Alejandro recibió la noticia inmediatamente y el rey se precipitó a casa de su amigo confiando aún que se tratase de un malentendido. Cuando llegó, estaba ya Eumenes, Tolomeo, Seleuco y Pérdicas y por sus rostros y miradas se dio cuenta de que no había ninguna esperanza.
Su amigo había sido ya arreglado sobre el lecho, peinado, afeitado y revestido con unas ropas limpias. Alejandro se arrojó sobre su cuerpo gritando y llorando con desespero. Luego, una vez desahogado el dolor más agudo, se sentó en un rincón con la cabeza entre las manos, derramando lágrimas en silencio y se quedó en aquella posición toda la noche y todo el día siguiente. Los amigos que velaban puertas afuera le oían gemir de vez en cuando, emitir un sordo jadeo o, a veces, estallar de nuevo en sollozos, inconsolable.
A la puesta del sol del día siguiente, decidieron entrar.
—Ven —dijo Tolomeo—. Ven, vamos. No podemos hacer ya nada por él como no sea prepararle para las exequias.
—¡No, déjame, no puedo abandonarle, pobre amigo mío! —gritaba el rey presa de la desesperación.
Pero los compañeros le obligaron a hacerlo, le levantaron casi en peso y se lo llevaron afuera para permitir a los sepultureros egipcios acudir rápidamente a preparar el cuerpo.
—Es culpa mía, es culpa mía —gemía Alejandro—. Si no hubiera dejado a Filipo en Susa, le habría salvado y ahora estaría vivo.
—Por desgracia se ha tratado de una negligencia —dijo Seleuco—. El médico lo dejó sólo para ir a las carreras y...
—¿Qué has dicho? —preguntó Alejandro con una expresión trastornada.
—Así es, lamentablemente. Tal vez pensaba que no había peligro, y en cambio... Hefestión, una vez solo, comió y bebió sin medida: demasiada carne, vino helado y...
—¡Encontrádmelo! —gritó Alejandro—. ¡Encontradme a ese gusarapo y traédmelo inmediatamente!
El pobre médico fue descubierto por los soldados de la guardia escondido en el sótano y llevado a presencia del rey, pálido como un hoja de papel, sacudido por un temblor convulso. Trató de balbucear alguna excusa, pero Alejandro gritó:
—¡Cállate, maldito!
Y le dio un puñetazo en pleno rostro, tan fuerte que le hizo rodar por los suelos con el labio roto.
—Pasadle por la armas, ahora mismo —ordenó, y los guardias se lo llevaron en peso mientras él lloraba e imploraba piedad. Le condujeron abajo al patio y le apoyaron contra el muro cuando aún lloraba y suplicaba. El oficial gritó:
—¡Tirad! —Y los arqueros dispararon sus saetas al mismo tiempo.
Golpeado en pleno pecho, Glauco se desplomó sin un gemido en medio de un charco de sangre y de orina.
Alejandro permaneció varios días presa de la desesperación. Luego, casi de repente, se sintió dominado por un extraño frenesí, por la voluntad de honrar al más querido de sus amigos con el más imponente funeral que se hubiera celebrado nunca en todo el mundo. Envió una delegación al oráculo de Amón en Siwa para preguntar al dios si era lícito ofrecer sacrificos a Hefestión igual que a un héroe, luego dio orden al ejército de partir hacia Babilonia y de transportar a aquella ciudad el cuerpo embalsamado del amigo para celebrar allí los funerales.
No todos sus compañeros comprendieron una manifestación de dolor tan hiperbólica, por más que todos apreciaban a Hefestión. Leonato no comprendía por qué Alejandro tenía que hacer aquella pregunta al oráculo de Siwa.
—Alejandro está creando la religión de su nuevo mundo —le explicó Tolomeo—, con sus dioses y sus héroes. Aunque Hefestión ha muerto, él quiere que sea el primero de esos héroes, que viva en el mito. Ha comenzado a llevarnos a la leyenda. ¿Comprendes?
Leonato sacudió la cabeza.
—Ha muerto de una indigestión, y yo no veo nada heroico en todo ello.
—Por eso está preparando para él una ceremonia fúnebre tan fastuosa. Al final será ella la que quede en la memoria de todos. El dolor de Alejandro por la muerte de Hefestión es el de Aquiles por la muerte de Patroclo. Poco importa cómo haya muerto Hefestión, lo que importa es cómo ha vivido. Un gran guerrero, un gran amigo, un joven cuya vida ha truncado el hado antes de hora.
Leonato asintió, a pesar de no estar seguro de haber comprendido exactamente lo que Tolomeo trataba de decir, pero instintivamente pensó que Tánatos había abierto una brecha en la cuadrilla de Alejandro llevándose al primero de los siete, y se preguntó a quién le tocaría la próxima vez.
Durante la marcha de traslado, fueron a ver al rey unos adivinos caldeos para ponerle en guardia de que no entrara en Babilonia: si lo hacía, no saldría de ella. Él entonces consultó a Aristandro y le preguntó:
—¿Qué piensas tú de ello?
—¿Hay algo que podría impedirte hacer lo que has decidido?
—No —repuso el rey.
—Entonces vamos. Nuestro destino está, de todos modos, en manos de los dioses.
Entraron en la ciudad a comienzos de primavera. Alejandro se estableció en el palacio real y comenzó a impartir órdenes para preparar la pira: una torre de ciento cuarenta codos de alto, que descansaba sobre una plataforma artificial de medio estadio de lado.
El plan fue ejecutado por su ingeniero jefe, Diadés de Larisa, y por un ejército de carpinteros, decoradores y escultores. La admirable obra se erguía sobre cinco pisos y estaba adornada de estatuas que representaban elefantes, leones y toda suerte de animales mitológicos, de grandes paneles esculpidos con escenas de gigantomaquia y centauromaquia. Unas antorchas colosales chapadas en oro puro sobresalían de los ángulos y en lo alto el catafalco estaba sostenido por estatuas de sirenas de tamaño natural.
Cuando la enorme pira fue terminada, el cuerpo embalsamado de Hefestión fue transportado a hombros por los hetairoi de su batallón, seguido por Alejandro y por los compañeros hasta la base de la torre. De ahí fue izado con máquinas construidas al efecto y depositado sobre el catafalco. Luego, tan pronto como el sol desapareció tras el horizonte, los sacedotes le prendieron fuego. La estructura fue inmediatamente envuelta por las llamas que subían rugiendo a devorar las estatuas, los paneles esculpidos, los ornamentos, las ricas ofrendas votivas.
Alejandro contempló sin derramar una lágrima aquel espectáculo tremendo y bárbaro, consciente del asombro que producía en todos los presentes, en la población que asistía atónita a aquella desatinada manifestación de poderío, a aquel acontecimiento hiperbólico. Pero de pronto, mientras levantaba los ojos para contemplar lo alto de la torre que comenzaba a hundirse con un siniestro crepitar, devorada por el fuego, se volvió a ver de niño en el patio de la residencia real de Pella intercambiando una prenda de amistad eterna con un pequeño amigo que conocía desde hacía poco. «¿Hasta la muerte?», había preguntado Hefestión. «Hasta la muerte», había respondido él.
La mano se le fue instintivamente al cuello en busca de aquella prenda engarzada en oro: un dientecillo de leche. Arrancó la cadenilla y la arrojó entre las llamas para que se disolviera en el huracán de fuego, y en aquel momento se sintió invadido por una melancolía infinita, por una intensa zozobra. El primero de ellos, el primero y el más querido de los siete amigos ligados por la misma promesa y unidos por el mismo sueño, se iba para siempre. La muerte se lo había llevado y sus cenizas eran dispersadas por el viento.
Terminaba la primavera y Alejandro retomó la prosecución de sus planes y sus sueños de dominio universal, mientras el vientre de Roxana se hinchaba en la espera de un hijo. Hizo excavar en las orillas del Éufrates una gigantesca dársena con capacidad para más de quinientos navíos y proyectó con Nearco la construcción de una nueva gran flota, que debería explorar Arabia y las costas del golfo Pérsico. Los fenicios transportaron desmontadas cuarenta naves hasta el vado de Tápsaco en la alta Siria y luego las reensamblaron botándolas en el río. Navegaron descendiendo la corriente hasta la capital, repletas de tripulaciones de Sidón, Arados y Biblos dispuestas a lanzarse a la aventura hasta las extremas regiones de la misteriosa Arabia. Una flota entera de dos quinquerremes, dos cuatrirremes, veinte trirremes y treinta pentecóntoras fue trasladada en dos meses del Mediterráneo al Océano meridional: nada le parecía imposible al joven e invicto soberano.
Llegaron delegaciones de todas partes del mundo, de Libia y de Italia, de Iberia y del Ponto, de Armenia y de la India, para rendirle homenaje, para traerle presentes y para pedir una alianza con él; y él les recibió a todas en su grandioso palacio, entre las maravillas de Babilonia, que se preparaba para convertirse en la capital de la ecúmene.
Un día, hacia comienzos del verano, durante la crecida del Éufrates, Alejandro decidió descender el río y luego tomar por el Palácopas, un canal que servía para reducir el nivel de las aguas a fin de que no se anegaran los cultivos.
Él mismo estaba al gobernalle al lado de Nearco y contemplaba maravillado las vastas lagunas que se abrían aquí y allá a lo largo del canal, del que emergían las tumbas de los antiguos reyes caldeos. De repente, una ráfaga de viento le hizo volar el sombrero de ala ancha con el que se protegía del sol, en torno al cual se había atado una cinta de oro, símbolo de su realeza.
El sombrero se hundió, pero la cinta quedó enredada en una mimbrera.
Un marino se zambulló al punto y consiguió cogerla, pero, temiendo estropearla si la mantenía apretada en el puño mientras nadaba hacia la nave, se la puso en torno de la cabeza. Cuando fue izado a bordo, todos se quedaron impresionados por aquel acontecimiento infausto, por aquel presagio de infortunio, y los magos caldeos que seguían al rey sugirieron que premiara al marino por haber salvado la diadema real e inmediatamente después le diera muerte para conjurar la mala fortuna.
El rey respondió que bastaría con unos azotes por aquel gesto sacrílego y se ciñó nuevamente la diadema alrededor de la cabeza.
Nearco trató de distraerle hablando de la gran expedición hacia Arabia, pero vio que había una sombra en la mirada de Alejandro, como cuando había asistido a la incineración de Kalanos.
Pocos días después el rey asistió, sentado en el trono, a las evoluciones de su caballería fuera de la ciudad. Se levantó en un determinado momento para ir a hablar con los comandantes y de golpe, mientras todos estaban distraídos por las maniobras de los escuadrones, un desconocido pasó por en medio de los chambelanes y fue a sentarse en su puesto riendo a mandíbula batiente. La guardia persa le dio muerte en el acto, pero los sacerdotes caldeos se dieron golpes en el pecho y se arañaron el rostro en señal de desesperación, al ser aquél el peor de los presagios.
Y sin embargo, a pesar de todos aquellos signos infaustos, el amor de Roxana y el deseo de ver a su hijo le permitían ahuyentar los pensamientos más melancólicos.
—Me pregunto si se parecerá más a ti o a mí —decía—. Mi maestro Aristóteles considera que la mujer es nada más que un recipiente para el semen masculino, pero, a mi parecer, ni siquiera él se lo cree, pues es evidente que ciertos individuos se asemejan más a la madre que al padre. Yo mismo, por ejemplo.
—¿Cómo es tu madre?
—Ya la conocerás. La haré venir cuando nazca mi hijo. Era de una gran belleza, pero han pasado diez años... diez años duros para ella.
La voz de aquellos inquietantes presagios se había extendido también entre los amigos y todos rivalizaban en invitarle a comidas y cenas para mantenerle alegre. Y él aceptaba todas las invitaciones: no decía que no a nadie y pasaba los días y las noches comiendo y bebiendo sin moderación. Una noche, al volver de una de aquellas invitaciones, se sintió extraño: la cabeza pesada, los oídos que le zumbaban, pero no le dio importancia. Se dio un baño y se metió en la cama al lado de Roxana, que se había dormido con el velón encendido.
Al día siguiente tenía fiebre, pero se levantó igualmente a pesar de la insistencia de la reina, que quería que se quedara en la cama. Fue a cenar a casa de un amigo griego que hacía algún tiempo se había reunido con él en Babilonia, un tal Medio. Al anochecer, mientras estaba aún en la mesa, sintió un agudo y repentino dolor en el costado derecho, tan fuerte que le hizo dar un alarido. Los siervos le alzaron, le depositaron en el lecho; pasado un rato, el dolor pareció atenuarse.
Acudió un médico rápidamente y le visitó, pero no se atrevió a tocarle del lado en que el rey había sentido aquel dolor desgarrador. Tenía fiebre alta y se sentía mortalmente cansado.
—Haré que te lleven a palacio, señor.
—No —respondió Alejandro—. Me quedaré aquí esta noche. Estoy seguro de que mañana me sentiré mejor.
Se quedó durmiendo en casa de Medio, pero al día siguiente la fiebre había aumentado.
Al tercer día su estado siguió empeorando, pero él parecía no hacer caso. Convocó a su estado mayor y, aunque Nearco y los compañeros se dieron cuenta de que estaba mal, siguió discutiendo con ellos los detalles de la expedición y la fecha de la partida.
—¿Por qué no lo posponemos todo? —propuso Tolomeo—. Deberías permanecer tranquilo, esperar a curarte, tratar de restablecerte. Tal vez deberías cambiar de aires. Aquí el calor es insoportable, se duerme poco y mal. ¿Te has preguntado por qué el rey Darío pasaba el verano en Ecbatana, en la montaña?
—No tengo tiempo de ir a la montaña —repuso Alejandro— y no lo tengo tampoco para esperar a que se me pase la fiebre. Se pasará cuando se pase. Yo quiero seguir adelante. Nearco, ¿qué has sabido sobre la extensión de Arabia?
—Según algunos, sería tan grande como la India, pero me parece difícil de creer.
—Pronto lo sabremos, en cualquier caso —repuso Alejandro—. Pensad en ello, amigos, la tierra de los aromas: del incienso, del áloe y de la mirra.
Los compañeros fingieron entusiasmarse, pero para sus adentros también aquellas palabras sonaban como un sombrío presagio: el rey mencionaba perfumes que eran usados para embalsamar los cuerpos.
Roxana, angustiada, mandó llamar a Filipo, que se encontraba en aquel momento con un batallón del ejército al norte de la ciudad para curar una epidemia de disentería, pero cuando el mensajero de la reina llegó al campamento, el médico había ya partido hacia otro destino más al norte, sin dejar ninguna indicación precisa sobre cómo dar con su paradero.
Durante tres días Alejandro continuó desempeñando sus deberes y obligaciones, ofreciendo sacrificios a los dioses y reuniendo a sus compañeros para organizar la expedición hacia Arabia, pero ahora su estado empeoraba a ojos vista.
Cuando finalmente se dio con Filipo, pareció que hubiera una cierta mejoría: la fiebre había bajado y Alejandro conversó un rato con su médico.
—Sabía que llegarías, iatré —le dijo—. Ahora sé que me curaré.
—Claro que te curarás —respondió Filipo—. ¿Recuerdas aquella vez que estabas medio muerto después de aquel baño de agua helada?
—Como si fuese ayer mismo.
—¿Y el billete que te mandó Parmenión?
—Sí. Decía que tú me estabas envenenando.
—Era la pura verdad —bromeó riendo el médico—. ¡Te daba un veneno capaz de matar a un elefante y tú, nada! Estabas mejor que antes, y por tanto ¿qué quieres que te haga un poco de fiebre?
Alejandro sonrió.
—No te creo, pero me agrada que lo digas.
Al día siguiente su estado se precipitó.
—Sálvale, iatré —le imploraba Roxana—. Sálvale, te lo suplico.
Pero Filipo sacudía la cabeza impotente, mientras Leptina bañada en lágrimas mojaba la frente del rey para aportarle un poco de frescor.
Al día siguiente, Alejandro no consiguió ya levantarse y la fiebre le subió desmesuradamente. Fue llevado en unas parihuelas hasta el palacio de verano, donde al caer la noche había un poco de fresco. Filipo le hacía dar baños fríos para bajarle la temperatura, pero todo se revelaba ya inútil. Roxana, desesperada, no le dejaba un instante y le cubría de besos y caricias; los compañeros le velaban noche y día, sin descansar ni probar bocado.
Seleuco corrió al santuario del dios Marduk, protector de la ciudad, dios curativo, y pidió a los sacerdotes que trasladaran a Alejandro al templo, a fin de que el dios le curase, pero los sacerdotes respondieron:
—El dios no quiere que sea trasladado a su casa.
Volvió desconsolado a palacio y se reunió con los compañeros e informó a Filipo del resultado de su misión.
—Deberías matar a esos sacerdotes. Si no saben curar al rey, ¿para qué demonios están en el mundo? —exclamó Lisímaco.
—Yo digo que también esta vez saldrá de ésta —dijo Pérdicas—. No os preocupéis, ha superado otras muchas.
Filipo le miró fijamente con mirada melancólica y luego entró en el aposento del rey. Alejandro pedía agua con una voz apenas perceptible.
Al día siguiente ya no conseguía hablar.
Entretanto había corrido entre los soldados la noticia de que el rey estaba muy mal; alguno llegaba incluso a decir que había ya muerto. Se presentaron entonces ante la entrada del palacio y amenazaron con echar abajo las puertas si no les dejaban pasar.
—Iré a ver —dijo Tolomeo.
Y bajó al cuerpo de guardia.
—¡Queremos saber cómo está el rey! —gritó un veterano.
Tolomeo inclinó la cabeza.
—El rey se está muriendo —respondió—. Si queréis verle, subid ahora, pero en silencio. No perturbéis su agonía.
Y los soldados subieron. En larga fila, uno tras otro, escaleras arriba, a lo largo de los corredores, hasta la cabecera del rey: desfilaron delante de su lecho llorando, saludándole con un gesto de la mano. Para todos tenía Alejandro una mirada, un gesto de cabeza, un movimiento apenas perceptible de los labios.
Vio a sus soldados, los compañeros de mil aventuras, a los hombres de hierro que habían domado el Nilo, el Tigris, el Éufrates y el Indo, vio sus rostros demacrados por el hielo y quemados por el sol abrasador, vio sus mejillas hirsutas bañadas de lágrimas; luego, de golpe, ya nada. Oyó el llanto desesperado de Roxana y los sollozos de Leptina y luego la voz de Tolomeo que decía:
—Se acabó... Alejandro ha muerto.
Pensó en su madre en aquel momento, pensó en su espera inútil y amarga. Le pareció estar viéndola, en una torre del palacio mientras gritaba llorando y le llamaba desesperadamente: «¡Aléxandre, no vayas, vuelve conmigo, te lo ruego!». Y aquel grito pareció retrotraerle durante un momento al pasado, pero un sólo un instante. Ahora aquellas palabras, aquellos gritos y aquel rostro se desvanecían a lo lejos, se perdían en el viento...
Veía delante de sí una llanura inmensa, un campo florido, y oía ladrar a un perro, pero no era el sordo ladrido de Cerbero: ¡era Peritas! Que corría a su encuentro loco de alegría como el día en que había vuelto del destierro, y de repente, en la inmensa pradera, retumbaba un galope, resonaba de súbito un relincho. Sí, era Bucéfalo que venía a su encuentro con las crines al viento y se lo llevaba en la grupa como aquel día en Mieza. Y él gritaba: «¡Vamos, Bucéfalo!». Y el caballo se lanzaba, cual ardiente Pegaso, a una carrera desenfrenada hacia el último horizonte, hacia la luz infinita.