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Convención y amoralismo

 

 

Lo que está en juego está lejos de ser insignificante: se trata de cómo debe uno vivir su vida. (I, 352d)

 

 

 

La república fue escrita probablemente alrededor del 375 a. C., poco después de que Platón cumpliera la cincuentena (nació siendo un aristócrata ateniense alrededor del 428 a. C., y murió en el 347 a. C.). Se encuentra dividida convencionalmente en diez libros, aunque no hay razón para pensar que esta organización fuera establecida por Platón: tiene más que ver con la extensión arbitraria de un papiro antiguo que con ningún ritmo argumentativo. Es habitual ver el primer libro como una especie de introducción y el último, como algo parecido a un epílogo o una conclusión, pero ambos son importantes, tanto a nivel dramático como doctrinal. La discusión moral y política, sin embargo, se centra en los libros que van del II al IX. Una parte sustancial de la misma, entre los libros V y VII, se ocupa también de otros aspectos de la filosofía, en especial de la teoría del conocimiento y de la naturaleza de la realidad (epistemología y metafísica). En estos tres capítulos centrales es donde más sube la temperatura metafísica. Contienen algunas de las doctrinas más famosas y radicales de Platón, entre ellas su conocida defensa del filósofo-rey y el famoso mito de la caverna. Si La república tiene un alma metafísica, aquí es donde hay que buscarla.

El personaje principal es, por supuesto, Sócrates. El Sócrates histórico había sido ejecutado por la democracia ateniense en el 399 a. C., unos veinticinco años antes de que se escribiera La república, por el crimen de no haber honrado debidamente a los dioses que honraba la ciudad, haber inventado nuevas divinidades no reconocidas y haber corrompido a los jóvenes. Es por lo tanto un detalle significativo que el drama comience con la piadosa bajada de Sócrates al puerto del Pireo, a la salida de la ciudad de Atenas, para rezar a una diosa (eso sí, importada) con ocasión de un nuevo festival. Hay también un contraste significativo con el diálogo El banquete, que se ocupa de la ascensión del alma y comienza con un viaje a la cima de la ciudad en lugar de un descenso. Se plantea pues, de inmediato, el primer tema central, la difícil relación entre la piedad y el espíritu crítico, entre las costumbres de la ciudad y el incansable espíritu inquisitivo.

El tema no es solo el primero en aparecer, sino que resuena a lo largo de toda La república, así como en muchos otros diálogos de Platón, y su eco se dejará oír a lo largo de los siglos posteriores hasta nuestros días. Es un tema que nos enfrenta a una elección. ¿Hay algo que defina la buena vida más allá de la conformidad con las costumbres? ¿O es posible alcanzar un punto de vista crítico, algún tipo de justificación externa para un conjunto de leyes o reglas particulares, como por ejemplo, idealmente, alguna prueba de que merecen obediencia o que solo ellas configuran una forma de vida racional para los seres humanos? ¿Se trata simplemente de adaptarse a cualesquiera reglas que se hayan establecido para ordenar el juego social, o hay algo que pueda minar la autoridad de estas reglas? Sesenta o setenta años antes, el historiador Herodoto ya había destacado en sus escritos el lugar que ocupan las costumbres en la mente de las personas:

 

Pues si diéramos a escoger a los hombres, entre todas las costumbres del mundo, aquellas que les parecieran mejores, terminarían por preferir las propias aun si las examinaran todas; tan convencidos están de que sus propias costumbres superan con mucho a las de todos los demás ... Tal es la tendencia de los hombres; y Píndaro tenía razón, en mi opinión, cuando dijo: «La ley reina por encima de todo».1

 

En el sentido que le atribuye el poeta Píndaro en la cita, la costumbre o nomos incluye todas las reglas de la comunidad, el sistema convencional de normas impuestas por la vigilancia común de un grupo. Si saltamos a finales del siglo XVII, es lo mismo que John Locke llamó la «ley de la moda», y que se impone por el temor a perder la reputación y por la ambición de gozar de la estima de los demás:

 

Es así, entonces, que la medida de lo que en todas partes se llama virtud y vicio es esta aprobación o reprobación, alabanza o censura, que por un tácito y secreto consenso se establece en las diversas sociedades, tribus y agrupaciones de hombres que hay en el mundo, y en virtud del cual varias acciones llegan a merecer crédito o descrédito entre ellos de acuerdo con el juicio, las máximas o la moda de cada lugar ... Pero ningún hombre que ofenda la moda y la opinión de sus compañeros, y lo haga a sabiendas, escapa al castigo de su censura y su disgusto. Tampoco hay uno solo en diez mil que sea lo bastante rígido e insensible como para soportar la constante condena y repudio de su propio grupo. Debería ser de una extraña e inusual constitución, capaz de contentarse con vivir en perpetua desgracia y mala reputación en su propia sociedad.2

 

Platón es muy consciente de los atractivos que podría tener no ir más allá de esto. Uno de los discursos más elocuentes de sus diálogos, el llamado «gran discurso» del Protágoras, sostiene justamente que no necesitamos nada más.3 En este discurso, Protágoras, uno de los menospreciados sofistas, propone lo que vendría a ser una psicología evolutiva de la moral, la cual, vista desde esta perspectiva, sería aquello que permite a los hombres cooperar entre ellos, coordinar sus acciones y satisfacer de este modo sus necesidades respectivas. La «ley de la moda» no es solo una debilidad nuestra levemente vergonzosa, por decirlo así, un mero deseo de popularidad o de integración en el grupo. Es una expresión natural y esencial de la naturaleza y la limitación humana. Nuestro respeto por la ley de la moda tiene que ver con la internalización de la voz de los demás, en función de su inclinación a elogiar o a condenar lo que estamos haciendo. Nos apropiamos de esta voz casi por contagio, como un motivo propio que nos inclina a favor o en contra de una acción. Este respeto es una adaptación darwinista, pues la vida humana tiene más éxito si se deja regir por él que si no lo hace. En este sentido, todos somos personas de grupo, todos somos aficionados a la moda.

La opinión de que la moral se identifica de este modo con la ley de la moda es seguramente la visión dominante hoy en día entre los filósofos que consideran tener una actitud científica, y sobre todo entre los psicólogos y teóricos evolutivos. Puede entenderse de diferentes formas. Locke, por ejemplo, parecía pensar más bien en nuestra tendencia a adoptar la opinión de nuestros contemporáneos. Una variante particular del modelo sería el susceptible «hombre de honor», al que nos referiremos más adelante, otra variante podría subrayar la presión de los padres, y otras variantes freudianas más escabrosas podrían especular sobre las presiones psicológicas que conlleva nuestra resistencia a permitir que nuestra voluntad sea moldeada por fuerzas exteriores durante la infancia. Pero no importa cómo se elabore la idea, Platón la contempla con desconfianza y hostilidad.

El liberalismo clásico comparte esta misma desconfianza y hostilidad, aunque por motivos distintos. Lo temido en este caso es la tiranía de la costumbre: la presión conservadora, irracional y sofocante de «lo que se hace», de las «buenas formas» o de la tradición. George Grote, el gran historiador y filósofo victoriano, amigo de Mill y parlamentario liberal, habló con especial disgusto del dominio de la costumbre, el nomos basileus de Píndaro, o lo que bautizó como el rey Nomos, cuya tiranía es el resultado de «la acción de aquella policía espontánea y omnipresente que impone la autoridad del rey Nomos con todo rigor: una policía no menos omnipotente aunque no lleve uniforme ni posea ningún título reconocido».4

Pero el rey Nomos tiene sus defensores. En nuestros días, los «comunitaristas» insisten en la sabiduría heredada a través de las costumbres populares. Algunos, como el pensador y parlamentario conservador del siglo XVIII Edmund Burke, sostienen que la liberación del rey Nomos no es ni deseable ni posible.5 No es posible porque somos el tipo de animales que acabamos de describir; solo obtenemos nuestra identidad a través de la mirada de otros. Y no es deseable porque un sustituto «racional» —un modelo de sociedad civil esbozado sobre una pizarra— tiene infinitamente menos posibilidades de funcionar que uno que ha soportado la prueba del tiempo y que se ha adaptado de manera gradual e insensible a las circunstancias de la vida. Más adelante descubriremos que Platón no es ningún partidario del liberalismo, pero no puede ponerse del lado de Burke porque también está en el negocio de la razón. Todo su proyecto puede verse como el intento de pensar la moral desde sus primeros principios y esbozar modelos sobre una pizarra.

La oposición entre la esperanza de encontrar un «fundamento moral» para la ética y la aceptación de la costumbre y la convención sin ningún fundamento ulterior, constituye una de las grandes líneas divisorias en filosofía. Para muchos, es doloroso y hasta vertiginoso suponer que sus amados valores no se sostienen sobre nada más firme que la costumbre y la convención. Eso despoja a nuestros compromisos más importantes de la dignidad de la razón, y posiblemente pone en su lugar las cadenas invisibles de la cultura: mera ideología en lugar de una ley racional. Para otros, en cambio, no hay nada escéptico o irritante en el hecho de que nuestra forma de comportarnos no sea otra cosa que nuestra forma de comportarnos. La idea de que las reglas, incluidas las reglas morales, no hacen sino reflejar la forma que encontramos más natural de comportarnos, ha recibido el apoyo de importantes autoridades de la filosofía moderna, incluidos dos gigantes de la filosofía del siglo XX, W. V. Quine y Ludwig Wittgenstein. También encaja bien con la imagen «posmoderna» de que nuestra forma de pensar ha sido configurada (e inventada) en gran medida por las fuerzas de la convención, de la costumbre y, en último término, del poder.

Burke escribió en Gran Bretaña en una época de relativa autocomplacencia política y de un conservadurismo inquieto ante las licencias y los desórdenes de la Revolución francesa. Platón se hallaba en un escenario histórico menos confortable: escribió durante un largo período de desórdenes, revoluciones, experimentos y guerras que trajeron finalmente la decadencia. No es extraño que sintiese la necesidad de reordenar las cosas de acuerdo con un plan más preciso que los garabatos de la historia. Platón está convencido de que el rey Nomos no es suficiente.

En el Protágoras, Sócrates trata de desacreditar esta visión con una lógica poco convincente. En el Libro I de La república dicha posición queda repartida, por decirlo así, entre dos hombres de negocios ricos, conservadores y autosatisfechos: Polemarco y su padre Céfalo. La conversación de Sócrates con estos dos hombres es, en el mejor de los casos, inconcluyente. En general se demora en una esgrima dialéctica poco interesante acerca de si un buen hombre puede hacerle daño a alguien. También pone de manifiesto el irritante intelectualismo de Sócrates: su tendencia a pensar que, si no eres capaz de definir algo, no sabes lo que es. Y, en efecto, Sócrates consigue demostrar que estos hombres convencionales y autosatisfechos no son muy buenos definiendo la virtud. Sus primeros intentos son, en el mejor de los casos, torpes: pero ¿qué hay de malo en eso? La ley de la moda no necesita una articulación explícita para funcionar. Ninguno de nosotros es capaz de escribir sobre un papel las reglas de la gramática inglesa, pero somos capaces de ejercer suficiente presión unos sobre otros como para adaptarnos a ellas. Somos capaces de reconocer lo que no somos capaces de definir.

La oposición entre la razón y la costumbre es muy tajante desde el punto de vista ideológico. Pero hay diversas formas de refinar la posición convencionalista que permiten relajar esa oposición. En primer lugar, las convenciones no tienen por qué ser aceptadas tal como son. Puede haber un espacio para la crítica y para la reflexión, basado también en ciertos aspectos de la convención y la costumbre. De acuerdo con una conocida metáfora, podemos mantenernos sobre algunas tablas de nuestro barco mientras reparamos otras. En segundo lugar, las convenciones y las costumbres sirven a ciertos propósitos, y estos refuerzan su autoridad y pueden incluso darle un fundamento, solo que de un tipo distinto. Las convenciones responden a ciertas necesidades y deseos, unos más importantes que otros. La finalidad de coordinarnos con los demás, de encontrar soluciones pacíficas, de comunicarnos, de encontrar formas de manifestar la fiabilidad o la confianza, todo ello hace posible una vida reconociblemente humana. No es ningún demérito para la autoridad de las promesas el hecho de que se apoyen en esta necesidad, como tampoco lo es para la autoridad de la gramática. Las convenciones surgen para satisfacer las necesidades que determina nuestra naturaleza. No son arbitrarias, o en todo caso es simplista y solo parcialmente cierto decir que lo son. No es arbitrario decir que necesitamos una convención para determinar por qué lado de la carretera debemos conducir. Solo es arbitraria su concreción, es decir, si terminamos yendo por la izquierda o por la derecha.

Aristóteles propuso otra forma de moderar la oposición tajante entre la razón y la costumbre. La idea de «ley» tiene tres fundamentos: la naturaleza, la costumbre y la razón. La naturaleza aporta el material puramente animal sobre el que han de trabajar la costumbre (o la cultura) y la razón. La costumbre o ethos surge tal como hemos supuesto que surgía la conformidad, en nuestro intento de coordinarnos para actividades como los ritos o de encontrar modelos que nos permitan cooperar. Es algo que nos lleva más allá de la naturaleza porque genera un sistema social de normas que se distingue en sí mismo del mero hábito animal. Finalmente, la razón termina por dictar las leyes que configuran la costumbre. Pero las leyes no pueden existir sin las costumbres: «En todos los casos, la facultad inferior puede existir sin necesidad de la superior, pero la superior presupone las inferiores».6 Tal como veremos de nuevo en el capítulo 9, Platón tiene tendencia a desechar esta presuposición y a pensar, tanto en este caso como en todos los demás, que la razón puede liberarse de las limitaciones terrenales que se manifiestan en la naturaleza y en la costumbre. La tendencia moderna, en cambio, es pensar esta «razón» en términos políticos y retóricos, a imagen del toma y daca de palabras propio de los parlamentos y los tribunales, unas palabras a las que solo la costumbre y el hábito darán el peso suficiente para que arrastren a las personas (y sean llamadas, por lo tanto, «buenas razones» a favor de una u otra decisión). El rey Nomos reina otra vez.

Naturalmente, Platón seguirá insistiendo acertadamente en dejar un espacio para la crítica, y como considera que tenemos muchas menos necesidades y muchas más diferencias de naturaleza de lo que se supone normalmente, seguirá desconfiando de las costumbres y las convenciones que puedan darse en cualquier tiempo y lugar. Platón parte de la idea de que es preciso evitar el reinado del rey Nomos, pues una comunidad desordenada tendrá unas costumbres desordenadas, y promoverá e instaurará como resultado normas desordenadas. No le cabe ninguna duda de que puede haber comunidades desordenadas: en el Libro VIII ofrece una pequeña taxonomía de las diversas formas que toma este desorden (véase el capítulo 14). Platón apenas entra en confrontación directa con Polemarco y Céfalo en el Libro I. A nivel dramático, sin embargo, la inconcluyente conversación prepara el escenario para la explosiva entrada de otra figura moderna, que no es ni un psicólogo evolutivo ni un comunitarista, ni tampoco un Wittgenstein o un Foucault con una sutil reinterpretación de las fuentes de la autoridad, sino el impaciente y cínico amoralista, uno de los primeros antihéroes: el intransigente, cínico y sarcástico sofista Trasímaco.