El botín recogido en el campamento persa y las armas arrebatadas a los caídos estaban hacinados en el centro del campamento y los hombres de Eumenes estaban haciendo el inventario.
Alejandro llegó con Hefestión y Seleuco y se sentó en un escabel cerca del secretario general.
—¿Cómo va esa cabeza? —le preguntó este último señalando el llamativo vendaje que ceñía la cabeza del rey, obra del médico Filipo.
—Bastante bien —repuso Alejandro—, pero me salvé por un pelo. De no haber sido por El Negro, a estas horas no estaría aquí disfrutando del sol. Como puedes ver —añadió acto seguido indicando el riquísimo botín—, no hay ya ninguna razón para preocuparse por el dinero. Aquí hay suficiente para alimentar a nuestros hombres por lo menos un mes, y también para pagar a los mercenarios.
—¿No hay nada que quieras para ti? —preguntó Eumenes.
—No. Pero quisiera mandar las telas de púrpura, las alfombras y los cortinajes a mi madre, y algo también a mi hermana, como esos trajes persas, por ejemplo. A Cleopatra le gustan las cosas poco corrientes.
—Así se hará —asintió Eumenes y dio orden a los siervos de separar los objetos pedidos—. ¿Algo más?
—Sí. Elige trescientas armaduras, las más hermosas que encuentres, y házlas llegar a Atenas para que sean ofrecidas a la diosa Atenea en el Partenón. Con una dedicatoria.
—¿Una dedicatoria... especial?
—Por supuesto. Escribirás:
Alejandro y los griegos, a excepción de los espartanos, tras haber arrebatado estas armaduras a los bárbaros de Asia.
—Una buena bofetada a los espartanos —comentó Seleuco.
—La misma que ellos me dieron a mí negándose a participar en mi expedición —replicó el soberano—. Dentro de poco se darán cuenta de que no son más que un pueblo sin importancia. El mundo camina con Alejandro.
—He dado orden de hacer venir a Apeles y a Lisipo para que te hagan una escultura ecuestre —anunció Eumenes—. Creo que desembarcarán dentro de algunos días en la costa, en Asso o en Abidos. En cualquier caso, nos avisarán para que puedas posar tanto para la estatua como para el cuadro.
—No es eso lo que me interesa —dijo Alejandro—. Quiero un monumento a nuestros caídos en la batalla, una cosa nunca antes vista, algo que sólo Lisipo sería capaz de realizar.
—Pronto sabremos también qué efecto ha tenido tu victoria, tanto sobre los amigos como sobre los enemigos —intervino Seleuco—. Siento curiosidad por saber qué dirán los de Lámpsaco que no querían ser liberados.
—Dirán que te están muy agradecidos de que lo hayas hecho —se carcajeó Hefestión—. Quien vence siempre tiene razón, el derrotado siempre yerra.
—¿Ha salido la carta para mi madre? —preguntó Alejandro a Eumenes.
—Pero si acabas de dármela... A estas horas está ya en la costa. Con viento favorable llegará a Macedonia en tres días como mucho.
—¿Ningún contacto por parte de los persas?
—Ninguno.
—Es extraño... He hecho curar a sus heridos por mis propios cirujanos y he hecho enterrar con todos los honores a sus muertos.
Eumenes arqueó las cejas.
—¡Si estás tratando de decirme algo, habla, por Zeus!
—Ése es precisamente el problema.
—No comprendo.
—Los persas no entierran a los muertos.
—¿Qué?
—Tampoco yo lo sabía, me lo explicó ayer un prisionero. Los persas consideran sagrados tanto la tierra como el fuego, mientras que consideran inmundo un cadáver. Por esto creen que si se le enterrase contaminaría la tierra, y si lo quemasen como hacemos nosotros contaminaría el fuego que para ellos es incluso un dios.
—Pero... ¿entonces?
—Ponen los cadáveres en las alturas o en lo alto de torres en las montañas, donde se los comen las aves y se descomponen lentamente a la intemperie. Llaman a estas construcciones «torres de silencio».
Alejandro no dijo nada. Se levantó y se fue hacia su tienda.
Eumenes intuyó su estado de ánimo y hizo una señal a los compañeros de que no le entretuvieran.
—Se siente vejado por no haber comprendido las costumbres de un pueblo al que aprecia y por haber causado incluso una ofensa a dichas costumbres, aunque sea sin quererlo.
No pasó a verle hasta después de la puesta del sol y tras haberse hecho anunciar. Alejandro le hizo entrar.
—El general Parmenión te invita a cenar con todos nosotros, si te apetece.
—Sí, dile que iré dentro de un rato.
—No hay razón para que te disgustes. No podías imaginarte que... —observó Eumenes al verle aún entristecido.
—No es por eso. Estaba pensando...
—¿En qué?
—En esa costumbre de los persas.
—A mí me parece que se han limitado a conservar un rito que se remonta a los tiempos en que eran todavía nómadas.
—Y en esto radica la grandeza de ese rito, en el hecho de que la costumbre de los antiguos padres no ha sido olvidada. Amigo mío, si tuviera que caer en combate, tal vez también yo quisiera dormir para siempre en una torre de silencio.