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Alejandro, sentado en su escaño sobre el podio, miró a los soldados que la trompa había convocado a su presencia. Luego hizo un indicación a Eumenes, que comenzó a leer:

Alejandro, rey de los macedonios y hegemón panhelénico, decreta:

Los veteranos que en la visita médica resulten no idóneos para el combate volverán a la patria con el general Crátero.

Recibirán del rey un regalo personal para que le recuerden durante todo el tiempo que los dioses quieran concederles de vida. Recibirán además una corona de oro cada uno, que podrán llevar por derecho propio en toda manifestación pública, cuando asistan a competiciones atléticas y a representaciones teatrales. En tales ocasiones, deberán sentarse en los primeros puestos reservados y en las tribunas de honor.

Decreta además que percibirán su soldada vitaliciamente y que los huérfanos recibirán la soldada de los padres caídos gloriosamente en la batalla hasta que alcancen la edad de veinte años.

La guardia macedonia del rey es restablecida en sus funciones. Todos aquellos que están ligeramente heridos o enfermos serán curados y reintegrados a filas. El rey dejará a su médico personal Filipo ocuparse de ellos. Desea dar a todos testimonio de su afecto más profundo y de su gratitud. ¡Para siempre!

Estalló un retumbo, un fragor de espadas golpeadas contra los escudos, exclamaciones, cantos y gritos de exultación.

Cuatro días después, la columna al mando de Crátero se puso en marcha en dirección al Éufrates y al mar. Alejandro se quedó mirándoles hasta que el último hombre hubo desaparecido en el horizonte.

—Con ellos se va una parte de mí —dijo.

—Tienes razón —replicó Eumenes—, pero has dado un excelente decreto. Puedes estar seguro de que irán todos al teatro, incluso los que no han puesto nunca los pies en él, para no perderse la ocasión de sentarse en los puestos reservados de primera fila y de llevar en público la corona de oro que les has regalado.

—¿Cómo crees que se lo tomará Antípatro?

—¿Su sustitución por Crátero? No lo sé. Siempre ha sido leal, siempre te ha servido fielmente. Sentirá amargura, de esto no cabe duda, pero nada más. Por otra parte, él es el último que ha quedado de la vieja guardia de tu padre. ¿Qué piensas hacer ahora?

—¿Recuerdas a los uxios?

—¿Y quién puede olvidar a esos salvajes?

—Pues al norte hay una tribu más salvaje aún que ha apoyado los intentos de restauración. Son los coseos. Tengo que arreglar este asunto y luego iremos a Ecbatana, la última capital, a reafirmar nuestra autoridad, controlar el tesoro real y procesar a los gobernantes corruptos. Marcharemos, por tanto, hacia Babilonia, la futura capital del imperio.

—¿Cuánto tiempo nos llevará, según tú?

—Dos, tres meses tal vez.

Alejandro se equivocaba: se requirió toda la primavera para someter a los coseos y gran parte del verano se fue en Ecbatana. Tres altos oficiales macedonios, Heracles, Meleagro y Aristónico, fueron condenados por corrupción, hurto y sacrilegio en los santuarios persas y pasados al punto por las armas. De este modo el rey demostró que no establecía diferencias entre macedonios y persas. En efecto, también no pocos persas que se habían revelado administradores corruptos fueron condenados al suplicio. En todos estos casos, las informaciones de Eumolpo de Solos se revelaron ciertas.

Unas vez concluidas estas operaciones, el rey decidió hacer pública una celebración con juegos y espectáculos, en parte también porque habían llegado tres mil atletas, actores y promotores teatrales de Grecia. Se instaló luego en el palacio real con Roxana. Estatira, entretanto, se había establecido con su hermana, que se había desposado con Alejandro, en el palacio de Susa. Obrando así, evitaba los celos de Roxana, que se hacían cada vez más fuertes, porque la reina se daba cuenta del poder que tenía sobre el corazón de su esposo, que no era capaz de negarle nada. Una noche, después de haber hecho el amor, mientras yacía a su lado como solía, apoyando la cabeza sobre su pecho, le dijo:

—Ahora soy verdaderamente feliz, Aléxandre.

El rey la abrazó con fuerza.

—También para mí es un momento feliz —dijo—. Mi flota ha vuelto sana y salva, he concluido todas las operaciones militares, he hecho las paces con mis soldados, he unido a dos estirpes en matrimonio y pronto tendré también un hijo.

—Espera —rió Roxana—. Podría ser una hija.

—¡Oh, no! —replicó Alejandro—. ¡Estoy convencido de que será un varón: Alejandro IV! Tú serás la madre de mi heredero al trono, Roxana. Y para celebrar ese momento proclamaré grandes festejos: competiciones, espectáculos teatrales a la manera griega. Son cosas que no conoces, pero estoy seguro de que aprenderás enseguida a apreciarlas. Imagina cientos de carros tirados por cuatro caballos que corren por una pista en una loca carrera, imagina historias representadas en escenas artificiales con hombres verdaderos que fingen ser los personajes de las historias, imagina atletas que compiten en la carrera, en la lucha, en el salto, en el lanzamiento de jabalina. Y luego danzas, música, cantos...

La muchacha le miraba arrobada. Desde que había dejado sus montañas pobladas únicamente de pastores, había visto toda clase de maravillas y su vida con Alejandro, que a sus ojos era de hecho omnipotente, parecía ser un sueño sin fin.

Comenzaron así los festejos y los banquetes, pero durante estas celebraciones Hefestión cayó enfermo. El rey acudió inmediatamente a su cabecera tan pronto como Eumenes le hubo avisado.

—¿Qué tiene? —se informó enseguida.

—Fiebre alta y náuseas —repuso Eumenes.

—Llama a Filipo.

—¿Has olvidado que le dejaste en Susa? He hecho venir a Glauco. Es un médico excelente.

Hefestión, aunque afiebrado, tenía ganas de bromear.

—No quiero médicos. Mándame un ánfora de vino de Chipre que me curaré yo solo.

—No hagas el payaso —replicó Alejandro—. Harás lo que te diga el médico.

Glauco llegó a toda prisa, desnudó el pecho del enfermo y le auscultó.

—¡Quién sabe por qué los médicos tienen siempre las orejas heladas! —exclamó Hefestión.

—Si quieres un médico con las orejas calientes no tienes más que pedirlo —bromeó Eumenes—. Tu amigo es dueño del mundo y puede conseguir cuanto desee.

Glauco comenzó a palpar el abdomen del paciente y lo encontró hinchado y tenso.

—En mi opinión, ha comido algo que le ha sentado mal. Le prescribiré una purga y luego deberá permanecer en ayunas bebiendo sólo agua por lo menos tres días.

—¿Estás seguro de que es un buen remedio? —preguntó Alejandro.

—Creo que Filipo haría lo mismo. Si no estuviéramos tan lejos, le mandaría un correo para consultárselo, pero creo que no vale la pena. Una enfermedad de este tipo debería curarse en un tiempo más breve del que emplearía un correo en llegar a Susa.

—Es mejor así, pero no le pierdas de vista. Hefestión es mi más querido amigo. Somos amigos de la infancia.

Y mientras hablaba, su mirada se posó en el collar de oro que Hefestión llevaba en el cuello con un pequeño incisivo de leche engastado en él: el suyo. Y él llevaba al cuello el de Hefestión: la primera prenda de eterna amistad que se habían intercambiado.

—No temas, señor —replicó el médico—. Curaremos al general Hefestión lo más pronto posible.

Alejandro salió y el médico hizo ingerir enseguida la purga a su paciente y le prescribió la dieta.

—Dentro de tres días, si la cosa mejora, podrás tomar un poco de caldo de gallina.

Tres días después, en efecto, Hefestión estaba mejor: la fiebre había disminuido, aunque era aún más bien alta, y la hinchazón del abdomen se había atenuado. Aquel día, el programa de las competiciones preveía la carrera de cuadrigas: Glauco, apasionado de los caballos, pasó a visitar a su paciente y, encontrándole mejorado, le pidió poder ausentarse por espacio de unas horas.

—General, hoy hay una carrera a la que me gustaría mucho asistir. Iría con mucho gusto, si no tienes nada en contra.

—Claro que no —repuso Hefestión—. Ve, pues, y diviértete.

—¿Y puedo estar tranquilo? ¿Vigilarás tu salud?

—Tranquilísimo, iatré. Con las que he pasado en diez años de campaña, no le tengo ciertamente miedo a una simple fiebrecilla.

—En cualquier caso, estaré de vuelta antes de la cena.

Glauco salió y Hefestión, no pudiendo ya más con el ayuno y las purgas, llamó a un siervo y le ordenó que le cocinara enseguida un par de pollos asados y que se los sirviera con vino helado.

—Pero, señor... —trató de objetar el hombre.

—¿Quieres obedecer o quieres que te haga azotar? —le reprendió Hefestión.

Ante aquella disyuntiva, el siervo hizo lo que le había sido mandado: cocinó los pollos y fue a buscar el vino conservado en nieve tupida en el sótano. Hefestión devoró la carne y se bebió una media ánfora de vino helado.

Glauco regresó hacia la noche y entró de excelente humor en el aposento de su paciente.

—¿Cómo está nuestro valeroso guerrero? —preguntó.

Pero la mirada cayó sobre los huesos mondos y lirondos de los pollos y luego sobre el ánfora vacía que había rodado hasta un rincón y palideció. Volvió lentamente la cabeza hacia el lecho: Hefestión no había conseguido llegar siquiera a él. Yacía boca arriba en el suelo. Muerto.