El exilio de los poetas
Lo mismo vale para los autores de tragedias, en la medida en que son imitadores: están a dos generaciones de distancia del trono de la verdad, y lo mismo sucede con todos los demás imitadores. (X, 597e)
Es probable que nos sintamos menos inclinados a seguir los pasos de Platón cuando en el último libro dirige sus ataques contra la poesía y la pintura. Ya presenciamos el comienzo de esta batalla en los capítulos 5 y 7, en que Platón se lamentaba en primer lugar de la forma que tienen los poetas de representar a los dioses y, en segundo lugar, de los peligros que conlleva el hábito poético de tomar como modelo al hombre irascible o dominado por el thumos. La idea en ambos casos es que el drama, o la excelencia poética, es más fácilmente alcanzable a través de la representación de la debilidad humana. El sereno coraje, la justicia y la sabiduría de un Sócrates, con la mirada puesta siempre en lo eterno, simplemente no sirve para el teatro. En términos más modernos, un programa televisivo en el que todo el mundo se comporte con moderación, criterio y dignidad, o un espectáculo de Jerry Springer en el que nadie tenga nada que confesar y nadie pierda el autocontrol, tiene todos los números para fracasar. La idea de esta clase de programas consiste justamente en ofrecer la locura y la debilidad humanas como espectáculo para todos los demás.
Pero a primera vista no parece que pueda aplicarse la misma crítica a todo el arte; podemos compartir la repulsa de Platón por las formas más bajas de «entretenimiento» y seguir sintiéndonos orgullosos de nuestros poetas y de nuestras galerías de arte. En el último libro de La república, sin embargo, Platón acentúa aún más su ataque y deja claro que no admite ningún compromiso. En este punto vuelve a ser crucial la teoría del conocimiento de los libros centrales, que Platón utiliza para mostrar hasta qué punto se aleja la representación artística de la verdad.
Ha habido mucho debate acerca de la interpretación precisa que debemos dar a esta idea, y, una vez más, incluso los comentaristas más afines a Platón se hallan perdidos.1 La más directa parte de la lectura más «metafísica» de los libros centrales y de la metáfora de la caverna. De acuerdo con esta interpretación, el dominio de la verdad y del conocimiento está completamente separado del dominio de la vida corriente. Dado que el poeta o el pintor solo nos ofrecen «representaciones» de dicha vida, su trabajo está a dos niveles de distancia de la realidad en sí. De hecho, si nos tomamos en serio la alegoría de la caverna, los artistas dedicados a las representaciones parecen ofrecernos únicamente las sombras de las sombras de las marionetas, las cuales a su vez son solo copias pobremente iluminadas del mundo diurno y sus habitantes, en sí mismo ya una especie de proyección de la luz solar. Según mis cuentas, eso los sitúa al menos a tres y posiblemente a cuatro niveles de distancia de la verdad y la realidad. Y como hallarse separado de la realidad equivale a hallarse separado de la verdad y el conocimiento, los poetas y los pintores son incapaces de promover ninguna de ambas. No tienen nada que aportar a la buena ordenación del espíritu.
Dudo que nadie se haya dejado convencer jamás por un argumento tan esquemático, ligado, además, a la poco atractiva idea de que lo mostrado por los sentidos es en sí mismo irreal. Pero también va ligado a una distorsión aún más grave de lo que pueden representar la poesía o la pintura. Platón supone que las representaciones producen simplemente cosas secundarias, nuevos objetos para la atención que nos distraen de otros objetos más «reales». Veamos por ejemplo X, 598b, donde Sócrates trata de convencer a Glaucón de los males de la pintura:
—Fíjate ahora en lo que voy a decir: ¿cuál de estas dos cosas se propone siempre y en todos los casos la pintura? ¿Representar los hechos del mundo real o las apariencias? ¿Es la apariencia lo que representa o la verdad?
—La apariencia —dijo.
El paso en falso aquí consiste en suponer que representar la apariencia de una cosa, por ejemplo, una cama, una silla o al presidente Bush, significa no representar en absoluto la cama, la silla o al presidente Bush, sino una cosa distinta, a saber, su apariencia. Esto merece ciertamente el título de philosophia perennis: se trata de uno de los errores más viejos, más tentadores y más generalizados de la disciplina.
No parece que a Platón se le pasara por la cabeza que las representaciones pudieran sacar a la luz nuevos aspectos de las cosas que representan. Mirar una esfera solar o un reloj que representen el tiempo puede servirnos para satisfacer nuestro interés por este último. La esfera solar o el reloj no sustituyen al tiempo en nuestros intereses. Una caricatura de nuestro político preferido no presenta una sombra o un sustituto en lugar de la persona misma; presenta a la persona como un chiflado, un malvado, un salvaje o tal vez un estúpido, lo cual sugiere, y potencialmente revela, un aspecto de la persona. Platón hace que parezca como si un cuadro o un poema cambiaran inevitablemente un objeto por otro, pero no es así: el objeto sigue siendo el mismo, aunque lo que se diga sobre él sea nuevo. Precisamente por eso el arte tiene la capacidad de decirnos cosas, del mismo modo que lo hace el lenguaje. No constituye, pues, ninguna distracción de la verdad, sino uno de sus aliados potenciales.
El ejemplo de la caricatura es deliberadamente vulgar, pero la idea no hace sino reforzarse cuando pasamos a ejercicios artísticos más elevados. Ya hemos comentado el uso que hicieron los románticos de Platón, característico de la lectura «inmanente» del ascenso de la caverna, inicialmente sugerida en El banquete. Veamos uno de los pasajes más famosos de Wordsworth, de su magnífico poema «Versos escritos pocas millas más allá de la abadía de Tintern», en el que el poeta expresa el mensaje moral que encuentra en la naturaleza:
... y he sentido
un algo que me aturde con la dicha
de claros pensamientos: la sublime
noción de una sin par omnipresencia
cuyo hogar es la luz del sol poniente
y el océano inmenso, el aire vivo,
el cielo azul, el alma de los hombres;
un rapto y un espíritu que empujan
a todo cuanto piensa, a todo objeto
y por todo discurren. De este modo,
soy aún el amante de los bosques
y montañas, de todo cuanto vemos
en esta verde tierra: el amplio mundo
de oído y ojo, cuanto a medias crean
o perciben, contento de tener
en la Naturaleza y los sentidos
el ancla de mis puros pensamientos,
guardián, guía y nodriza de mi alma
El poema completo tiene muchos significados posibles, pero estas líneas en particular reflejan la correspondencia que existe entre los sentimientos engendrados por el amor del poeta hacia los prados y los bosques, y cierta elevación moral producida por la conciencia de un espíritu que atraviesa todas las cosas, el equivalente wordsworthiano de la forma platónica del bien. De nuevo, el mundo visible, «el amplio mundo de oído y ojo», revela un aspecto de las cosas, un aspecto muy platónico de las cosas, sobre el que se apoya la naturaleza moral de Wordsworth. En principio, nosotros también podríamos descubrir algo parecido al leer el poema, a saber, que la naturaleza puede revelar un espíritu platónico que «empuja a todo cuanto piensa». Naturalmente, si no somos afines a la imaginería platónica podríamos objetar que Wordsworth no hace sino proyectar fantasías o ilusiones, pero esa es una objeción que difícilmente podría plantear el propio Platón. Si Wordsworth se equivoca cuando dice que la naturaleza revela «una sin par omnipresencia», entonces el poema sugiere algo falso, aunque incluso en este caso podría sugerir una verdad aún más importante, por ejemplo, que existe una conexión entre el amor por la belleza y la naturaleza, y el amor por el bien y la verdad. Y si Wordsworth no se equivoca, entonces el poema hace mucho más que sugerir la verdad. La segunda posibilidad debe permanecer abierta para los platónicos, y en este caso se trataría, además, de la verdad formulada en unos términos capaces de impresionar y atraer a la audiencia, un triunfo de la educación.
Naturalmente, no resulta fácil decir cómo funciona el arte. En realidad, tal vez no haya mucho que decir sobre el tema a este nivel de generalidad. Cualquier generalización encontrará contraejemplos. Es más, en nuestros tiempos experimentales y abiertos a la recepción, es casi un deber para el artista transgredir cualquier intento de establecer una fórmula. La única idea sobre la que debemos insistir es que a veces el arte funciona y que lo hace de un modo revelador. Es capaz de transmitirnos nuevas verdades sobre un viejo tema o sobre uno nuevo, sobre la naturaleza de las personas o sobre la naturaleza de la naturaleza. Tal vez revele incluso, si Platón y Wordsworth están en lo cierto, nuevas verdades acerca de la relación entre el mundo de los ojos y los oídos, y el mundo de la moral, el mundo de lo eterno.
Lamentablemente, la exposición está salpicada de comentarios burlones, sobre todo a propósito de la pintura, que, según parece pensar Platón, es capaz de trabajar ignorando por completo su tema y se halla en cualquier caso limitada a la producción de imitaciones engañosas de la realidad. La idea, por ejemplo, de que un pintor como Leonardo da Vinci necesitara grandes conocimientos sobre anatomía humana, o de que George Stubbs tuviera que aprender primero y luego nos enseñara un aspecto de los caballos y de su vida que hasta entonces permanecía oculto para nosotros, parece escapársele por completo.
Si la parte más elevada del espíritu no se interesa más que por el conocimiento y la verdad, y si tanto la poesía como el arte de la representación nos alejan de la verdad, se infiere de inmediato que estos apelan únicamente a la parte más baja del espíritu. En este sentido, pueden viciar incluso a buenas personas (X, 605c). Platón pone el ejemplo de Homero o de cualquier otro poeta que represente el dolor o haga que el protagonista «entone un canto fúnebre y se golpee el pecho». Luego nosotros, el público, hallamos placer en ello, nos rendimos y compartimos «el dolor del héroe» (X, 605d). Todo esto no hace sino mostrar cómo el poeta satisface y gratifica aquella parte de nosotros que deberíamos poner todo nuestro orgullo en suprimir, y lo mismo puede decirse cuando hay otras emociones implicadas: «El sexo, la cólera y todos los deseos y los sentimientos de placer y desplacer que, tal como decimos, acompañan a nuestras acciones» (X, 606d). El vicio en cuestión no procede únicamente de la visión de asesinatos por televisión, sino que puede tener su origen también en la lectura de Shakespeare o Wordsworth. La representación poética
riega y nutre en nuestro interior cosas que deberían dejarse marchitar, y las convierte en soberanas cuando deberían ser sometidas, pues de otro modo nuestras vidas no serán mejores ni más felices, sino más bien lo contrario. (X, 606d)
Se produce aquí un cambio significativo y siniestro de estrategia. Los gobernantes de la ciudad no se preocupan ya del desarrollo de todas y cada una de las demás partes. La parte encargada del gobierno pretende ahora poseer el monopolio del valor; es más, declara positivamente malo todo desarrollo de la emoción y el placer, los cuales deberían «dejarse marchitar» en el Estado ideal. Esta posición de Platón tuvo una enorme influencia sobre los estoicos, que miraban la emoción con una desconfianza igualmente exagerada y la veían como algo que no solo debía ser gobernado, moderado y debidamente reconducido, sino totalmente destruido. Ya no se trata únicamente de adoptar una actitud severa, sino una fría insensibilidad, una falta brutal de sentimiento. El hombre ideal se vuelve totalmente impasible, inmune a «los deseos y los sentimientos de placer y desplacer», deja de ser un hombre para convertirse en un bloque de hielo. Esta parte del Libro X es la que más contribuye a justificar la acusación de sadismo, ascetismo y voluntad de degradar la vida humana que Nietzsche lanzó contra Platón. También es la parte que Aristóteles repudia con más firmeza, pues su filosofía integra la razón en la vida animal y atribuye un papel necesario al sentimiento cultivado y moderado (aunque en la parte final de su obra más importante, la Ética a Nicómaco, Aristóteles también sucumbe a la idea de que la mejor vida posible es una vida de contemplación intelectual pura).
En este punto podríamos sentirnos tentados de adoptar, por desesperación, la perspectiva del intelectual americano Leo Strauss, de gran influencia sobre la política neoconservadora reciente. Strauss tenía buen ojo para detectar los puntos débiles de los mensajes explícitos de Sócrates en La república, de modo que se convenció a sí mismo de que la capacidad dramática de Platón incluía la de ocultar sus propias enseñanzas, en ocasiones incluso detrás de su opuesto. Si podemos aprender algo en el libro acerca de la justicia, la política y el alma, es a través de las limitaciones de sus argumentos explícitos. En definitiva, pues, La república nos dice que no existe ninguna analogía válida entre la ciudad y el alma, que Trasímaco sale victorioso o incluso que los poetas no deben ser expulsados.3 Prácticamente la única doctrina salida de la boca de Sócrates que se conserva es la de que los gobernantes deberán contar mentiras piadosas para el bien del Estado (una excepción oportuna, de la cual los seguidores de Strauss parecen haber sacado todo el jugo, como también de la rehabilitación de Trasímaco y el reconocimiento de la superioridad de la vida de los dictadores y de los plutócratas). Podemos dejar para los especialistas los argumentos que hay detrás de esta clase de interpretación revisionista, pero a la vista de que el Platón straussiano está muy lejos de la figura reconocida por todos los demás, incluido Aristóteles, es razonable mantenerse escéptico.