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Al día siguiente, Alejandro mandó a Parmenión a tomar Daskyléion, la capital de la Frigia helespóntica, una bella ciudad junto al mar con un gran palacio fortificado, y a tomar posesión también de Zelea.

Los nobles persas habían huido llevándose consigo las cosas más valiosas y el general interrogó a los siervos para saber adónde se habían ido y sobre todo para saber dónde estaba Memnón, dado que su cadáver no había sido encontrado en el campo de batalla.

—Nosotros no le hemos visto desde entonces, poderoso señor —le dijo uno de los administradores de palacio—. Tal vez se fuera arrastrando lejos del lugar del enfrentamiento y haya muerto más tarde escondido en algún sitio. Tal vez sus siervos o sus soldados le hayan encontrado y dado sepultura para que no fuera presa de los perros y de los buitres. Pero aquí no ha estado.

Parmenión convocó a su hijo Filotas.

—Yo no me creo una sola palabra de lo que me han contado estos bárbaros, pero en cualquier caso es muy probable que Memnón fuera herido. Según nos consta, tenía una casa de campo aquí, donde vivía como un sátrapa persa. Manda unas secciones de caballería ligera a inspeccionar la zona, pues ese griego es el más peligroso de nuestros adversarios. Si está vivo, nos ocasionará una infinidad de problemas aún. Esta noche he visto relampaguear sobre las montañas unas señales luminosas. Sin duda transmiten con rapidez y a gran distancia las noticias sobre nuestra victoria. Pronto tendremos una respuesta, y ésta no será ciertamente de bienvenida.

—Haré todo lo que me sea posible, padre, y lo traeré atado ante tus pies.

Parmenión sacudió la cabeza.

—No hagas nada de eso, debes tratarle con respeto: Memnón es el soldado más valeroso al este de los Estrechos.

—Pero es un mercenario.

—¿Y qué? Es un hombre al que la vida ha quitado toda ilusión y que únicamente cree en su espada. Para mí, esto es un motivo suficiente para respetarle.

Filotas hizo batidas por los campos palmo a palmo, registró las casas de campo y los palacios, interrogó a los esclavos recurriendo incluso a la tortura, pero no logró saber nada.

—Nada —le refirió a su padre algunos días después—. Nada de nada. Es como si nunca hubiera existido.

—Tal vez hay un modo de hacerle salir de su escondite. No pierdas de vista a los médicos, sobre todo a los buenos, y ve adonde vayan a hacer sus visitas. Así podrás llegar a la cabecera de un paciente ilustre.

—Es una buena idea, padre. Es extraño, pero siempre he pensado en ti como en un soldado, en un hombre capaz sólo de concebir planes de batalla geniales.

—No basta con ganar una batalla. Lo difícil viene después.

—Haré como me has aconsejado.

Desde aquel día, Filotas comenzó a repartir dinero y a cultivar amistades, especialmente entre las personas de condición más humilde, y no tardó en saber quiénes eran los mejores médicos, y cuál era el mejor de todos sin discusión: un egipcio de nombre Snefru-en-Kaptah. Había atendido al rey Darío en Susa y luego había sido médico personal del sátrapa de Frigia, Espitrídates.

Se puso una serie de días al acecho y una tarde le vio salir circunspecto por una pequeña puerta trasera, subir a un carruaje tirado por una mula y tomar el camino del campo. Filotas, con un escuadrón de caballería ligera, le siguió a distancia y fuera del camino. Al cabo de un largo trayecto en la oscuridad, descubrió en lontananza las luces de una suntuosa mansión: un palacio con las murallas almenadas, pórticos y galerías colgantes.

—Ya estamos —anunció a sus hombres—. Estad preparados.

Descabalgaron y se acercaron a pie, sujetando los caballos por el ronzal. En el último trecho que les separaba del palacio, sin embargo, fueron recibidos por un coro de furiosos ladridos: una jauría de feroces mastines de Capadocia les atacaron por todos lados.

Tuvieron que empuñar las jabalinas para mantenerlos a distancia, pero en la ocuridad no conseguían apuntar bien y menos aún hacer uso de los arcos y de las flechas, de modo que a menudo se veían de repente agredidos y tenían que trabarse en un cuerpo a cuerpo empleando el puñal. Algunos de los caballos, mortalmente espantados, escaparon relinchando y coceando en la noche, y los jinetes, cuando finalmente dieron buena cuenta de la jauría que les había atacado, se encontraron reducidos casi a la mitad.

—¡Vayamos igual! —ordenó Filotas furibundo.

Saltaron sobre sus caballos, los que tenían aún uno, y llegaron al patio del palacio, iluminado por lámparas alrededor del pórtico. Se encontraron ante una mujer hermosísima, ataviada con un traje persa adamascado y con unos largos ribetes dorados.

—¿Quiénes sois? —preguntó en griego—. ¿Qué queréis?

—Lo siento, señora, pero estamos buscando a un hombre que lucha al servicio de los bárbaros y tenemos buenas razones para creer que se encuentra aquí, probablemente herido. Hemos seguido a su médico.

La mujer tuvo un sobresalto al oír aquellas palabras y se puso pálida de ira, pero se hizo a un lado para dejarles pasar.

—Entrad y mirad por todas partes, pero os ruego que seáis respetuosos con las dependencias de las mujeres; de lo contrario me encargaré de que vuestro rey sea informado de ello. Me han dicho que es un hombre que detesta los atropellos.

—¿Habéis oído? —preguntó Filotas vuelto hacia sus soldados, heridos y maltrechos.

—Lo siento —añadió acto seguido Barsine, observándoles en aquel estado—. De haberos hecho anunciar, habríais podido evitarlo. Por desgracia, la zona está infestada de bandidos y tenemos que protegernos. En cuanto al médico, si queréis, os llevaré enseguida hasta él.

Entró en el atrio con Filotas y a continuación tomó por un largo corredor, precedida por una doncella que sostenía un velón.

Entraron en un aposento donde en una cama yacía un muchacho, al que Snefru-en-Kaptah estaba visitando.

—¿Cómo está? —preguntó Barsine.

—No es más que una indigestión. Hazle beber esta infusión tres veces al día y manténlo en ayunas durante todo el día de mañana. Pronto podrá levantarse.

—Necesito hablar con el médico a solas, aparte de mi intérprete —dijo Filotas.

—Como quieras —consintió Barsine, y les hizo acomodarse en una habitación vecina.

—Sabemos que ésta es la casa de Memnón —empezó diciendo Filotas tan pronto como hubieron entrado.

—En efecto, lo es —confirmó el egipcio.

—Le andamos buscando.

—Entonces deberéis buscarle en otra parte, pues aquí no está.

—¿Y dónde está, si puede saberse?

—No lo sé.

—¿Le has atendido?

—Sí. Atiendo a todos cuantos requieren de mis cuidados.

—Sabes que puedo obligarte a hablar si quiero.

—Es cierto, pero no estoy en condiciones de decirte nada más. ¿Acaso crees que un hombre como Memnón le contaría a su médico adónde tenía intención de dirigirse?

—¿Estaba herido?

—Sí.

—¿Gravemente?

—Cualquier herida puede ser grave. Depende de cómo evolucione.

—No quiero una lección de medicina. Lo que quiero es saber en qué condiciones estaba Memnón la última vez que le viste.

—Estaba ya en vías de curación.

—Gracias a tus cuidados.

—Y a los de algunos médicos griegos, entre ellos un tal Aristón de Adramyttion, si no me equivoco.

—¿Estaba en condiciones de cabalgar?

—No tengo ni idea. No entiendo de caballos. Y ahora, si me permites, tengo otros pacientes que me esperan.

Filotas no supo qué más preguntarle y le dejó marcharse. En el atrio, encontró a sus amigos, que habían registrado la casa.

—¿Y qué?

—Nada. No hemos encontrado ni rastro. Si ha estado aquí, se fue sin duda hace algún tiempo, o bien está oculto donde nosotros no somos capaces de encontrarle, a menos que...

—A menos que prendamos fuego a este pajar. Si hay ratones escondidos, tendrán que salir, ¿no crees?

Barsine se mordió los labios, pero no dijo esta boca es mía. Se limitó a bajar los ojos para no cruzar su mirada con la de sus enemigos.

Filotas sacudió la cabeza desairado.

—Dejémoslo correr y vayámonos. Aquí no hay nada que nos interese.

Salieron y poco después el galope de sus caballos se perdió a lo lejos, perseguido por el ladrar de los perros. Cuando estuvieron a tres estadios de distancia, Filotas tiró de las riendas de su caballo de batalla.

—¡Maldición! Apuesto algo a que en estos momentos habrá salido de algún agujero escondido bajo tierra y estará hablando con su mujer. ¡Bonita mujer... bonita mujer, por Zeus!

—No comprendo por qué no nos la hemos... —se puso a decir uno de sus hombres, un tracio de Salmideso.

—Porque ése no es pan para tus dientes, y si Alejandro se enterase te cortaría las pelotas y se las daría a comer a su perro. Desfógate con las putas del campamento, si no sabes dónde meterla. Y ahora vamos, pues llevamos dando vueltas demasiado tiempo.

Del otro lado del valle, en aquellos mismos momentos, Memnón era transportado hacia otro refugio en unas parihuelas atadas a las albardas de dos asnos, el uno delante y el otro detrás, conducidos por el ronzal.

Antes de cruzar el paso de montaña en dirección al valle de Esepo y de la ciudad de Azira, pidió al arriero que parara y se volvió para observar las luces de su casa. Sentía aún sobre él el perfume del último abrazo de Barsine.