Hicieron falta cuatro días para reunir la caballería, los carpinteros y los materiales de construcción. Bajo la supervisión de Nearco, las balsas fueron desmontadas, numeradas y cargadas sobre carros tirados por mulos, y el largo convoy se preparó para abandonar la costa. La noche anterior a su partida, Hefestión fue a saludar a Alejandro y, cuando volvió, vio dos sombras que salían de detrás de una tienda y se le acercaban furtivamente. Hizo ademán de coger la espada, pero una voz conocida susurró:
—Somos nosotros.
—¿Estás cansado de vivir? —preguntó Hefestión descubriendo a Eumenes.
—Guarda tu acero. Tenemos que hablar. —Hefestión miró de reojo al otro personaje y reconoció a Eumolpo de Solos—. ¿A quién ven mis ojos? —dijo sarcásticamente—. El hombre que salvó el culo del palo persa jodiendo a un ejército entero.
—Tú ten callada esa boca, gordinflón —le replico al punto el informador—, y mejor harás escuchándome si quieres salvar tu culo, con todos los piojos que en él habitan.
Hefestión les hizo entrar en su tienda, bastante asombrado por aquel secretismo, y escanció vino en un par de copas. Eumenes se mandó al coleto un sorbo y luego comenzó:
—Eumolpo no le ha dicho a Alejandro toda la verdad.
—No sé por qué pero me lo suponía.
—Y bien que ha hecho, ¡por Zeus! Él quiere embestir como un toro sin calibrar ni sus fuerzas ni las del enemigo.
—Y es justo que así sea. Pues así vencimos en el Gránico y en Issos.
—En el Gránico eran más o menos tantos como nosotros y en Issos salimos bien parados con una cierta dosis de fortuna. Aquí estamos hablando de un millón de hombres. Cien miríadas. ¿Eres capaz de contar? Imagino que no. En cualquier caso, he hecho yo la cuenta. Formados en seis líneas, pueden superarnos a derecha e izquierda en más de tres estadios. ¿Y qué me dices de los carros falcados? ¿Cómo reaccionarán nuestros hombres delante de estas máquinas espantosas?
—¿Y yo qué sé?
—Yo te lo explico —intervino Eumolpo—. El Gran Rey mandará defender el vado de Tápsaco a Maceo, sátrapa de Babilonia y su brazo derecho, un viejo zorro que conoce cada palmo de terreno desde aquí hasta la desembocadura del Indo y tiene consigo a varios miles de mercenarios griegos de los duros, de los que pueden hacerte escupir sangre. ¿Y sabes otra cosa? Maceo se entiende muy bien con esos muchachos porque habla el griego mejor que tú.
—Sigo sin entender ni pizca.
—Maceo es víctima, desde hace algún tiempo, de un profundo desaliento. Está convencido de que el Imperio de Ciro el Grande y de Darío ha llegado a su fin.
—Mejor así, ¿y entonces?
—Pues entonces, dado que quien me transmitió esta información es un hombre muy próximo a Maceo, existe la posibilidad de que se pueda razonar con el viejo. ¿Me he explicado?
—Sí y no.
—Si tienes ocasión de verle, dínoslo —dijo Eumenes—. Nearco está en condiciones de reconocerle, pues le vio una vez en Chipre.
—También yo puedo hacerlo. ¿Y luego?
—Contra un millón de hombres podemos perder. Una ayuda no nos vendría nada mal.
—Queréis que le induzca a cometer traición.
—Algo por el estilo —confirmó Eumolpo.
—Hablaré de ello con Alejandro.
—¿Estás loco? —dijo Eumenes.
—De lo contrario no hay nada que hacer.
Eumolpo sacudió la cabeza.
—Muchachotes que no quieren hacer caso de quien tiene más gramática parda que ellos... Pues entonces haz como te parezca, estrújate los sesos.
Salió seguido del secretario, y poco faltó para que se tropezaran con Alejandro, que llevaba a pasear a Peritas por la orilla del mar. El perro comenzó enseguida a ladrar furiosamente en dirección a ellos y Eumenes miró primero a Peritas y luego al informador y le dijo:
—¿De qué está hecha tu peluca?
El ejército de Hefestión empleó siete días para llegar hasta la orilla del Éufrates en Tápsaco, una ciudad llena de mercaderes, de viajeros, de animales y de mercancías de todo género, atestada de gente que venía de medio mundo porque aquél era el único punto por el que se podía atravesar el río vadeándolo.
La ciudad, por más que estuviera en el interior, era de origen fenicio y su nombre significaba precisamente «vado», «paso». No contaba con nada digno de verse: no había en ella monumentos ni templos, ni tampoco plazas porticadas y con estatuas, pero no por ello era menos pintoresca por las costumbres de sus gentes, los usos de los mercaderes, el número increíble de prostitutas que ejercían su oficio con los arrieros y camelleros que trabajaban en las riberas del gran río. Se hablaba en ella una curiosa lengua común, compuesta de sirio, cilicio, fenicio y arameo, con alguna que otra palabra de griego.
Hefestión hizo un primer reconocimiento y enseguida se dio cuenta de que había posibilidad de vadear el río: en la montaña había comenzado ya a llover y el río había crecido. No había otro medio de cruzarlo que construir un puente, razón por la cual los carpinteros fenicios se pusieron manos a la obra a las órdenes de Nearco. Cada tabla era marcada a fuego con letras de su alfabeto para indicar los puntos de juntura para las espigas que fijaban las tablas unas sobre otras.
Cuando todas las balsas estuvieron listas, se procedió al montaje del puente: los marinos llevaban cada balsa a su posición, la anclaban al fondo, la sujetaban a la anterior y luego extendían encima el entarimado y montaban los parapetos. Pero se acababa de iniciar el trabajo cuando hicieron acto de presencia las tropas de Maceo: la caballería siria y árabe y la infantería pesada griega. Enseguida iniciaron las acciones de distracción: incursiones hacia el centro del río, lanzamiento de flechas incendiarias, brulotes cargados de petróleo, dejados a la deriva en la corriente, que descendían rapidísimos por las aguas, de noche, como globos de llamas, hasta chocar con lo realizado ya por Nearco, prendiéndole fuego.
Así pasaban los días, sin que se hiciera ningún progreso, y se acercaba el momento en que el ejército de Alejandro, con diez mil caballos y dos mil carros de víveres y acémilas cargadas con bagajes, se presentarían para atravesar el Éufrates. Hefestión se ponía enfermo sólo de pensar que podían sorprenderle sin tenerlo preparado y consultaba a menudo a Nearco para encontrar una solución. Una noche, mientras estaban sentados a orillas del río discutiendo acerca de qué hacer, Nearco le dio una palmada en un hombro.
—Mira.
—¿El qué?
—A ese hombre.
Hefestión miró en la dirección indicada y vio en la orilla opuesta a un hombre solo, a caballo, que sostenía una antorcha encendida.
—¿Quién puede ser?
—Se diría que alguien que quiere hablar con nosotros.
—¿Qué hacemos?
—Yo diría que tendrías que ir. Toma una barca, haz que te crucen hasta allí y escucha lo que quiere. Trataremos de cubrirte, si es necesario.
Hefestión asintió, se hizo llevar a la otra orilla y se encontró ante el misterioso jinete.
—Salve —le dijo éste en un excelente griego.
—Salve a ti —repuso Hefestión—. ¿Quién eres?
—Me llamo Nabunaid.
—¿Qué quieres de mí?
—Nada. Mañana destruiremos vuestro puente, pero antes de la última batalla quisiera darte este objeto para que se lo entregues a Baaladgar, si tienes ocasión de verle.
«Eumolpo de Solos», pensó Hefestión observando la estatuilla de terracota que el hombre sostenía en la mano, decorada en la base con caracteres en forma de cuña.
—¿Por qué?
—Un día me curó de un mal incurable y yo le prometí que le correspondería con un objeto que él apreciaba mucho. Éste.
«¿Quién lo hubiera dicho? —pensó Hefestión—. Y yo que creía que era el último de los charlatanes.»
—Está bien —repuso—. Se la daré. ¿Hay algo más que quieras decirme?
—No —replicó el extraño personaje.
Y agitó, teniéndola empuñada, la antorcha. Hefestión volvió con Nearco, que le esperaba en la última balsa aún amarrada en buen estado.
—¿Sabes quién era ese hombre? —le preguntó el almirante apenas le vio acercarse al amarre.
—No, ¿por qué?
—Si no me equivoco era Maceo, el sátrapa de Babilonia.
—¡Por Heracles! Pero qué...
—¿Qué te ha dicho?
—Que nos hará pedazos, pero que tiene una deuda con Baaladgar, o sea, con Eumolpo de Solos; me ha rogado que le entregue esto.
Y mostró la estatuilla.
—Esto significa que es un hombre que respeta los compromisos adquiridos. En cuanto a hacernos pedazos, he tenido una idea y dentro de un par de días le daré un bonita sorpresa.
—¿Qué idea?
—He hecho transportar río arriba todas las balsas no montadas aún.
—O sea, casi todas las que tenemos.
—En efecto. Haré que las reúnan en un bosque donde nadie pueda vernos, y una vez que hayamos cargado trescientos jinetes en ellas, los trasladaremos a la otra orilla y atacaremos de noche el campamento de Maceo desencadenando una gran confusión. Inmediatamente después de haber descargado la caballería en la otra orilla, las balsas descenderán hasta donde mis carpinteros, sin ser molestados, las engancharán unas a otras. En ese momento, tú atravesarás el puente y te presentarás para echar una mano con La Punta. La victoria será nuestra. La derrota suya. El vado de Tápsaco caerá en nuestro poder. Fin de la partida.
Hefestión le miró: aquel cretense de cabello crespo y piel oscura sabía arreglárselas con sus barcas.
—¿Cuándo comenzamos? —preguntó.
—Hemos comenzado ya —repuso Nearco—. Una vez que se me ocurrió la idea, me parecía inútil perder más tiempo. Algunos de mis hombres han partido en avanzadilla.