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La mayor aspiración de Filipo, desde que se convirtiera en rey, había sido llevar Macedonia al mundo griego, pero sabía que para conseguirlo tendría que imponerse por la fuerza. Por dicho motivo había dedicado en primer lugar todas sus energías a hacer de su país una potencia moderna, sacándolo de su condición de estado tribal de pastores y agricultores.

Había desarrollado la agricultura en las llanuras, haciendo traer trabajadores expertos de las islas y de las ciudades griegas de Asia Menor, y había estimulado los trabajos de extracción en el monte Pangeo, obteniendo de sus minas hasta mil talentos anuales de oro y de plata.

Había impuesto su autoridad a sus jefes tribales y les había ligado a él mediante la fuerza o con alianzas matrimoniales. Había creado además un ejército como no se había visto nunca otro hasta aquel entonces, un ejército constituido por unidades de infantería pesada enormemente poderosas, unidades de infantería ligera de gran movilidad y escuadrones de caballería que no temían el enfrentamiento en la zona del Egeo.

Pero todo esto no había bastado para que fuera aceptado como griego. Demóstenes, pero asimismo otros muchos oradores y políticos de Atenas, Corinto, Mégara, Sición, seguían llamándole Filipo El Bárbaro.

Para ellos eran objeto de risa la pronunciación de los macedonios, quienes acusaban el influjo de los pueblos salvajes que presionaban en sus fronteras septentrionales, y sus monstruosos desafueros en el beber, en el comer y hacer el amor durante sus banquetes, que por lo general degeneraban en orgías. Consideraban bárbaro a un estado basado aún en los vínculos de sangre y no en el derecho de ciudadanía, regido por un soberano que podía mandar sobre todos y estar por encima de las leyes.

Filipo alcanzó su objetivo al conseguir finalmente imponerse a los focenses en la guerra sagrada, logrando su expulsión del consejo del santuario, el más noble y prestigioso consejo de toda Grecia. Los dos votos de que disponían sus representantes fueron asignados al rey de los macedonios, al que fue atribuido el cargo altamente honorífico de presidente de los Juegos Píticos, los más prestigiosos después de los Olímpicos.

Fue la coronación de diez años de esfuerzos decisivos y coincidió con el hecho de que su hijo Alejandro cumplía diez años.

En ese mismo período, un gran orador ateniense de nombre Isócrates pronunció un discurso en el que exaltaba a Filipo como protector de los griegos y como el único hombre que podía aspirar a someter a los bárbaros de Oriente, los persas, que desde hacía más de un siglo amenazaban la civilización y la libertad helénicas.

Alejandro fue informado de estos acontecimientos por sus maestros y tales noticias le llenaron de ansiedad. Se sentía ya lo bastante mayor como para asumir su papel en la historia del país, pero sabía perfectamente que era también demasiado pequeño para poder actuar.

Conforme crecía, su padre le dedicaba cada vez más tiempo, como si le considerase ya un hombre, pero no por ello dejaba de lado sus más audaces proyectos. Su objetivo no era, en efecto, el predominio sobre los estados de la Grecia peninsular: éste era únicamente un medio. Miraba más allá, allende el mar, hacia los infinitos territorios del Asia interior.

A veces, cuando pasaba un período de descanso en el palacio de Pella, le llevaba con él después de cenar a la torre más alta y le señalaba el horizonte en dirección a Oriente, por donde asomaba la Luna de entre las olas del mar.

—¿Sabes qué hay allí, Alejandro?

—Está Asia, papá —respondía él—. El país del sol naciente.

—¿Y sabes lo grande que es Asia?

—Mi maestro de geografía, Cratipo, dice que tiene más de diez mil estadios.

—Pues está en un error, hijo mío. Asia es cien veces más grande que eso. Cuando yo combatía a orillas del río Istro, me encontré a un guerrero escita que hablaba el macedonio. Me contó que allende el río se extendía una llanura vasta como un mar y a continuación montañas tan altas como para penetrar los cielos con sus cumbres. Me explicó que había desiertos tan extensos que se requerían meses para atravesarlos y que además había montañas completamente cubiertas de piedras preciosas: lapislázulis, rubíes, cornalinas.

»Contó que en aquellas llanuras corrían rebaños de miles de caballos ardientes como el fuego, incansables, capaces de correr volando durante días por la extensión infinita. “Existen regiones —me dijo— sepultadas por el hielo, oprimidas por una noche que dura la mitad del año, y otras abrasadas por el ardor del sol en cada estación, donde no crece una brizna de hierba, donde todas las serpientes son venenosas y la picadura de un escorpión mata a un hombre en poco rato”. Ésta es Asia, hijo mío.

Alejandro le miró, vio sus ojos arder de sueños y comprendió qué era lo que ardía en el alma de su padre.

Un día, había pasado más de un año de aquella conversación, Filipo entró de repente en su habitación.

—Ponte los pantalones tracios y coge una capa de lana burda. Nada de insignias ni de adornos, ¡pues partimos!

—¿Adónde vamos?

—He hecho preparar ya los caballos y los víveres; estaremos fuera unos días. Quiero que veas una cosa.

Alejandro no hizo ninguna otra pregunta. Se vistió tal como se le había pedido, saludó a su madre asomándose un momento a la entrada de su estancia y bajó a todo correr al patio donde le esperaban una pequeña escolta de la caballería real y dos cabalgaduras.

Filipo estaba ya en la silla, Alejandro saltó sobre su caballo negro y salieron al galope por la puerta abierta de par en par.

Cabalgaron durante varios días hacia Oriente, primero por la costa, luego por el interior, para seguir nuevamente por la costa. Pasaron Therma, Apolonia y Anfípolis, parándose de noche en pequeñas posadas de campo y comiendo la comida tradicional macedonia: asado de cabra, caza, queso curado de oveja y el pan cocido bajo las cenizas.

Tras dejar atrás Anfípolis, comenzaron a trepar por un escarpado sendero hasta que se encontraron, casi de improviso, ante un paisaje desolado. La montaña había sido privada de su manto boscoso, y por todas partes veíanse troncos mutilados y raigones carbonizados. El terreno, tan desnudo, mostraba perforaciones en varias de sus partes y en la entrada de cada cueva se amontonaban enormes cantidades de detritos, como en un gigantesco hormiguero.

Comenzaba a caer una fina e insistente lluvia y los jinetes se cubrieron la cabeza con las capuchas y pusieron los animales a paso de marcha. El sendero principal no tardó en bifurcarse en un laberinto de trincheras por las que se movía una multitud de hombres andrajosos y macilentos, de piel renegrida y rugosa, que cargaban pesadas espuertas llenas de piedras.

Más allá subían al cielo columnas de negro y denso humo, en perezosas volutas, difundiendo por toda la zona una espesa nube que dificultaba la respiración.

—Tápate la boca con la capa —ordenó Filipo a su hijo, sin añadir nada más.

Reinaba por toda la zona un extraño silencio y ni siquiera se oía el ruido de todos aquellos pies, amortiguado como estaba por el denso barrizal en el que la lluvia había transformado el polvo.

Alejandro miraba a su alrededor espantado: así se había imaginado que sería el Hades, el reino de los muertos, y le vinieron a la mente en aquel momento los versos de Homero.

Allí están el pueblo y la ciudad de los cimerios

entre nieblas y nubes, sin que jamás el sol

resplandeciente los ilumine con sus rayos,

ni cuando sube al cielo estrellado,

ni cuando vuelve del cielo a la tierra,

pues una nube perniciosa se extiende sobre los míseros mortales.*

Luego, de golpe, el silencio se vio roto por un ruido sordo y acompasado, como si el puño de un cíclope se abatiese con monstruosa potencia sobre las atormentadas laderas del monte. Alejandro espoleó con los talones a su caballo porque quería saber el origen de aquel estruendo que ahora hacía temblar la tierra como el trueno.

Después que hubo bordeado una prominencia rocosa vio dónde terminaban todos los senderos. Había una máquina gigantesca, una especie de torre hecha de grandes travesaños que llevaba en lo alto una polea. Una soga sostenía una tela metálica colosal, y por el otro lado la soga estaba retorcida sobre una árgana que era maniobrada por cientos de aquellos desdichados, que la hacían girar enrollando la soga en torno al tambor, de modo que la red se alzaba en el interior de la torre de madera.

Cuando alcanzaba la parte superior, uno de los vigilantes soltaba la clavija del freno liberando el tambor, que rodaba en sentido contrario arrastrado por el peso de la red que caía al suelo haciendo pedazos las piedras arrojadas de continuo por las espuertas transportadas a hombros montaña arriba.

Los hombres recogían el mineral fragmentado, llenaban otras espuertas con él y se lo llevaban por otros senderos hasta una explanada, donde otros lo pulverizaban en los morteros a fin de lavarlo a continuación en el agua de un torrente que era canalizada por medio de una serie de rápidos y rampas, separando las pequeñas pepitas y el polvo de oro que contenían.

—Éstas son las minas del Pangeo —explicó Filipo—. Con este oro he armado y equipado a nuestro ejército, he construido nuestros palacios, he erigido el poderío de Macedonia.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó Alejandro profundamente turbado.

Mientras hablaba, uno de los porteadores se desplomó casi debajo mismo de las patas de su caballo. Un vigilante se aseguró de si estaba muerto o no; luego hizo una señal a dos desventurados que depositaron en tierra las espuertas, le cogieron por los pies y se lo llevaron a rastras.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó de nuevo Alejandro.

Filipo se dio cuenta de que el cielo plúmbeo se reflejaba en su mirada sombría.

—No has visto aún lo peor —respondió—. ¿Estás dispuesto a descender bajo tierra?

—No le temo a nada —afirmó el muchacho.

—Entonces sígueme.

El rey se apeó del caballo y se acercó a la entrada de una de las minas. El vigilante que había venido a su encuentro empuñando el látigo se detuvo estupefacto, al reconocer en su pecho la estrella de oro de los Argéadas.

Filipo se limitó a hacer una indicación y volvió atrás, encendió un candil y se dispuso a guiarlos por el subsuelo.

Alejandro siguió al padre, pero apenas hubo entrado sintió que se sofocaba a causa de un hedor insoportable a orina, sudor y excrementos humanos. Había que avanzar inclinados y, en determinados puntos, casi con la espalda doblada, a lo largo de una angosta tripa que resonaba por doquier con un continuo martilleo, un jadear difuso, ataques de tos, estertores agónicos.

De vez en cuando el vigilante se detenía allí donde un grupo de hombres se hallaban ocupados en extraer con el pico el mineral o bien en la bocamina de los pozos. Al fondo de cada uno de éstos palpitaba la claridad de un velón iluminando una espalda huesuda, unos brazos esqueléticos.

A veces el minero, al oír ruido de pasos o de voces que se aproximaban, alzaba el rostro para mirar y Alejandro descubría máscaras desfiguradas por la fatiga, las enfermedades y el horror de vivir.

Más adelante, al fondo de uno de aquellos pozos, vieron un cadáver.

—Muchos se suicidan —explicó el vigilante—. Se lanzan sobre el pico o se traspasan con el cincel.

Filipo se volvió para observar a Alejandro. Estaba mudo y en apariencia impasible, pero sobre sus ojos había caído una mortal oscuridad.

Salieron por la parte opuesta del monte a través de un estrecho agujero y encontraron los caballos y la escolta esperándoles.

Alejandro miró a su padre.

—¿Cuál fue su delito? —preguntó.

Su rostro estaba pálido como la cera.

—Ninguno —repuso el rey—. Salvo haber nacido.