitando su lujuria animal...

Así la reina, en lugares recónditos, conocidos únicamente por los iniciados, se sumergía en las profundidades de su naturaleza más salvaje y bárbara, en los ritos que liberaban la parte más agresiva y violenta de su espíritu y de su cuerpo. Al margen de aquellas manifestaciones, su vida era la que las costumbres atribuían a cualquier mujer o esposa, y ella misma entraba en aquella vida como si cerrase tras de sí una pesada puerta que borraba todo recuerdo y toda sensación.

En la quietud de sus aposentos enseñaba a Alejandro lo que de aquellos cultos podía aprender un muchacho; le contaba las aventuras y las peregrinaciones del dios Dionisos que había llegado, acompañado de un cortejo de sátiros y de silenos coronados de pámpanos, hasta la tierra de los tigres y de las panteras: la India.

Pero si bien el influjo de la madre tenía un gran peso en la formación del ánimo de Alejandro, más aún lo tenía la imponente montaña de instrucción que le era suministrada por orden y voluntad de su padre.

Filipo había ordenado a Leónidas, responsable oficial de la educación del muchacho, que organizara su formación sin descuidar nada y así, a medida que Alejandro progresaba, eran llamados a la corte otros pedagogos, preparadores e instructores.

No bien estuvo en condiciones de apreciar los versos, Leónidas comenzó a leerle los poemas de Homero, en particular la Ilíada, en la que se mostraban los códigos de honor y de conducta destinados únicamente a un príncipe real de la casa de los Argéadas. De este modo el viejo maestro comenzó a ganarse no sólo la atención, sino también el afecto de Alejandro y de sus compañeros. La cantinela que anunciaba su llegada al aula, no obstante, siguió resonando en los corredores de palacio:

Ek korí korí koróne!

Ek korí korí koróne!

«¡He aquí cómo llega, cómo llega la corneja!» También Hefestión escuchaba junto con Alejandro los versos de Homero, y los dos muchachos se imaginaban, arrobados, aquellas extraordinarias aventuras, la historia de aquel gigantesco conflicto en el que habían tomado parte los hombres más fuertes del mundo, las mujeres más hermosas y los mismos dioses, alineados unos en un bando, otros en el otro.

Ahora Alejandro se daba perfecta cuenta de quién era, de aquel universo que giraba en torno a él y del destino para el que se le preparaba.

Los modelos que le proponían eran los del heroísmo, la resistencia al dolor, el honor y el respeto de la palabra dada, el sacrificio hasta la entrega de la propia vida. A ellos se apegaba día tras día, no tanto por diligencia de discípulo cuanto por propia inclinación natural.

A medida que crecía, su naturaleza se revelaba como lo que era, partícipe al mismo tiempo de la agresividad salvaje del padre, de la cólera real que de repente estallaba como un rayo y de la ambigua y misteriosa fascinación de la madre, de su curiosidad por lo desconocido, de su avidez por el misterio.

Alimentaba hacia la madre un afecto profundo, un apego casi morboso, y hacia el padre una admiración infinita que, sin embargo, con el paso del tiempo, se iba trocando gratamente en afán de competencia, en un deseo cada vez más fuerte de emulación.

Hasta el punto de que las noticias frecuentes ya entonces de los éxitos de Filipo parecían entristecerle más que alegrarle. Comenzaba a pensar que, si su padre lo conquistaba todo, no le quedaría ya a él tierra alguna en la que demostrar su valor y coraje.

Era todavía demasiado joven para darse cuenta de lo grande que era el mundo.

A veces, cuando entraba en el aula de Leónidas con sus compañeros para seguir sus lecciones, ocurría que se cruzaba de pasada con un joven de aspecto melancólico, que podía frisar los trece o catorce años y que se alejaba rápido sin detenerse a hablar.

—¿Quién es ese chico? —preguntó en una ocasión a su maestro.

—Eso no es asunto tuyo —repuso Leónidas y cambió enseguida de conversación.