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La interpretación poética

 

 

¿Podrías, pues, censurar un tenor de vida que nadie podría practicar debidamente si no gozara por naturaleza de cualidades como la buena memoria, la rapidez de aprendizaje, la amplitud de perspectiva, la elegancia, el amor y el compromiso hacia la verdad, la justicia, el valor y la templanza? (VI, 487a)

 

 

 

Vemos, pues, que había margen para una segunda interpretación, muy distinta de la primera, y que había de tener un gran impacto sobre la imaginación europea. También aprovechaba mucho material de otros diálogos, en este caso el Fedro y El banquete. Esta interpretación subrayaba un aspecto que se halla sorprendentemente ausente en los libros centrales de La república, a saber, la importancia de la belleza y el papel asociado del amor o eros en la metáfora del ascenso de Platón. En El banquete, Sócrates (un Sócrates mucho más atractivo a primera vista que su homónimo de La república) explica un relato que aprendió de una vieja y sabia sacerdotisa, Diotima. Su versión del ascenso del alma comienza con la experiencia de la belleza, en la persona de un ser amado. Este amor progresa, como era de prever, de la belleza física a la espiritual, o de la belleza encarnada en una persona a la que se manifiesta en muchas. Pero la belleza inicial del individuo —y aquí está la diferencia con respecto a la interpretación religiosa— nunca queda totalmente superada. Tal belleza es en sí misma un regalo divino. Resulta siempre reconocible. No es un ascenso hacia algo que no puede verse, aunque sí puede ser el comienzo de un ascenso hacia una apreciación distinta y mejorada de aquello que puede verse. No hay ningún lamento aquí por lo que Coleridge, enamorado de la interpretación trascendente, denigraba como «el despotismo del ojo».1

Este es el Platón más atractivo para los artistas y los creadores. La idea sería que mirar las cosas con auténtico amor supone ya reconocer en ellas cualidades inmortales, las cualidades de la belleza, la gracia, la verdad o la armonía, que pueden manifestarse en principio en cualquier tiempo o espacio y son en este sentido intemporales. El paradigma de la experiencia platónica ya no es ultramundano sino intramundano, solo que desde una apreciación debida de este mundo, capaz de ampliar el banquete de los sentidos a través de la imaginación y la intuición. Con frecuencia, se entiende que esta intuición tiene una dimensión moral. En las obras de la escritora Iris Murdoch, por ejemplo, esta conexión con la ética se basa en la capacidad del amor de sacar al agente de sí mismo, haciendo posible una apreciación de la persona amada que es en sí misma una «despersonalización», un desplazamiento del yo egoísta de su trono habitual en el centro de todas las cosas.

Esta visión tiene muchas virtudes. Una de ellas es que explica a la perfección la evidente conexión que ve Platón entre la belleza, la verdad y el bien, y que tal vez resulte menos clara para nosotros. Nuestra tendencia es relegar la belleza —si es que llegamos a decir algo sobre ella— a un papel periférico, y miramos con desconfianza a aquellos que la celebran: estetas ingrávidos y superficiales, con la cabeza en las nubes. La bondad pertenece al campo de la ética, y aunque a nivel personal mantengamos principios que nos elevan por encima de los enviados atenienses, nos ponemos nerviosos si estos principios ocupan un lugar demasiado importante en la manera de pensar de las personas. El término «buenismo» tiene un sentido negativo. Por otro lado, nuestro paradigma de la verdad es probablemente la verdad científica, que no tiene demasiado que ver con la belleza o la bondad. Según el modelo humeano de la motivación y la acción antes esbozado, tendemos a pensar que el conocimiento es una cosa y nuestra forma de usarlo, ya sea para bien o para mal, para crear belleza o para destruirla, otra completamente distinta. En realidad, Platón también reconoce que las formas más bajas de creencia y tal vez de conocimiento sirven tanto a fines desviados como a fines elevados (VII, 519a). La conexión entre el conocimiento y la bondad solo se establece, si llega a establecerse algún día, en el nivel más elevado.

El poder de fascinación de Platón reside en parte en que proyecta un mundo donde estas fracturas no existen. Tal vez en nuestro mundo exista una división entre los hechos y los valores, pero el suyo es un mundo encantado, según la expresión del padre de la sociología moderna, Max Weber, un mundo donde cualquier división de este tipo queda suprimida por ideas como la armonía y la proporción. La belleza manifiesta tanto la bondad como la verdad, y, por lo tanto, el primer paso de salida de la caverna va asociado a la percepción de la belleza y al amor que esta engendra. La belleza suprime la distinción entre el hecho y el valor, una supresión que se nos impone en primer lugar en la experiencia erótica, de modo parecido a como se nos imponen los hechos. Sin embargo, también guarda una relación intrínseca o esencial con los valores del placer y el amor. Y del mismo modo que suprime la distinción hecho-valor, también suprime la tiranía del ego. Amar una cosa o a una persona por su belleza es una experiencia «despersonalizada», tal como diría Iris Murdoch.

El Platón poético es el profeta del amor cortés, de la unidad pura y espiritual con el ser amado, frente a los sudorosos apetitos de los sucios. Es el Platón de la primera parte del poema «Éxtasis», de John Donne:

 

Nuestras manos se unieron firmemente

con un potente bálsamo que de ellas brotaba;

nuestras miradas se trenzaron, y enhebraron

en una doble sarta nuestros ojos.

...

Como entre dos ejércitos iguales, el destino

en suspenso mantiene la insegura victoria,

nuestras almas (que para mejorar en su estado

salieron de nosotros) entre ella y yo pendían.

Y mientras nuestras almas estaban conversando,

yacíamos como estatuas sepulcrales;

todo el día estuvimos en la misma postura,

y no dijimos nada en todo el día.

 

Nótese que pasar una tarde mirando a los ojos del amado o la amada no supone sustituir el aquí y ahora por nada ultramundano. Al contrario, supone una apreciación intensa, casi microscópica del aquí y el ahora: una apreciación iluminada por el sol, por decirlo así, y no escondida entre las sombras. Hay que decir, sin embargo, que el platonismo de esta estampa es imperfecto, pues cabe suponer que la gracia de tanto entremezclarse de almas terminará por hacerse tediosa, y Donne se alegra de que el cuerpo tenga finalmente algún papel que desempeñar:

 

Pero, ay, ¿hasta cuándo todavía

vamos a prescindir de nuestros cuerpos?

Nuestros son, aunque no sean nosotros;

somos sus intelectos, ellos son nuestra esfera.

...

Así de los amantes las almas puras deben

rebajarse hasta afectos y aptitudes

que los sentidos puedan captar y comprender,

porque si no, un gran príncipe estará prisionero.*

 

También podría ser, sin embargo, que este descenso fuera después de todo válido desde la perspectiva del propio Platón, pues para él el regreso a la caverna y al mundo de los sentidos y sus ilusiones no es enteramente una caída, sino un desarrollo natural.

La distinción entre el Platón religioso y el poético se difumina con facilidad. En cierto aspecto, el Platón poético se encuentra incluso más cerca del cristianismo, pues su idea es justamente que la belleza puede encarnarse, igual que puede hacerlo el bien para el cristianismo. Ambas filosofías tienden a establecer un puente entre algo demasiado sutil, demasiado abstracto, demasiado puro como para formar parte de la vida humana, y algo que sí puede formar parte de la vida cotidiana. Para el platónico poético, el alma se vivifica a través de una renovada percepción erótica de la belleza; para el cristiano, a través de un renovado contacto con la personificación de la bondad en la encarnación de Jesucristo.

Para el cristianismo, sin embargo, esto es solo un elemento dentro de una filosofía fundamentalmente ultramundana. El propio Jesucristo no es sino una señal de la verdadera consumación en la vida eterna, en el otro mundo. Para el platónico poético, en cambio, la encarnación lo es todo.

El problema del regreso a la caverna no es tan grave para el platonismo poético como para el platonismo religioso, pero tampoco desaparece por completo. En este caso el problema no es tanto el redescubrimiento del cuerpo como el redescubrimiento de intereses y problemas que no tienen mucho que ver con la belleza o el amor: problemas relacionados con la política o la moral, por ejemplo. Con todo respeto hacia Iris Murdoch, cabe dudar de que los melianos hubiesen apreciado mucho el cambio si los enviados atenienses hubiesen desembarcado dando señales extáticas de admiración ante la belleza encarnada en las rosas, o en las siluetas de los jóvenes. La idea de Murdoch debe de ser que tal inmersión en la belleza liberaría a los atenienses de la ambición, el miedo o la codicia que propiciaron su brutal estrategia política. Pero no es así como funcionan las cosas entre los seres humanos. Lo estético solo nos aparta temporalmente de la moral y la política. Por más susceptibles a la belleza que fueran los enviados atenienses, pronto habrían dejado a un lado las rosas y los jóvenes, y retomado su misión de chantaje a los melianos, como de hecho hicieron. Las vidas de los artistas raramente son edificantes, lo cual nos recuerda a su vez que los temas del amor y la belleza no ocupan en La república un lugar tan destacado como en otros diálogos, tal como ya hemos dicho, y se cierne sobre ellos la decisión final de expulsar a los artistas, sobre la que pronto volveremos. Tal como muestra la cita que encabeza esta sección, Platón parece interesado en temas distintos de la inmersión contemplativa en la belleza. Difícilmente puede decirse que pasar una amable tarde tendido a la orilla del río junto al amante, o extasiado ante las obras expuestas en una galería, requiera algo de la «buena memoria, la rapidez de aprendizaje, la amplitud de perspectiva, la elegancia, el amor y el compromiso hacia la verdad, la moral, el valor y la templanza» que deberá exhibir el filósofo-rey. A pesar de los encantos de la vida poética, por tanto, todavía no hemos encontrado un modelo satisfactorio del ascenso desde la caverna.