8

La maniobra de Nearco se puso en marcha dos días después, pasada la medianoche. Los jinetes fueron trasladados a la orilla izquierda del río y de inmediato empezaron a avanzar hacia el sur. Las balsas ahora vacías y manejadas por pocos tripulantes aguardaron un rato para permitir a la caballería atacar y luego se metieron en la corriente descendiendo rápidamente el Éufrates.

Al llegar a las cercanías del campamento de Hefestión, se oían ya los gritos de los persas que sufrían el ataque inesperado de los incursores macedonios. Nearco dio inmediatamente orden de comenzar a enganchar y juntar las balsas una detrás de otra con sólidos amarres. Mientras arreciaba aún la batalla en el campamento enemigo, consiguió fijar su estructura en la orilla izquierda y anclar firmemente en tierra la última balsa.

Comenzaban los jinetes incursores a verse en dificultades cuando Hefestión, a la cabeza de La Punta, se lanzó al galope por el puente y corrió en apoyo de sus exhaustos hombres. El enfrentamiento se reanudó más ferozmente si cabía y los mercenarios griegos, formados en el centro, presentaban una resistencia coriácea a todo asalto de la caballería, el cuadro formado y protegiéndose unos a otros con los pesados escudos.

Pero de golpe sucedió lo inesperado: los persas, como obedeciendo a una imprevista señal, se dieron a la fuga retirándose hacia el sur y los griegos, al quedarse solos y rodeados por todas partes, tuvieron que rendirse. Hefestión plantó el estandarte rojo con la estrella argéada en el centro del campamento adversario, en la orilla izquierda del Éufrates. Poco después Nearco se reunió con él.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Todo bien, almirante. Pero me pregunto cómo te sientes jugando con estas cáscaras de nuez, tú que estás acostumbrado a mandar escuadras de quinquerremes.

—Uno se las arregla con lo que tiene, Hefestión —repuso Nearco—. Lo importante es vencer.

Los oficiales de cada una de las unidades dieron órdenes de montar el campamento y mandaron por los campos de alrededor a destacamentos de exploración.

Algunos de ellos, una vez alcanzada la cima de un altozano que permitía dirigir la mirada hacia el sur, vieron el horizonte enrojecido por reverberaciones de llamas.

—¡Es un incendio! —exclamó el comandante del destacamento—. ¡Rápido, vamos a ver!

—¡Otro allí! —gritó uno de los jinetes.

—¡Y allí, hacia la orilla del río, otro! —le hizo eco un compañero.

Se alzaban llamas por todas partes.

—¿Qué puede ser? —preguntó un tercero.

El comandante dirigió también la mirada a la vasta reverberación de fuego que iluminaba el cielo ahora ya a lo largo de un amplio trecho del horizonte.

—Son los persas —repuso—. Los persas que lo queman todo. Quieren poner tierra quemada de por medio para que no podamos encontrar nada a lo largo de nuestro camino. Quieren hacernos morir de hambre y de penalidades. Vayamos a echar un vistazo —dijo finalmente, y acicateó al caballo en dirección de los incendios.

Se lanzaron adelante manteniendo a la derecha la orilla del río y pudieron muy pronto tener confirmación de lo que se habían imaginado: por todas partes, en la llanura y a lo largo de las márgenes del Éufrates, se descubrían aldeas en llamas. Algunas de ellas se alzaban sobre la cima de pequeñas colinas de fango seco y se veían arder claramente, alzando columnas de humo y pavesas contra el cielo. Por doquier corrían hombres a caballo, empuñando teas y tizones encendidos. Un espectáculo terrible e impresionante.

—Regresemos —ordenó el comandante—. Ya hemos visto incluso demasiado.

Tiró de las riendas de su caballo y lo espoleó en dirección al campamento. Poco después estaba en presencia de Nearco y Hefestión para referirles lo que había sucedido. Pero ahora ya la reverberación de los incendios en la llanura era tal que podía distinguirse incluso desde el campamento: el horizonte estaba enrojecido a lo largo de un amplio trecho, como por un absurdo ocaso meridional.

—Las cosechas acaban de ser recogidas en los graneros. No va a quedar un solo grano de trigo y de cebada de aquí a Babilonia. ¡Alejandro tiene que saberlo enseguida! —exclamó Hefestión.

Llamó a un correo y lo expidió inmediatamente camino de Tiro.

Alejandro, mientras tanto, había terminado la recogida de los víveres y pertrechos y reunido los carros de transporte, y se aprestaba a dejar la costa al día siguiente en dirección al vado de Tápsaco. Dado que había corrido rápidamente la voz de la inminente partida, se había reunido asimismo el vasto séquito espontáneo que ahora se desplazaba detrás del ejército o acampaba a escasa distancia durante las paradas. Eran comerciantes con toda clase de mercancías, prostitutos y prostitutas, pero también muchachas de familias pobres que habían abandonado sus casas y habían establecido relaciones fijas con soldados del ejército. No pocas de ellas estaban en estado y alguna había dado a luz guapos niños de piel oscura, ojos azules y pelo rubio.

Ese mismo día, a la caída de la tarde, una nave macedonia atracó en el muelle nuevo para descargar astas de fresno y de cornejo para las lanzas y cajas llenas de armaduras y de piezas para las máquinas de guerra. Uno de los hombres de la tripulación se dirigió inmediatamente hacia la ciudad antigua y preguntó dónde estaba la casa de Calístenes.

Llevaba consigo una alforja en bandolera y, al llegar delante de la puerta que le habían indicado, llamó con algunos golpes discretos.

—¿Quién es? —preguntó la voz de Calístenes desde el interior.

El hombre llamó de nuevo sin responder y el historiador fue a abrir. Se encontró frente a un individuo más bien robusto con una poblada barba y pelo negro y rizado que le saludó con una inclinación.

—Me llamo Hermócrates y soy un soldado de la guardia de Antípatro. Me manda Aristóteles.

—Entra —le invitó Calístenes con una expresión de inquietud en la mirada.

El hombre entró mirando a su alrededor: sus gestos eran los gestos inciertos de alguien que ha pasado mucho tiempo en alta mar y pide poderse sentar. Calístenes le hizo acomodarse y él cogió enseguida la alforja que llevaba en bandolera y la depositó con gran precaución sobre la mesa.

—Vengo de parte de Aristóteles —dijo dándole una caja de hierro y una carta.

Calístenes tomó la carta sin dejar de observar el objeto con creciente inquietud.

—¿Cómo tan tarde? Esta caja me hubiera tenido que llegar mucho antes. Yo no sé si ahora...

Comenzó a leer deprisa la carta. Era seguramente de Aristóteles, pero estaba en código y sin encabezamiento. Decía:

Este fármaco causa la muerte al cabo de diez días con síntomas semejantes en todo a una grave enfermedad. Destrúyelo cuando hayas hecho uso de él. Y si no lo has hecho, destrúyelo igualmente. No lo toques por ningún motivo y no aspires su olor.

—Todo esto hubiera tenido sentido hace un año —repitió Calístenes cogiendo la caja con gran circunspección.

—Lamentablemente he tenido muchas peripecias. Mi nave, empujada por un fuerte viento de Bóreas, estuvo durante días y días a la deriva hasta que naufragó frente a una costa desierta e inhóspita de Libia. Mis compañeros de naufragio y yo anduvimos durante meses alimentándonos de peces y cangrejos hasta llegar a los confines de Egipto, donde tuve conocimiento de las noticias sobre la expedición del rey al santuario de Amón. Desde allí, alcancé siempre a pie un puerto del Delta, donde encontré una nave que a su vez había sido empujada fuera de su ruta por un viento del norte, y por fin pude desembarcar para venir a Tiro, donde me dijeron que encontraría al rey con su ejército y sus compañeros.

—Eres un hombre valeroso y fiel. Permíteme que te recompense —dijo Calístenes llevándose la mano a la bolsa.

—No quiero ninguna recompensa —replicó Hermócrates—, pero aceptaré un poco de dinero porque no me queda ya y no sabría cómo regresar a Macedonia.

—¿Tienes hambre y sed?

—Comería algo con mucho gusto. La comida en la nave que me acogió era pésima.

Calístenes guardó la caja que le había sido entregada en su arcón personal, bajo llave, y se lavó las manos en una jofaina, luego puso sobre la mesa pan, queso, un poco de pescado asado y añadió aceite de oliva y sal.

—¿Cómo está mi tío?

—Está bien —contestó el hombre hincando el diente al pan después de haberlo untado en aceite y sal.

—¿Qué estaba haciendo la última vez que le viste?

—Se disponía a partir de Mieza en dirección a Egas. Y con mal tiempo.

—Así pues, su indagación prosigue —comentó Calístenes casi para sí.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Hermócrates.

—Nada, nada —dijo Calístenes sacudiendo la cabeza. Se quedó durante unos instantes observando a su huésped, que comía con excepcional apetito; luego le siguió preguntando—: ¿Se ha sabido algo sobre el asesinato del rey Filipo? Quiero decir: ¿qué rumores corren por Macedonia?

Hermócrates dejó de comer, deglutió lo que tenía en la boca y se quedó en silencio con la cabeza gacha.

—Puedes confiar en mí —le tranquilizó Calístenes—. Son cosas que quedarán entre nosotros.

—Se dice que fue Pausanias, por propia iniciativa.

Calístenes comprendió que el hombre no quería hablar, pero comprendió también que su pregunta no le había causado el menor placer.

—Te daré una carta para mi tío Aristóteles. ¿Cuándo partes de nuevo?

—En la primera nave que encuentre.

Tomó la pluma y comenzó a escribir.

Calístenes a Aristóteles, ¡salve!

Hoy, día veintisiete del mes de Boedromión del primer año de la centésimo décima Olimpíada, he recibido lo que te había pedido para Teofrasto. El motivo por el que te lo había pedido no existe ya y por tanto lo destruiré, para no crear peligros inútiles. Hazme saber, tan pronto como te sea posible, si has descubierto algo respecto al asesinato del rey, porque ni siquiera Zeus Amón ha querido responder a esta pregunta. Ahora dejaremos el mar para marchar hacia el interior y no sé si lo volveré a ver más. Espero que goces de buena salud.

Al día siguiente, el ejército se puso en movimiento seguido por el convoy real con las mujeres del harén de Darío, la reina madre y las concubinas con sus hijos. Barsine viajaba en aquel convoy y asistía como podía a Sisigambis, de edad ya avanzada.

Antes incluso de que llegaran a las riberas del Éufrates, el correo de Hefestión les encontró, al este del valle del Orontes, y se hizo conducir de inmediato a presencia de Alejandro.

—Rey —anunció—, tenemos firmemente en nuestras manos la orilla oriental del Éufrates y hemos echado el puente de barcas, pero los persas están incendiando todas las aldeas con que se encuentran a lo largo del camino que conduce a Babilonia.

—¿Estás seguro?

—Lo he visto con mis propios ojos. Estaba todo convertido en un fuego hasta donde se perdía la vista y se extendía también a los rastrojos. La llanura entera parecía un mar en llamas.

—Vamos, entonces —dijo el rey—. Estoy ansioso por ver lo que está sucediendo.

Tomó con él dos escuadrones de caballería y partió al galope con sus compañeros hacia el paso de Tápsaco.