—Tu hijo Eteocles ha cruzado la frontera persa sano y salvo —dijo Alejandro entrando en el aposento de Barsine—, pero uno de los hombres que mandé para que le siguieran y protegieran no ha regresado.
—Lo siento —respondió Barsine—. Sé lo mucho que te importan tus hombres.
—Son como hijos para mí. Pero hubiera pagado igualmente este precio para que estuvieras tranquila. ¿Y el más pequeño cómo está?
—Se siente muy unido a mí, me quiere, tal vez me comprende. Además los chicos están protegidos por la naturaleza. Olvidan pronto y más fácilmente.
—¿Y tú? ¿Tú cómo te sientes?
—Te estoy muy agradecida por lo que has hecho, pero mi vida no es ya la misma. Una mujer que tiene hijos tal vez no puede ser una verdadera amante, pues su corazón está siempre dominado por otros afectos.
—¿Quieres decir que no deseas ya verme?
Barsine bajó la cabeza confusa.
—No me hagas sufrir, sabes que deseo verte todos los días de mi vida, a cada instante, que tu lejanía y tu frialdad me duelen. Te ruego que me dejes un poco de tiempo para recuperarme, para que construya un pequeño refugio en el corazón para mis recuerdos y luego... luego sabré amarte tal como deseas.
Se puso en pie y se acercó a él envolviéndole con su belleza y su perfume: Alejandro tomó su rostro entre las manos y la besó.
—No pierdas la esperanza. Volverás a ver a tu hijo y tal vez un día no muy lejano podremos vivir todos en paz.
Le hizo una caricia y salió.
Se topó por las escaleras con Seleuco, que le estaba buscando.
—Ha llegado una nave del general Antípatro con un mensaje urgente. Aquí lo tienes.
Alejandro lo abrió y leyó:
Antípatro, regente del reino, a Alejandro, ¡salve!
Los espartanos han reunido un ejército y marchan contra nuestras guarniciones y contra nuestros aliados en el Peloponeso, pero por ahora están solos. Es muy importante que lo sigan estando. Haz lo que mejor creas para que la situación no cambie, y así tampoco yo tendré necesidad de ayuda. Tu madre y tu hermana están bien; tal vez deberías pensar en un nuevo matrimonio para Cleopatra. El egipcio Sisine fue, tras la muerte de tu padre, el hombre de confianza de tu madre, la reina.
Cuídate.
—Espero que el viejo te haya mandado buenas noticias —dijo Seleuco.
—No precisamente. Los espartanos se han movido y nos atacan. Hay que recordarles a los atenienses que tienen compromisos con nosotros. ¿Para cuándo es la audiencia con la delegación de su gobierno?
—Para esta noche. Le han entregado ya a Eumenes una nota en la que piden la restitución de los prisioneros atenienses capturados en la batalla del Gránico.
—No han perdido el tiempo. Pero mucho me temo que se quedarán desilusionados. ¿Algo más?
—Tu médico Filipo está siguiendo el embarazo de la mujer del rey Darío, pero está muy preocupado y quiere que lo sepas.
—Entendido. Diles a los atenienses que les recibiré una vez hayan terminado las representaciones y pídele a Barsine que vaya a ver a la reina a sus aposentos. Tal vez pueda serle de alguna ayuda.
Se fue a todo correr escaleras abajo. Alcanzó a Filipo cuando éste abandonaba su habitación, seguido por un par de ayudantes que iban cargados de fármacos.
—¿Cómo está la reina? —le preguntó.
—Sigue igual. Es decir, mal.
—Pero ¿qué le pasa?
—Por lo que he logrado comprender, el niño se le ha girado y no consigue darle a luz.
Entretanto, se había echado de nuevo a andar y se dirigía hacia la residencia en la que estaban albergadas las mujeres de Darío con su corte.
—¿Y no puedes hacer nada por ayudarla?
—Tal vez pudiera hacer algo, pero mucho me temo que no se dejaría visitar nunca por un hombre. Estoy tratando de instruir a su partera, pero tengo serias dudas sobre ella. Es un mujer de su tribu de origen, más experta en artes mágicas, si no he entendido mal, que en verdadera medicina.
—Espera, ahora vendrá Barsine y tal vez ella consiga convencerla.
—Eso espero —repuso Filipo, pero por su mirada saltaba a la vista que no estaba muy convencido.
Llegados al palacio que había sido destinado a gineceo real, vieron que Barsine había llegado ya y les aguardaba preocupada delante de la puerta. Fueron recibidos por un eunuco e introducidos en el vestíbulo. Del patio superior llegaban unos gemidos ahogados.
—No grita ni siquiera cuando le entran los dolores del parto —observó Filipo—. El pudor se lo impide.
El eunuco les hizo respetuosamente una señal de que le siguieran y les condujo al piso superior, donde se encontraron con la partera que salía en aquel preciso momento de la habitación.
—Me harás de intérprete —dijo el médico vuelto hacia Barsine—. He de conseguir convencerla, ¿entendido?
Barsine asintió y entró en el aposento de la reina. El eunuco entretanto condujo a Alejandro ante el umbral de otra puerta y llamó.
Vino a abrir una dama persa ricamente ataviada que les acompañó primero a una antecámara y a continuación a una sala donde se encontraba la reina madre Sisigambis. Ésta estaba sentada cerca de una ventana, tenía sobre las rodillas un rollo de papiro repleto de caracteres y musitaba fórmulas en voz baja. El eunuco le dio a entender a Alejandro que estaba rezando y el rey se quedó respetuosamente en silencio cerca de la puerta, pero la soberana reparó al punto en su presencia y fue a su encuentro saludándole calurosamente en persa. Podían leerse en su rostro preocupación y solicitud así como mucho dolor, pero no desconsuelo.
—Su majestad la reina madre te presenta sus respetos —tradujo el intérprete —y te ruega aceptes su hospitalidad.
—Exprésale mi gratitud, pero dile que no quisiera molestarla, pues he venido únicamente para prestar mi ayuda a la mujer de Darío, que se encuentra con problemas. Mi médico —continuó, mirándola a los ojos— dice que tal vez podría ayudarla si ella... si ella, venciendo su pudor, le permitiera visitarla.
Sisigambis reflexionó mirándole a su vez a los ojos con expresión emocionada, y ambos sintieron cuán intenso era el lenguaje de sus miradas y cuán distante de sus sentimientos el lenguaje formal del intérprete. En aquel momento de silencio, llegó amortiguado el lamento de la parturienta que luchaba contra el sufrimiento en orgullosa soledad. La reina madre pareció herida por aquel gemido ahogado y los ojos se le empañaban de lágrimas.
—No creo —dijo— que tu médico pueda ayudarla, por más que yo le autorizara a ello.
—¿Por qué, Gran Madre? Mi médico es persona muy hábil y... —Se interrumpió porque comprendía por la mirada de ella que sus pensamientos iban en otra dirección.
—Yo creo —prosiguió Sisigamis— que mi nuera no quiere dar a luz.
—No comprendo, Gran Madre. Mi médico Filipo considera que el niño no está tal vez en la posición natural para encontrar su camino y...
Dos lágrimas descendieron lentamente por las mejillas de la reina marcadas por la edad y el dolor, y las palabras le salieron de la boca lentamente, como las de una sentencia:
—Mi nuera no quiere dar a luz un rey prisionero y ningún médico tiene el poder de cambiar su decisión. Es ella quien retiene al niño dentro de sí, para morir junto con él.
Alejandro calló confuso y bajó la cabeza.
—Tú no tienes la culpa, muchacho mío —continuó Sisigambis con la voz quebrada por la emoción—. Es el destino el que te ha creado para destruir el Imperio fundado por Ciro. Tú eres semejante al viento que sopla impetuoso sobre la tierra, y después que el viento ha pasado nada es ya como antes. Pero los hombres permanecen apegados a sus recuerdos como las hormigas que se agarran a los tallos de hierba mientras arrecia la tempestad.
Se oyó en aquel momento un grito más fuerte y luego un coro lúgubre de lamentos desde las estancias interiores del palacio.
—Ha sucedido —dijo entonces Sisigambis—. El último Rey de Reyes ha muerto, antes de nacer.
Dos doncellas entraron y le cubrieron el rostro y los hombros con un velo negro para que pudiera desahogar su dolor sin ser vista.
A Alejandro le hubiera gustado decirle algo, pero mientras la miraba la vio semejante a una estatua, a un simulacro de la diosa de la noche, y no osó proferir palabra. Inclinó la cabeza por un instante y acto seguido salió de la sala y tomó por el corredor pasando por entre las mujeres de Darío, que se deshacían en llanto y lamentos. Filipo salía de la antecámara de la reina muerta, pálido y mudo.
Al día siguiente Alejandro dio orden de celebrar unas solemnes exequias, de enterrar a la reina con gran fasto y con todos los honores debidos a su rango así como de erigir sobre su sepultura un túmulo gigantesco, como era costumbre en su tribu natal. No consiguió contener las lágrimas mientras la enterraban, pensando en lo bella y delicada que había sido, y en aquel niño que nunca vería la luz del sol.
El eunuco huyó aquella misma noche y cabalgó durante días y noches hasta alcanzar las primeras avanzadillas persas en las cercanías del río Tigris; allí pidió ser conducido al campamento del rey Darío, que se encontraba allende el río. Un grupo de jinetes medos le escoltó a lo largo de diez parasangas a través del desierto y, a la puesta del sol del día siguiente, le introdujeron a presencia del Gran Rey.
Darío estaba sentado celebrando consejo con sus generales, vestido como un soldado raso: con calzones de burdo lino y un jubón de antílope; como únicos signos de su realeza, la tiara rígida y la daga de oro macizo, la fúlgida akinake que le colgaba del costado.
El eunuco se arrojó al suelo con la frente en el polvo y contó entre sollozos lo que había sucedido en Tiro: el largo y doloroso esfuerzo de la reina, su muerte, el funeral. No silenció tampoco las lágrimas de Alejandro.
Darío se quedó profundamente impresionado por aquella noticia y ordenó al eunuco que le siguiera al interior de la tienda real.
—Perdóname, Gran Rey, por haberte traído noticias tan tristes, perdóname... —continuaba suplicándole el eunuco entre lágrimas.
—No llores —le consoló Darío—. Has hecho lo que debías y te estoy agradecido por ello. Mi esposa —preguntó— ¿ha sufrido mucho?
—Ha sufrido, majestad, pero con la dignidad y la fuerza de una reina persa.
Darío le miró sin proferir palabra. Podían intuirse los sentimientos encontrados que embargaban su corazón y su mente por las profundas arrugas que marcaban su frente, por la luz incierta y espantada de su mirada.
—¿Estás seguro de que Alejandro ha llorado? —preguntó al cabo de unos instantes de silencio.
—Sí, mi rey. Estaba lo bastante cerca de él para ver correr las lágrimas por sus mejillas.
Darío suspiró y se dejó caer en un escaño.
—Pues entonces... entonces había algo entre ellos; se llora cuando muere una persona querida.
—Majestad, yo no creo que...
—Tal vez el niño fuera suyo...
—¡No, no! —protestó el eunuco.
—¡Cállate! —gritó Darío—. ¿Osas acaso contradecirme?
El eunuco se arrodilló temblando y llorando de nuevo a lágrima viva.
—¡Majestad, te lo ruego, deja que hable! —imploraba.
—Ya has dicho demasiado. ¿Tienes algo más que añadir?
—Que Alejandro no tocó a tu esposa. Mejor dicho, la rodeó de todo tipo de atenciones y consideraciones; nunca la visitó sin pedirle permiso y siempre en presencia de sus damas de compañía. Y lo mismo, si no más, ha hecho con tu madre.
—¿No me estás mintiendo?
—No lo haría por nada del mundo, Gran Rey. Lo que te he dicho es la pura verdad. Te lo juro en nombre de Ahura Mazda.
—Ahura Mazda... —murmuró Darío.
Se puso en pie y apartó el paño drapeado que cerraba la entrada de su tienda levantando la mirada hacia lo alto. El cielo en el desierto hervía de estrellas y la Vía Láctea se extendía de un horizonte al otro con su diáfano fulgor. El campamento resplandecía de miles y miles de vivaques.
—Ahura Mazda, señor del fuego celestial, nuestro dios —rogó—, concédeme la victoria, concédeme salvar el Imperio de mis mayores. Te prometo que, si venzo, trataré a mi adversario con clemencia y respeto porque, si la suerte de la guerra no nos hubiera enfrentado, me habría gustado solicitar de corazón su amistad y afecto.
El eunuco se fue dejando al rey solo con sus pensamientos, pero mientras se alejaba de la tienda real oyó un cierto alboroto que llegaba de una de las puertas del campamento y se detuvo. Se acercaba un grupo de jinetes asirios: escoltaban a un muchacho de gran belleza que le miró, al pasar por delante de él, como si le hubiera reconocido. Fue detrás de él unos pocos pasos como si no creyera lo que sus ojos veían. El pequeño cortejo, entretanto, se había acercado a la tienda real y, cuando el rostro del muchacho fue iluminado de lleno por las antorchas que ardían delante del pabellón de Darío, ya no le cupo ninguna duda. ¡Era Eteocles, el hijo de Memnón de Rodas y de Barsine!