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La exhibición de Tésalo en Edipo rey fue impecable y, cuando llegó la escena en que el héroe se pincha los ojos con la fíbula, los espectadores vieron dos hilillos de sangre correr por la máscara del actor y un largo «oooooh» maravillado se elevó de la gradería de la cavea mientras desde la escena resonaba el acompasado lamento de Edipo:

Oitoitoitoitoitói papái féu féu!

Alejandro, sentado en la tribuna de honor, le dedicó una entusiasta y larga ovación. Inmediatamente después fue representada, en cambio, Alcestes, y el asombro del público aumentó más aún si cabe cuando, al final, la Muerte, ataviada con la tétrica vestimenta de Tánatos, surgió repentinamente del subsuelo y revoloteó acto seguido con alas de murciélago por toda la escena, mientras Heracles trataba de abatirla con grandes golpes de su clava. Eumenes había hecho proyectar la tramoya para los efectos escénicos al arquitecto Diadés, el mismo que había construido las torres de asalto que hicieran trizas las murallas de Tiro.

—Te dije que quedarías satisfecho —musitó el secretario al oído de Alejandro—. Y mira al público, está como loco.

En aquel preciso instante la clava de Heracles caía sobre Tánatos con certero golpe, el gancho que sostenía en el aire al actor se soltaba del brazo móvil y giratorio que lo mantenía suspendido dejándolo caer sobre el palco con un gran ruido, e inmediatamente después Heracles se precipitaba sobre él aplastándole con una somanta de palos, mientras el público alcanzaba el delirio.

—Has hecho un trabajo admirable. Asegúrate de que todos reciban una recompensa, sobre todo el arquitecto que ha construido la tramoya. Nunca había visto nada por el estilo.

—Es mérito también de nuestros corifeos. El rey de Chipre ha financiado su preparación sin ahorrar en gastos... y otra cosa —añadió—. Hay novedades del frente persa. Te las referiré esta noche después de la audiencia.

Luego se alejó para organizar la ceremonia del reparto de premios.

Los jueces, entre los cuales habían sido nombrados por cortesía algunos de los huéspedes atenienses de la delegación de visita, se retiraron a la sala de deliberaciones y emitieron el veredicto: el premio a la mejor puesta en escena fue para Alcestes y el correspondiente al mejor actor protagonista a Atenodoro que había interpretado, bajo una máscara femenina y con voz de falsete, el papel de la reina de Argos.

El rey se quedó desilusionado, pero trató de disimular su contrariedad y aplaudió cortésmente al triunfador.

—No te lo tomes a mal, han premiado su vocecita de marica —dijo Eumenes.

—Esto no favorecerá las peticiones del gobierno ateniense en la audiencia de esta noche, si puedo preciarme de conocer a Alejandro —bisbiseó un poco más allá Tolomeo al oído de Seleuco.

—No, pero incluso sin este veredicto no tendríamos, en cualquier caso, muchas esperanzas. El rey Agis de Esparta está atacando a nuestras guarniciones y a los atenienses podrían entrarles tentaciones que es mejor desalentar por el momento.

Seleuco no se equivocaba. Cuando llegó el momento, el rey recibió a los embajadores de Atenas y escuchó con atención sus peticiones.

—La ciudad se ha comportado hasta ahora con lealtad —empezó diciendo el jefe de la delegación, un miembro de la asamblea cargado de años y de experiencia—, te apoyó en toda la fase de la conquista de Jonia y ha mantenido el mar libre de piratas, garantizándote las comunicaciones con Macedonia. Te pedimos, por ello, una gracia. Concede la libertad a los prisioneros atenienses que cayeron en tus manos en la batalla del Gránico. Sus familias están ansiosas de volver a abrazarles, la ciudad está preparada para recibirles. Es cierto que se equivocaron, pero lo hicieron de buena fe y ya han pagado duramente por su error.

El rey intercambió una larga mirada con Seleuco y Tolomeo, luego respondió:

—Era mi intención satisfacer vuestra solicitud, pero los tiempos no están aún totalmente maduros para dar por superado el pasado. Liberaré a quinientos hombres tomados al azar o bien elegidos por vosotros. Los restantes se quedarán conmigo durante un tiempo aún.

El jefe de la delegación ateniense ni siquiera trató de replicar, pues conocía el carácter de Alejandro y se retiró mascullando amargamente. Sabía perfectamente que el rey no se echaba nunca atrás en sus decisiones, sobre todo en lo concerniente a la política y la estrategia.

Apenas hubieron salido los embajadores, todos los miembros del Consejo se pusieron en pie para irse a su vez. Se quedó únicamente Eumenes.

—¿Qué? —le preguntó Alejandro—. ¿Qué pasa con esas noticias?

—Dentro de poco lo sabrás. Hay una visita para ti.

Fue a abrir una portezuela secundaria e hizo entrar a un personaje de extraña estampa: barba teñida de negro cuidadosamente rizada, cabello ensortijado con el encrespador de igual modo, ropas de estilo sirio. A Alejandro le costó reconocerle.

—¡Eumolpo de Solos! Pero ¿cómo te has peinado?

—He cambiado mi identidad. Ahora me llamo Baaladgar y gozo de una notable reputación como mago y adivino en los ambientes sirios —respondió—. Pero ¿cómo debo dirigirme al joven dios que es el señor del Nilo y del Éufrates, ante cuyo nombre Atenas entera tiembla de miedo? —Y preguntó, acto seguido—: ¿Está el perro?

—No, no está —le contestó Eumenes—. ¿Estás ciego?

—Entonces, ¿qué noticias me traes? —le preguntó Alejandro.

Eumolpo quitó el polvo con el borde de su manto a un asiento y se acomodó después de haber recibido licencia para hacerlo.

—Esta vez creo haberte servido como nunca —comenzó diciendo—. Así es como están las cosas. El Gran Rey está reuniendo un gran ejército, más grande seguramente que aquel con el que te enfrentaste en Issos. Además alineará carros falcados de nuevo cuño, máquinas espantosas erizadas de afiladas cuchillas como navajas. Establecerá su base al norte de Babilonia esperando ver adónde te diriges. En ese momento elegirá el campo de batalla. Sin duda una zona llana donde pueda imponer su superioridad numérica y donde pueda lanzar las cargas de los carros de guerra. Darío no pide ya negociar contigo. Quiere confiar ahora toda su suerte al enfrentamiento definitivo. Y está completamente convencido de vencer.

—¿Qué le ha hecho cambiar de idea de modo tan repentino?

—Tu inercia. El hecho de que no te muevas de la costa le ha convencido de que cuenta con tiempo para reunir todas las fuerzas que le sirvan para derrotarte.

Alejandro se volvió hacia Eumenes.

—¿Lo ves? Tenía yo razón. Sólo de este modo podemos provocar un enfrentamiento definitivo. Venceré, y luego Asia entera será mía.

Eumenes se volvió de nuevo hacia Eumolpo:

—En tu opinión, ¿cuál el campo de batalla? ¿Al norte o al sur?

—Esto no estoy en condiciones de decirlo, pero una cosa sí sé: donde encontréis el camino despejado, allí os esperará el Gran Rey.

Alejandro meditó en silencio durante un rato mientras Eumolpo le miraba de reojo; luego dijo:

—Nos moveremos a comienzos del otoño y atravesaremos el Éufrates en Tápsaco. Preséntate cuando estemos por allí, si tienes noticias.

El informador se retiró saludando ceremoniosamente y Eumenes se quedó hablando un poco más con el rey.

—Si pasas a Tápsaco, ello significa que quieres descender el Éufrates. Como los Diez Mil, ¿no es así?

—Es posible, pero nadie ha dicho nada de eso. Tomaré una decisión cuando esté en la orilla izquierda. Por ahora, que continúen las competiciones atléticas. Quiero que los hombres se diviertan y se distraigan, pues después no habrá ya tiempo durante meses. Quizá durante años. ¿Quién compite en el pugilato?

—Leonato.

—Es verdad. ¿Y en la lucha?

—Leonato.

—Entendido. Y ahora búscame a Hefestión y dile que venga a verme.

Eumenes saludó y salió en busca del amigo. Le encontró ejercitándose en la lucha con Leonato y le vio desplomarse al suelo un par de veces antes de que le prestase atención. Esperó a que rodara una tercera vez entre sus pies, y luego le dijo:

—Alejandro quiere verte. Muévete.

—¿A mí también? —preguntó Leonato.

—No, a ti no. Tú sigue entrenándote. Si no vences a tu rival ateniense, no quisiera estar en tu pellejo.

Leonato rezongó algo haciendo un gesto a otro soldado para que se acercara; Hefestión se levantó al punto y se presentó en la estancia del rey con los cabellos llenos de arena.

—¿Me has mandado llamar?

—Sí. Tengo un encargo que hacerte. Elige dos unidades de caballería, incluso de La Punta si quieres, y dos pelotones de carpinteros navales fenicios, toma contigo a Nearco, acércate a Tápsaco, junto al Éufrates, y cúbrele las espaldas mientras él prepara los puentes de barcas. Pasaremos por allí.

—¿Cuánto tiempo me das?

—Un mes como máximo, tras el cual te alcanzaremos.

—Entonces nos movemos, por fin.

—Sí, nos movemos. Saluda a las olas del mar, Hefestión. No verás ya agua salada hasta que hayas llegado a las orillas del Océano.