Crátero llegó a Salmos con su ejército quince días después y la alegría de Alejandro y de sus compañeros alcanzó el súmmum. Se banqueteó largamente, y ni siquiera cuando el ejército volvió a ponerse en marcha quiso el rey que los festejos se interrumpieran. Hizo construir unos carros sobre los cuales ordenó poner lechos de convite y mesas y todos los compañeros estaban tumbados comiendo, bebiendo y riendo. Y también los soldados podían beber a voluntad de los odres de vino que seguían tras la columna.
En uno de los carros estaba Kalanos y, a veces, tanto el rey como sus compañeros montaban con él para escuchar sus enseñanzas.
Todo el territorio de alrededor resonaba de cantos y de coros de alegría. No era ya un ejército aquel que avanzaba hacia el corazón de Pérside: era un komos de Dioniso, una procesión en honor del dios que libera el corazón humano de todos los afanes con el júbilo del vino y de la alegría.
Entretanto Nearco había vuelto a partir con su flota después de haber llevado a cabo las necesarias reparaciones y reabastecido las bodegas con todo lo preciso para un largo viaje. Pasaron el estrecho de Harmocia y entraron en el golfo Pérsico, directos hacia la desembocadura del Tigris. La cita era en Susa, que podía alcanzarse a través de un canal navegable. Por fin los tiempos duros quedaban ya atrás y los marinos remaban vigorosamente y maniobraban con ahínco las escotas y las velas, impacientes por concluir su aventura y poder contarla.
Tan sólo hubo un momento de tensión a bordo de la flota cuando desde las olas, a escasa distancia de la nave capitana, se alzaron unos chorros de vapor altísimos y acto seguido aparecieron los dorsos relucientes de unas criaturas gigantescas que de nuevo se sumergían agitando fuera del agua sus enormes colas.
—Pero... ¿qué son? —preguntó aterrorizado el marino chipirota que había preparado la cena para el rey y sus compañeros en la playa.
—Ballenas —repuso el contramaestre fenicio que había navegado más allá de las columnas de Hércules—. No nos harán nada. Sólo hay que estar atentos a no provocarlas porque entonces bastaría con un coletazo y... adiós nave capitana. ¡Se la tragan de un solo bocado!
—Prefiero los atunes —balbuceó el marino, y preguntó preocupado—: Pero ¿estás seguro que no nos atacarán?
—No se puede estar seguro de nada en el mar —replicó Nearco—. Deberías saberlo. Vuelve a tu lugar, marino.
El ejército de Alejandro continuó su marcha por el camino que conducía a Pasagarda, y allí el rey se encontró con que la tumba de Ciro había sido violada: el sarcófago había sido abierto y el cuerpo del Gran Rey arrojado fuera. Entonces hizo interrogar y procesar a los magos que tenían a su cargo la guardia y custodia para saber quién había sido el responsable, pero éstos ni siquiera bajo tortura revelaron cosa alguna. Les dejó, por tanto, irse, dio orden de restaurar la tumba en su estado original y reanudó el camino hacia Persépolis. Entretanto había corrido la voz de que el rey había vuelto y la noticia sumió a muchos sátrapas y también a muchos gobernadores macedonios en la costernación porque creían ya todos que había muerto y se habían entregado a saqueos y robos de todo tipo.
El palacio imperial apareció ante Alejandro tal como había quedado reducido por el espantoso incendio que lo había destruido: sólo las columnas de piedra y los gigantescos portales emergían en la inmensa explanada ennegrecida por el humo y cubierta de cenizas y de seco barro deslizado de las alturas inmediatas. Las piedras duras habían sido arrancadas de los bajorrelieves, y también los cuajarones de metal precioso derretidos en el incendio. El único signo que recordaba la grandeza de los Aqueménidas era la llama que ardía delante del monumento funerario de Darío III.
El rey pensó en Estatira, que no veía ya desde hacía mucho tiempo, y se preguntó si había recibido la carta que le había mandado desde las riberas del Indo. Le escribió de nuevo diciendo que la quería y que se encontraría con ella en Susa.
Una noche, algún tiempo después, mientras reposaba junto a Roxana en la galería del palacio del sátrapa, le fue anunciada una visita y al poco fue introducido un hombre corpulento y calvo que le saludó con una amplia sonrisa.
—Mi rey, muchacho mío, no sabes el placer que siento de volver a verte. Pero... no veo el perro —añadió mirando a su alrededor circunspecto.
—Eumolpo de Solos... Puedes estar tranquilo, Peritas no está ya. Murió en la India por salvarme la vida.
—Lo siento —replicó el informador—. Aunque yo no le fuera simpático. Sé que le querías mucho.
Alejandro inclinó la cabeza.
—También Bucéfalo murió, y muchísimos otros amigos. Ha sido una empresa durísima. Pero ¿de dónde sales tú? Te daba por muerto. Desapareciste sin decir nada y si te he visto no me acuerdo.
—Si es por esto, también yo te daba por muerto. Y no solamente yo. En cuanto a mi desaparición, considérala un hecho normal. Una vez que me di cuenta de lo que querías de mí partí a la primera oportunidad favorable, sin llamar la atención, pues un buen informador no permite nunca que se descubran sus movimientos, ni siquiera por parte de las personas a las que debe informar.
—Si no me equivoco —dijo Alejandro—, no estás aquí sólo por el placer de volver a verme.
Eumolpo le entregó un rollo.
—En efecto. En tu ausencia, mi rey, y de acuerdo a tus deseos, si mal no recuerdo, he sido tus ojos y tus oídos. Yo no olvido a quien se portó bien conmigo, puso su confianza en mí y me salvó la vida cuando todos querían condenarme a muerte. Aquí hay escritas cosas que no te van a gustar. Es la relación completa y documentada de todas las fechorías, robos, rapiñas y violencias cometidas por los sátrapas y los gobernadores, también por los macedonios, en tu ausencia. Encontrarás también la relación de todos los testigos a los que puede interrogarse si es tu propósito instruir procesos. El responsable del tesoro real, para empezar, el cojo, amigo de Eumenes...
—¿Hárpalo?
—El mismo. Ha retirado cinco mil talentos de las arcas, enrolado a seis mil mercenarios y ahora marcha hacia Cilicia, si mis últimas informaciones son exactas. Creo que está negociando con determinados amigos suyos atenienses que no te aprecian mucho.
—¿Demóstenes?
Eumolpo asintió.
—Según tú, ¿adónde se ha dirigido?
—Probablemente a Atenas.
Entró en aquel momento Eumenes con una expresión de gran embarazo.
—¡Aléxandre, una noticia terrible por desgracia! No sé siquiera cómo empezar porque... es culpa mía, en un cierto sentido.
—¿Hárpalo? Lo sé ya. —Y señaló con un gesto a Eumolpo, que estaba sentado en un rincón y no se había hecho notar aún—. Y sé otras muchas cosas. Todas ellas desagradables. Y lo que conviene hacer es lo siguiente. Verificarás inmediatamente el fundamento de las acusaciones mencionadas en este documento contra las personas indicadas, ya sean macedonias, persas o medas. Tras lo cual, harás iniciar todos los procesos. Los macedonios, si se demuestra que son culpables, serán juzgados por la asamblea del ejército y las sentencias ejecutadas de acuerdo al rito tradicional.
—¿Y Hárpalo?
—Encuentra a ese maldito patizambo, Eumenes —mandó Alejandro pálido de indignación—. Dondequiera que se encuentre. Y mátale como a un perro.
Eumolpo de Solos se levantó.
—Me parece que lo que teníamos que decirnos nos lo hemos dicho ya.
—En efecto. Eumenes te pagará generosamente.
Eumenes asintió cada vez más incómodo.
—No es culpa tuya —le dijo Alejandro levantándose—. Tú no has traicionado mi confianza y sé que no la traicionarás jamás.
—Te lo agradezco, pero esto no alivia mi desencanto.
Se encaminó hacia la salida, y mientras se alejaba por el corredor del palacio se topó con Aristandro. El vidente tenía una luz extraña en los ojos, una mirada alucinada, y no le saludó. Tal vez ni siquiera le hubiera visto.
Entró en el despacho de Alejandro y su expresión llena de angustia y de espanto impresionó profundamente al rey.
—¿Qué sucede? —preguntó Alejandro con el tono de quien teme la respuesta.
—Mi pesadilla. Ha vuelto.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Y otra cosa.
—Di.
—Kalanos no se encuentra bien.
—¡No es posible! —exclamó Alejandro—. Ha soportado las más duras privaciones, las pruebas más agotadoras, las lluvias y el sol, el hambre y la sed...
—Y sin embargo está muy mal.
—¿Desde cuando?
—Desde que llegamos a Persépolis.
—¿Dónde está ahora?
—En la casa que le asignaste.
—Llévame allí inmediatamente.
—Como quieras. Sígueme.
—¿Adónde vas, Aléxandre? —preguntó Roxana inquieta.
—A ver a un amigo que sufre, amor mío.
Atravesaron la ciudad sobre la que descendían las sombras de la noche y se encontraron delante de una bonita casa rodeada de un pórtico, residencia de un noble persa caído en el campo de batalla de Gaugamela. Alejandro se la había asignado a Kalanos para que pudiera vivir cómodamente después de las penalidades de la expedición.
El rey entró con Aristandro; los dos recorrieron los pasillos silenciosos y llegaron a una estancia apenas iluminada por las últimas luces del día. Kalanos yacía sobre una estera en el pavimento. Tenía los ojos cerrados y exhibía una flacura impresionante.
—Kalane... —susurró el rey.
El hombre abrió los ojos, dos ojos negros, inmensos, febriles.
—Estoy mal, Aléxandre.
—No puedo creer en estas palabras, maestro, te he visto pasar por toda clase de pruebas sin que sintieras dolor.
—Ahora sufro. Y el sufrimiento es insoportable.
Alejandro se volvió para toparse con la mirada ceñuda de su vidente.
—¿Qué sufrimiento? Dímelo a fin de que podamos ayudarte.
—Es el sufrimiento del alma, el más agudo, para el que no existe remedio.
—Pero ¿qué te hace sentirte mal? ¿Acaso no has hecho el camino que conduce a la imperturbabilidad?
Kalanos miró fijamente a los ojos a Aristandro y por sus miradas cruzó un sombrío entendimiento. Prosiguió hablando, con esfuerzo:
—Sí. Hasta que te conocí, hasta que vi en ti la potencia del Océano en tempestad, la fuerza salvaje del tigre, las alturas imponentes de los picos nevados de las montañas que sostienen el cielo. Quise conocerte a ti y tu mundo y quise salvarte cuando tu ciego furor te había llevado a la destrucción. Pero sabía qué harías si fracasabas. Hice un pacto conmigo mismo. Yo te he querido, Aléxandre, como todos los que te han conocido, y he querido seguirte para protegerte de tu instinto inconsciente, para enseñarte una sabiduría distinta de la de los sabios que te educaron, de la de los guerreros que hicieron de ti un invencible instrumento de destrucción. Pero tu tantra no puede ser doblegado de ningún modo, ahora lo sé: ahora veo lo que está por suceder, lo que amenaza. —Levantó de nuevo los ojos para encontrar la mirada trémula de Aristandro—. Es esto lo que acrecienta sobremanera mi sufrimiento. Si viviese hasta el momento de ver lo que amenaza, el dolor me impediría para siempre alcanzar la extrema imperturbabilidad, disolver mi alma en el infinito. Tú no quieres esto, Aléxandre, tú no lo quieres, ¿verdad?
Alejandro le apretó la mano.
—No —respondió con voz estremecida por la emoción—. No lo quiero, Kalane. Pero dime, te lo ruego, dime qué cosa tan tremenda amenaza.
—No lo sé. Sólo lo presiento. Y no puedo soportarlo. Permite que muera como juré morir.
El rey besó la mano esquelética del gran sabio; luego miró a Aristandro y dijo:
—Escucha sus últimas voluntades y refiéreselas a Tolomeo para que las cumpla. Yo, yo... no puedo...
Y salió llorando.
El día convenido, Tolomeo ejecutó todo lo que le había sido pedido y dio comienzo el último viaje de Kalanos hacia la imperturbabilidad infinita.
Hizo erigir una pira de diez codos de alto y trece de ancho. A lo largo de la vía de acceso formó a cinco mil pezetairoi con las armaduras de gala e hizo esparcir pétalos de rosas por un cortejo de muchachos. Luego llegó Kalanos, tan débil y agotado que era incapaz de caminar, llevado por cuatro hombres en unas parihuelas, con coronas de flores alrededor del cuello, a la usanza india. Fue depositado en la pira, desnudo como viniera al mundo, mientras coros de jóvenes y de muchachas cantaban los himnos dulcísimos de su tierra. Luego le fue puesta en las manos una antorcha encendida.
Alejandro había decidido al principio no asistir y por eso había pedido a Tolomeo que ejecutara las últimas voluntades del sabio indio. En el último momento, sin embargo, se acordó de cuando Kalanos le había velado en su agonía y quiso dirigirle el postrer saludo avanzando a lo largo de la vía ceremonial hasta el pie de la pira. Le miró, tan frágil y desnudo, y pensó en Diógenes que yacía con los ojos entrecerrados delante de su tinaja, al sol de una tarde lejana, y en aquel instante recordó también qué le había dicho al quedarse solos. Lo mismo que le dijera Kalanos, sin abrir la boca, en la oscuridad de su tienda, mientras él luchaba con la muerte:
«No hay conquista que tenga sentido, no hay guerra que valga la pena librar. Al final, la única tierra que nos queda es aquella en la que seremos sepultados.»
Levantó la cabeza y vio el cuerpo de Kalanos envuelto en un torbellino de llamas. Él, increíblemente, sonreía en medio de aquel plasma encendido y le pareció que movía los labios, que murmuraba algo. El rugido de las llamas era demasiado fuerte para que pudiese oírlo, pero resonó dentro de él igualmente la voz del sabio: «Volveremos a vernos en Babilonia».