9

 

Conocimiento y creencia

 

 

—A menos que los filósofos reinen en los estados —proseguí—, o que cuantos ahora se llaman reyes y soberanos practiquen seriamente la filosofía, en otras palabras, a menos que la filosofía y el poder político vengan a coincidir ... no puede haber, amigo Glaucón, tregua para los males de los estados, ni tampoco para los del género humano... (V, 473d)

 

 

 

Platón avanza la idea de que en el Estado bien ordenado la élite gobernante debe estar compuesta por filósofos, a sabiendas de que causará cierta sorpresa. Antes de ver por qué, vale la pena señalar algunos significados moderadamente inocuos que puede tener esta idea. Después de todo, no es tan radical sugerir que las personas dotadas de los conocimientos apropiados serán líderes mejores. Un guía que conozca el terreno es mejor que uno que nunca haya puesto un pie en él. Un capitán que sepa navegar es mejor que uno que no sepa. Cualquier analogía que se proponga entre el arte de gobernar y otras artes basta para sugerir que las cosas irán mejor si la élite gobernante sabe cómo hacer su trabajo.

Por supuesto, «saber cómo hacer su trabajo» en el caso del gobierno de un Estado implica tener conocimientos y capacidades muy diversos: ser capaz de comprender las motivaciones de la gente, saber prever el resultado de ciertas decisiones, tener la imaginación suficiente para generar estrategias adecuadas para toda clase de problemas, etc. Nosotros tendemos de manera natural a pensar en términos de un equipo de expertos: economistas, estrategas, planificadores, personas sensibles a las reacciones de otras culturas, etc. No tiene nada de radical sostener que los gobiernos deben estar informados si pretenden hacer mínimamente bien su trabajo. En esta versión moderada, Platón ha seguido ocupando un lugar importante en la ideología del mundo moderno. La educación de los empleados públicos que integran el establishment era una preocupación típicamente victoriana, y al menos en Gran Bretaña era remitida explícitamente al modelo de La república.1

Los expertos, sin embargo, tienen que someter sus evaluaciones a los encargados de tomar la decisión final. A un gobernante se le puede informar de que está en condiciones de ir a la guerra, de que posee los recursos humanos necesarios para ello y de que los problemas técnicos no son insuperables, pero todavía debe juzgar si hay que hacerlo o no. En este punto, como también veía Platón, la analogía entre el gobierno y otras artes comienza a hacer aguas. El guía de montaña o el capitán de barco, igual que el zapatero o cualquier otro productor, trabaja con fines razonablemente fijados: encontrar el camino, completar el viaje de forma rápida y segura, etc. Pero cuando se trata de juzgar si debemos hacer algo o no, los fines no están fijados. Si buscamos un cierto resultado, el modo de lograrlo será uno, pero si buscamos otro habrá que hacer otra cosa, y el problema puede consistir precisamente en saber cuál elegir. Si queremos conquistas, tal vez haya que ir a la guerra. Si valoramos más la seguridad de nuestro pueblo, tal vez no. El gobernante tiene que elegir entre ambos. Tiene que ordenar una pluralidad de bienes posibles.

De acuerdo con el esquema humeano de la razón y la pasión que veíamos antes, hay un punto en que la razón se queda muda. Su función como esclava de las pasiones consiste en presentar la situación en toda su complejidad. Esta presentación puede consistir en lo que los filósofos llaman «condicionales»: si queremos este resultado, esa es la forma de alcanzarlo, o ese es el riesgo que corremos. Pero no puede decirnos si debemos querer ese resultado, o hasta qué punto debemos evitar ese riesgo. Sobre tales cuestiones permanece en silencio, y son las pasiones las que luchan por dominar el alma del gobernante, en otras palabras, por ganar ascendiente sobre la decisión. Lo que hagamos finalmente depende de cuáles sean nuestros deseos, y aunque ciertamente podemos criticar unos deseos a partir de otros, la red global de nuestros deseos es independiente de la razón. Para Platón esto no es cierto. En su opinión, existe una respuesta que, o bien establece directamente un orden de prioridad entre las alternativas o, en el peor de los casos, dice que varias empatan en el primer lugar, en cuyo caso da igual cuál escojamos. Pero siempre que haya una respuesta, un ejercicio suficiente de sabiduría o de conocimiento permitirá al gobernante encontrarla y controlar sus pasiones para que se convierta en la más atractiva para él, en su opción preferida. Desde la perspectiva de Hume, podemos decir que el gobernante tomó una sabia decisión o demostró que sabía lo que había que hacer, pero no podemos dar a estas palabras el mismo significado que les daba Platón. Sería un cumplido que le hacemos al gobernante porque compartimos sus prioridades o su tipo de miedos y deseos. No indicaría, en cambio, que el gobernante ha tomado una decisión conforme a la verdad o a la razón, precisamente porque la verdad y la razón no dicen nada sobre los fines últimos.

Platón no piensa del mismo modo. El auriga controla los caballos de la pasión y la voluntad; el gobernante controla el brazo militar y el popular de su Estado. Pero para lograrlo debe saber primero qué es mejor hacer. Y esto plantea a su vez el problema de cómo obtiene y ejerce el gobernante su sabiduría y su conocimiento. La discusión se traslada a esta cuestión, y Platón deja claro rápidamente que tiene en mente algo mucho más radical que una buena educación para los empleados públicos. Llegamos aquí a la «filosofía perenne», y pasamos del Platón más mesurado al Platón más radical.

El argumento crucial se desarrolla entre V, 474d y el final del Libro V, 480a. En resumen, Sócrates comienza por obtener el acuerdo de que el filósofo desea todo el conocimiento y no solo una parte (por decirlo así, el conocimiento de esta o aquella materia en particular). Por otro lado, es crucial admitir que el filósofo no es un mero aficionado a los espectáculos o a las audiciones, que se contente con coleccionar imágenes y sonidos diversos. El filósofo comprende lo que ve. Es capaz de ir bajo la superficie de las cosas. Es capaz de discriminar y distinguir lo común o esencial, y en especial lo común o esencial a la pluralidad de cosas particulares que son buenas o bellas. Los meros aficionados a los espectáculos o a las audiciones se quedan en la superficie. Son constitutivamente incapaces de ir más allá de las cosas particulares, de apreciar su esencia común.

El argumento se dirige luego a demostrar que los aficionados a los espectáculos y a las audiciones viven en un mundo de sueños, mientras que el filósofo, que posee la capacidad de ver la belleza y la bondad en sí mismas, vive en el mundo real. Otra forma equivalente de plantearlo, según Platón, es decir que el filósofo posee el conocimiento, mientras que los demás solo tienen creencias. Por supuesto, no es fácil convencer a estos últimos de que esto es así, como tampoco de que su estado de salud es peor en general que el de la persona sabia. Así son las cosas: siempre resulta difícil persuadir a aquellos que viven en la oscuridad de que les falta algo. Pero debemos admitir que el conocimiento y la creencia son facultades o capacidades distintas, pues el conocimiento es infalible y la creencia no. Y tratándose de dos facultades distintas, poseen también diferentes dominios o esferas de aplicación. El dominio propio del conocimiento es la realidad, mientras que la creencia habrá de tener un dominio distinto, no del todo real, pues lo real está reservado para el conocimiento. Deberá tratarse de algo real a medias, un objeto inferior. Su irrealidad no puede ser total, pues eso corresponde al dominio de lo incomprensible. La creencia debe tener un objeto intermedio.

Así pues, para descubrir cuál es este objeto inferior, habremos de preguntar a los aficionados a los espectáculos y a las audiciones. La pregunta podría ser:

 

¿Hay alguna cosa bella, en este cúmulo de cosas bellas, que no vaya a resultar fea? ¿Hay algún acto moral que no vaya a resultar inmoral? ¿Hay algún acto justo que no vaya a resultar injusto? (V, 479a)

 

La respuesta, sorprendentemente, resulta ser que no. Cualquier miembro de una pluralidad «no es ni deja de ser lo que decimos que es». Hemos localizado, pues, el dominio propio de la creencia. Es el «cúmulo de cosas» que las masas consideran convencionalmente esto o aquello, por ejemplo bello. La belleza de estas cosas, por así decirlo, oscila entre la realidad y la irrealidad, pues verdaderamente no son más bellas que feas, no son más buenas que malas. Solo el filósofo, capaz de ver la belleza o la bondad en sí mismas «en su naturaleza permanente e inmutable», puede aspirar al conocimiento y estar, por lo tanto, en contacto con lo real.

Incluso a los admiradores de Platón (comenzando por Aristóteles) les cuesta admitir todo esto, y es fácil ver por qué. Existe una objeción inmediata (aunque superficial, tal como veremos más adelante) a la idea de considerar facultades distintas la creencia y el conocimiento, y atribuirles por lo tanto objetos distintos. Resulta más natural suponer que podemos convertir la creencia en conocimiento, a base, por ejemplo, de ir y mirar si una conjetura nuestra resulta ser cierta. Según la definición propuesta en otro de los diálogos de Platón, el Teeteto, el conocimiento no es sino una creencia verdadera con un pedigrí aceptable. Una persona que está en mejor posición que otra puede conocer algo que la otra simplemente cree. Alguien puede temer, sospechar o incluso creer que hay un oso en su cubo de la basura, pero sabe de inmediato si hay uno desde el momento en que abre la tapadera. Lo que conoce, sin embargo, es algo que ya sospechaba antes. No existe ninguna distinción entre el dominio del conocimiento y el de la creencia. Parece, pues, que La república no ofrece aquí más que una pobre excusa para apartar al filósofo del mundo corriente y darle en su lugar un extraño objeto «permanente e inmutable». Incluso si le viéramos algún sentido a todo eso, no parece que la jugada pueda salirle bien frente a Trasímaco o Glaucón. Si el filósofo solo conoce objetos ultramundanos, no es probable que esté en condiciones de saber demasiado sobre los problemas diarios y las soluciones prácticas que constituyen la base de todo gobierno.

Algunos han considerado tan indignante esta aparente huida de Platón del mundo que nos rodea, que han llegado a la conclusión de que debe de haber alguna motivación inconsciente de tipo moral y emocional detrás de ella. Nietzsche diagnostica que esta motivación es el sadismo del asceta, el deseo de degradar e infamar la vida cotidiana, de promover una retirada autonegadora del mundo, un menosprecio de las pasiones, de los sentidos y de la vida misma. Nietzsche no albergaba ninguna duda acerca de la importante y maligna influencia que había tenido Platón: no solo marca el comienzo del fin para la era dorada de la Grecia clásica (gobernada por el thumos), sino que su versión de la filosofía se convertiría, vulgarizada y mezclada con otras corrientes, en el instinto religioso del cristianismo. También aportó, sin embargo, lo que Nietzsche llama la ascética «voluntad de verdad», que en cierto modo es el motor de la civilización occidental:

 

No seamos ingratos con ella, aunque también tengamos que admitir que el peor, el más duradero y peligroso de todos los errores ha sido hasta ahora un error de dogmáticos, a saber, la invención platónica del espíritu puro y el bien en sí. Sin embargo, ahora que ese error ha sido superado, ahora que Europa respira aliviada de su pesadilla y que al menos le es lícito disfrutar de un mejor sueño, somos nosotros, aquellos cuya tarea es estar despiertos, los herederos de toda la fuerza que la lucha contra ese error ha desarrollado y hecho crecer. En todo caso, hablar del espíritu y del bien como lo hizo Platón significaría poner la verdad cabeza abajo y negar el perspectivismo, el cual es condición fundamental de toda vida; más aún, en cuanto médicos nos es lícito preguntar: «¿De dónde procede esa enfermedad que aparece en la más bella planta de la Antigüedad, en Platón?, ¿es que la corrompió el malvado Sócrates?, ¿habría sido Sócrates, por tanto, el corruptor de la juventud?, ¿y habría merecido su cicuta?».

Pero la lucha contra Platón, o para decirlo de una manera más inteligible para el «pueblo», la lucha contra la opresión cristiano-eclesiástica que durante siglos —pues el cristianismo es platonismo para el «pueblo»— ha creado en Europa una magnífica tensión de espíritu, cual no había habido antes en la Tierra: con un arco tan tenso nosotros podemos tomar ahora como blanco las metas más lejanas.2

 

Immanuel Kant, a menudo considerado culpable también de proponer otra filosofía ultramundana, el idealismo alemán, plantea la cuestión con palabras más bonitas y amables:

 

La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío. De esta misma forma abandonó Platón el mundo de los sentidos...3

 

Para Nietzsche, Platón es el asceta sádico y enfermo que hundió a Europa en la oscuridad de sus pesadillas ultramundanas. Para Kant, Platón cometió una torpeza mucho más perdonable: creer que podía despreciar sin más, en nombre del conocimiento auténtico, la experiencia sensible sin la cual no es posible el conocimiento. Si este es nuestro primer encuentro con un Platón nada ligero, no resulta demasiado prometedor.