El hombre irascible
¿Por qué un trío? A primera vista parecería que basta con la razón y el deseo. La mayoría de los intentos modernos de representar el comportamiento lo hacen así, y suponen que el deseo o las preferencias determinan nuestros objetivos, mientras que la razón determina nuestra percepción de lo que nos rodea y, en consecuencia, nuestra capacidad de satisfacer nuestros deseos. Dentro de este cuadro, la «razón» está lejos de ser soberana. Según las famosas palabras de David Hume:
No nos expresamos de forma estricta ni filosófica cuando hablamos del combate entre la pasión y la razón. La razón es y debe ser únicamente la esclava de las pasiones, y en ningún caso puede aspirar a otra tarea que servirlas y obedecerlas.1
De acuerdo con este modelo, lo que erróneamente llamamos la batalla entre la razón y la pasión es en realidad una batalla entre dos pasiones bien distintas, el sereno deseo de una buena reputación frente al encendido deseo de venganza o el estremecimiento de la lujuria. Y tampoco cabe criticar propiamente los deseos por no ser «razonables», como no sea en el sentido de que se fundamentan en creencias erróneas, o bien que coinciden con creencias erróneas acerca de lo que requiere su satisfacción. En ambos casos, lo no razonable son propiamente hablando las creencias.
El modelo deja mucho espacio, sin embargo, para criticar los deseos o las pasiones por otras razones. Pueden ser imprudentes, excesivos, desviados, inmaduros, dañinos, convencionales y, en general, rechazables por toda clase de motivos. Pueden ser positivamente malvados, resentidos o retorcidos. Según los estoicos y los budistas, lo mejor es tener cuantos menos sea posible. Lo que no pueden ser las pasiones y los deseos es verdaderos o falsos, pues la distinción entre lo verdadero y lo falso pertenece a la provincia de la razón.
Pero no hay por qué adoptar el modelo de Hume: en realidad, es una de las áreas más debatidas de la teoría moral contemporánea. En todo caso, parece señalar una clara ruptura con Platón (y Aristóteles), tal vez buscada deliberadamente por Hume. Pero el modelo de Platón dista mucho también de estar claro. No está claro, por ejemplo, si de acuerdo con este modelo la razón no es en realidad una parte de la pasión, una especie de pasión erótica propia de aquellas personas que se han enamorado de la sabiduría o que se forman ideas correctas de las cosas. El cuadro se complica aún más en siglos posteriores, como resultado de la asociación entre las pasiones y «el cuerpo» en contraste con otras pasiones más sutiles e intelectuales ubicadas en el espíritu, en especial el amor intelectual hacia Dios. Este amor en particular es un fenómeno que no admite ninguna división en una parte intelectual y una parte amorosa, pues eso dejaría abierta la terrible posibilidad, por un lado, de que alguien comprendiera a Dios y lo contemplara con sorna o desprecio, o bien, por otro lado, de que alguien lo amara sin comprender en absoluto su naturaleza. Visto en conjunto, no parece tener demasiado sentido esforzarse en describir la relación que ha tratado de establecer el pensamiento occidental entre la pasión y la razón.
Sea como fuere, Platón tenía otros problemas en la cabeza cuando propuso su modelo tripartito. Su distinción entre la parte «irascible» y el apetito o el deseo, por ejemplo, tiene por objeto señalar diferentes patologías del alma, es decir, diferentes formas de desorden en las personas.2
La «irascibilidad», o thumos en la terminología de Platón, es propia de los fieles auxiliares del pastor, los perros pastores. Ellos son el ala militar del gobierno, necesarios para hacer efectivas las resoluciones de la élite. Platón parece tener en mente, al menos en ciertos pasajes, un tipo especial de deseo o pasión asociado al orgullo, la vergüenza, el amor propio o el honor: la clase de «carácter» que impide a la persona comportarse con bajeza, sucumbir a este o aquel deseo. Así es como describe Platón este temperamento en el Fedro, 253e, donde la ecuación entre el caballo irascible y la vergüenza es explícita. También es la forma que toma el conflicto interno del infeliz Leoncio, impulsado por una curiosidad casi sexual a mirar unos cadáveres recién ejecutados, pero que siente enfado o disgusto consigo mismo por el hecho de experimentar o ceder a tan vergonzoso deseo (IV, 439e). Hume plantearía aquí la cuestión de si la vergüenza de Leoncio no es en realidad otro deseo más, el deseo de conformarse a la ley de la moda de Locke, por ejemplo, o, en otras palabras, el deseo de ser bien visto por los demás. Aun si no se redujera a eso, podría ser una preocupación surgida de esta misma ley, en la línea del «hombre dentro del pecho» de Adam Smith, que representa las voces de personas externas a uno. O bien podría ser el miedo engendrado por las presiones paternas durante la infancia. En todos estos casos sería mejor una arquitectura que partiera de un simple dualismo entre la razón y el deseo, y dividiera después este último en deseos vinculados al honor, entre ellos la vergüenza, y los demás apetitos, capaces en principio de adoptar una intensidad o una dirección que los vuelva impúdicos, disipados o caprichosos, más allá de si son buenos o malos en sí.
En realidad, el thumos no se reduce a un sentido de la vergüenza. Su emblema es tanto el perro pastor como el león, con el que Platón lo compara explícitamente en el Libro IX (588d). Tiene más que ver con la psicología del guerrero-aristócrata, celoso del honor y deseoso de gloria. El paradigma del hombre irascible, en la época clásica, era el Aquiles de la Ilíada homérica, el hombre de acción por antonomasia, la encarnación del honor puntilloso y del heroísmo militar. Al comienzo del libro, el comandante en jefe de las fuerzas griegas, Agamenón, ofende el honor de Aquiles. Sintiéndose humillado delante de todo el ejército, Aquiles se aparta de los demás en actitud agraviada, con lo que se vuelve inútil para el ejército griego. Aquiles solo resurge cuando su compañero íntimo, Patroclo, muere a manos de Héctor. Aquiles sabe que si mata a Héctor, él mismo morirá poco tiempo después, y le tiene miedo a la muerte: es un enamorado de la vida. Pero escoge la muerte y la gloria, se lanza al campo de batalla, mata a Héctor, profana su cuerpo y por el camino comete la atrocidad de sacrificar a doce prisioneros troyanos en la pira funeraria de Patroclo. Solo las lágrimas del padre de Héctor, el rey Príamo, logran convencer finalmente a Aquiles para que entregue el cuerpo de Héctor.
Aquiles es problemático, igual que lo son los leones. Es petulante, y es casi tan probable que su ferocidad se dirija contra Agamenón como contra su enemigo, y no le falta mucho para convertirse en uno de ellos; llevado por la furia, comete atrocidades imperdonables. Es intemperado e inmoderado, todas sus acciones son excesivas. Pero tiene atractivo, el atractivo del hombre de acción o el héroe, que lo convierte en un imán para espíritus más débiles: Alejandro Magno lo adoptó deliberadamente como modelo, y la «virilidad» aria era un elemento importante dentro de la ideología nazi. En nuestros días, ningún político democrático se atreve a cuestionar este atractivo. Solo hay que pensar en la mascarada de George W. Bush sobre un portaaviones, o en la elección de un héroe de cartón piedra como gobernador de California, o en la tendencia universal de los políticos británicos a fingir interés por el fútbol. También diría, sin embargo, que es un pequeño indicio de progreso el hecho de que hoy nos suene extraño el comentario que hizo el crítico de arte sir Kenneth Clark en 1964 sobre su predecesor victoriano John Ruskin, de quien dijo que tenía «una pasión femenina por los soldados»: el encanto de estos tiene más posibilidades de funcionar hoy con los miembros inmaduros del sexo masculino que con las chicas.3
En cualquier caso, tanto Clark como posiblemente Ruskin malinterpretaron por completo a Platón en esta materia, al suponer que este también estaba cautivado por el régimen militar de Esparta y lo usaba como modelo de su propia república ideal. Para Platón, sin embargo, alguien como Aquiles estaba lejos de ser un ideal, y su thumos le parecía más bien un problema. Platón quiere que la ferocidad y el deseo de gloria estén dominados por fuerzas más serenas. No importa mucho si damos a estas fuerzas el nombre de «razón», deseos civilizados o deseos a largo plazo. Deben incluir cosas como la lealtad, la preocupación por el orden civil o la proporción. Incluso la valoración que hace Aquiles de la muerte es errónea, pues, tal como veremos más adelante, el hombre sabio es insensible a sus terrores.
Aristóteles recogería más tarde, en la Retórica, el perfil psicológico del hombre de thumos que tanto preocupa a Platón:
... son apasionados y de cólera pronta, incapaces de contener su thumos. Por punto de honra no soportan ser tenidos en poco, y se enojan si se consideran víctimas de una injusticia. Y son amantes del honor, pero más aún del triunfo, porque la juventud desea sobresalir, y la victoria es una especie de excelencia ... Y son más bien valerosos, pues están llenos de thumos y de esperanza, de manera que lo uno les impide sentir temor, y lo otro tener confianza ... Y eligen antes hacer el bien que lo que les conviene, porque viven más de acuerdo con su carácter que con el cálculo, y el cálculo es de lo útil, la virtud de lo noble ... todo lo hacen en exceso: aman con exceso y odian con exceso y todo lo demás de modo semejante ... Las injusticias las cometen por insolencia y no por maldad.4
Platón es consciente del atractivo que posee esta personalidad. De hecho, parte de su preocupación por el efecto pernicioso del teatro y de la poesía tiene que ver con que sea exactamente esta clase de personalidad la que produce mayor satisfacción dramática. Se cuentan más historias sobre hombres de acción que sobre filósofos, y seducen más a los jóvenes de lo que puedan hacerlo jamás los sabios.
En conclusión, Platón está muy lejos de celebrar el ideal de la «virilidad». De hecho, una de las quejas de Friedrich Nietzsche respecto de Platón es el tono pálido y enfermizo de su filosofía, que se opone activamente a la «voluntad de poder», la lucha por el dominio, la voluntad de vivir en sí misma.5 Pero la posición de Nietzsche era una simplificación en este caso, porque Platón no se opone a la presencia de thumos en el alma. Quiere que esté presente, pero quiere también que esté debidamente controlado. En particular, quiere que reformulemos la idea que tenemos de la valentía para separarla de la pura voluntad de poder, del espíritu marcial y del deseo de gloria militar. El valor no es una disposición arrogante a dejarse llevar por la ira, sino algo más parecido a la firmeza y la fortaleza que exhibe Sócrates, un rasgo que exige, por encima de todo, una lúcida comprensión de la situación y de lo que esta exige. Tal vez el indicio más notable de todo esto sea la celebrada igualdad de género de La república. Mujeres y hombres por igual pueden integrarse en la élite gobernante. Traducido al alma bien ordenada, esto significa que la virtud femenina es idéntica a la virtud masculina, lo cual abre ya una brecha entre la virtud y la «virilidad».