La especialización
No hay, pues, nada más pernicioso para la ciudad que el entrometimiento mutuo de estas tres clases o el cambio de papeles entre ellas, y nada podría calificarse con más razón de «crimen». (IV, 434b)
El principio de especialización es la base de la moral en el Estado de Platón. El Estado bien ordenado requiere que los gobernantes gobiernen, que los auxiliares cumplan con sus deberes militares y policiales, y que las clases productivas perseveren en los trabajos que tienen asignados. Es un sistema de castas, y las castas están petrificadas. Platón no manifiesta sino un cáustico desprecio aristocrático hacia cualquier intento de salir de la propia casta. No permitiría ninguna educación para los trabajadores, ninguna universidad abierta, ninguna oferta permanente de oportunidades de progreso personal. La condena a «actividades comerciales ordinarias» es para toda la vida. No hay fianza. Igual que les sucedería a otros aristócratas a lo largo de toda la historia, si hay algo que Platón no puede soportar es un nuevo rico, un advenedizo.
A nosotros no nos gustan los sistemas de castas, y nos rebelamos contra ellos en nombre de varios valores: el individualismo, el humanitarismo, la libertad, la igualdad. Este es, pues, uno de los puntos en que los platónicos harán mejor en refugiarse detrás del argumento de la analogía, que consiste en usar el Estado para iluminar la naturaleza del individuo bien ordenado. Tal vez aquello que nos parece antiliberal acerca del Estado que propone Platón, en un sentido pernicioso, pertenezca a la parte negativa de la analogía, y se vuelva inofensivo o incluso iluminador cuando pensemos en el alma bien ordenada. En términos políticos, lo que defiende Platón es la sumisión del individuo a la colectividad, la esencia misma del totalitarismo. Pero en términos individuales, tal vez defienda simplemente que la armonía psicológica del individuo es un valor que pasa por delante de cualquier desarrollo asimétrico de una parte a expensas de las demás: una irascibilidad excesiva o una concupiscencia desenfrenada, por ejemplo. En este caso no cabe calificar el argumento de totalitario, pues no hay duda de que es inofensivo insistir en que el objetivo es el bienestar de la totalidad, el agente considerado en función del conjunto de sus aspectos mentales. Aunque, si fuera así, los resultados se habrían alcanzado a pesar de la comparación entre el Estado y el alma, más que gracias a ella. El Estado no es tanto una magnificación del alma como una guía imperfecta y poco fiable para lograr lo que querríamos de ella.
Pero ¿funciona en todos los casos la analogía? Ciertamente, tiene sus puntos débiles. Para empezar, es cierto que podemos imaginar con facilidad una personalidad desordenada, pero es casi imposible imaginar una personalidad en la cual los deseos no realicen su función. Podemos imaginar que una persona cualificada para trabajar como zapatero descarte esa opción para convertirse en un soldado mediocre. Pero no tiene ningún sentido que la sed trate de «usurpar» las tareas de la vergüenza, o que la lujuria usurpe la función del deseo de aprender más sobre astronomía. La sed es sed y la lujuria es lujuria. El desorden surge en el Estado cuando los individuos tratan de evadirse de la función para la que están mejor preparados. Pero los deseos se definen por sus objetos, y no pueden adoptar en sí mismos diferentes roles (aunque, ciertamente, pueden ser reprimidos y sustituidos por otros deseos).
Cuando Platón explica mejor lo que quiere decir, vemos que no le preocupa que los deseos cambien de objeto, sino que traten «de arrogarse una autoridad que no les pertenece» (IV, 442b). Parece, pues, que la moral individual se equipara prácticamente al autocontrol o al autodominio, un elemento ciertamente básico en el pensamiento de Platón. Tal vez todo cuanto pretenda decirnos con su elaborada analogía sea que está a favor de la templanza y en contra de los caprichos y los excesos. De acuerdo, podríamos decir, pero ¿teníamos que pasar por todo este embrollo para llegar a eso?
Sea como fuere, parece extraño que Platón equipare sin más la moral con el autocontrol. Después de todo, hay malvados fríos y serenos. Los enviados atenienses de Tucídides parecían tener un perfecto control de sí mismos. No echaban espuma por la boca, ni mordían a nadie, ni les rechinaban los dientes, tal vez ni siquiera levantaron la voz. No tenían por qué hacerlo. Disfrutaban de lo que para ellos era un perfecto control racional de las pasiones, traducido aquí en una comprensión fría y calculada de los intereses de Atenas. Parece, pues, que Trasímaco puede asentir sin problemas a todo cuanto se ha dicho hasta ahora. No tenemos por qué presentarlo como un defensor de los excesos o del thumos militar, ni como una persona de apetitos desordenados.
El problema tiene que ver aquí con aquello que queda incluido bajo el paraguas de la razón. Si queremos conservar la analogía con la élite política gobernante, la razón debería poseer al menos un deseo propio: el interés por el bienestar del conjunto, que en este caso significa el individuo en su conjunto. Pero eso plantea la cuestión de por qué deberíamos considerar razonable este interés y ningún otro. En opinión de muchas personas, la ética consiste en gran medida en introducir un poco de altruismo o de genuino interés por los demás entre las fuerzas dominantes del egoísmo o el interés por el propio bienestar. Esta es de hecho la idea alrededor de la cual se organiza toda la materia en muchos textos, incluido el magistral Method of Ethics («Método de ética») de Henry Sidgwick, un filósofo de Cambridge del siglo XIX.1 Parece prepotente, cuando menos, convertir en invisible simplemente la preocupación por los demás, o tal vez degradarla a un mero apetito, que deberá ser dominado desde el principio por el puro interés propio. Pero eso es justamente lo que sucederá si confinamos el interés de la razón al bienestar propio. Llegaremos al horrible resultado de que el altruismo genuino no es ni siquiera deseable, sino que representa una fractura del alma, un momento en el que una pasión como la empatía escapa al gobierno de la razón. Y esto es justamente lo que no debe ocurrir en un alma bien ordenada.
Este problema no se resuelve simplemente dejando todos los deseos e intereses fuera del dominio de la razón. La razón necesita algún tipo de interés propio. Limpia de todo deseo, queda también desprovista de todo propósito futuro, y entonces, ¿qué la cualifica para gobernar los deseos, para empujarlos en una u otra dirección, o bien para reprimirlos o promoverlos en alguna medida? Así concebida, la razón no es más de lo que Hume dijo que era, una mera esclava de las pasiones, capaz de proponer verdades que nos guíen en la persecución de sus deseos, pero incapaz de sacar fuerzas propias para oponerse a cualquier pasión que podamos tener.
Tal vez, pues, sería mejor ir en dirección contraria e incluir en el dominio de la razón no solo el egoísmo, sino también cierto interés en el bienestar de otros. Los enviados atenienses ya no son paradigmas de la actuación racional. En la medida en que son inmunes a toda preocupación por los melianos, han amputado parte de su yo racional, y por lo tanto su alma no puede considerarse justa ni bien ordenada.
Pero, aunque podamos decir esto, no queda claro que podamos hacérselo decir a La república, y cabe sospechar que no es así. Seguimos sin tener razón alguna para pensar que tener un alma bien ordenada habría de acercarnos en lo más mínimo a adoptar una perspectiva compartida con los demás, la clase de tendencia a tomar en consideración las necesidades o las reclamaciones ajenas de la que tan manifiestamente carecían los enviados atenienses. No sabemos por qué el hecho de mantener una actitud puramente egoísta habría de minar su felicidad o su realización personal. No sabemos por qué la voluntad de ser «razonables» había de hacerles traicionar los mejores intereses de Atenas o renunciar a ellos. En otras palabras, estrechar la conexión entre el alma bien ordenada y el alma feliz podría parecer a primera vista un paso en la dirección correcta para responder al reto de Glaucón. Pero el buen ordenamiento del alma es solo una estructura diseñada para la armonía del alma propia, y es potencialmente compatible con la indiferencia hacia los demás. Y en este caso Trasímaco, los enviados atenienses, los neoconservadores y los demás representantes de la Realpolitik no se habrían quedado sin argumentos o recibido siquiera una respuesta propiamente dicha.
Incluso los platónicos más incondicionales se han echado atrás en este punto. Así, el gran intelectual victoriano George Grote pensaba que el intento platónico de hacer derivar la virtud de la justicia, que consiste básicamente en la virtud de equilibrar los intereses propios con los intereses de los demás, del objetivo básicamente egoísta o prudencial de preservar la armonía de la propia alma, era como buscar la cuadratura del círculo. Sería como demostrar que alguien preocupado por su salud está por la misma razón preocupado por la salud de todos los demás, o lo estaría al menos si fuera racional. Simplemente no encaja.2