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El anillo de Giges

 

 

Nadie es justo de grado, sino por fuerza y estando convencido de que la justicia no es buena para él personalmente, pues en cuanto cree que puede cometer una injusticia, la comete. (II, 360c)

 

 

 

Como Trasímaco sigue en silencio o de mal humor, su argumento es retomado por Glaucón, un personaje que se identifica con uno de los hermanos de Platón, mientras que el único personaje relevante que queda, Adimanto, se identifica con otro hermano. Dentro del diálogo resultan más o menos intercambiables entre sí. Glaucón refina y precisa las confusas explicaciones de Trasímaco. Comienza por distinguir cuidadosamente la cuestión de si la moral es beneficiosa en sí misma o si solo es útil como medio para otros fines (por ejemplo, la aceptabilidad social, resultado que se obtiene mediante el seguimiento de la ley de la moda). Sócrates sostiene ambas tesis. Glaucón pretende demostrar, pues, que las personas solo practican en realidad la moral cuando no tienen otra opción, y para ello propone un relato o un experimento mental. Un pastor de Lidia (una región occidental de Asia Menor, actual Turquía), Giges, habría adquirido supuestamente un anillo mágico capaz de volver invisible a su portador. Armado con este anillo, Giges entra en el palacio real, seduce a la reina, mata al rey y usurpa el trono. El resultado es muy satisfactorio desde el punto de vista de Giges, luego ¿quién no haría lo mismo?

 

Pues bien, si hubiera dos anillos de este tipo, y uno lo llevara una persona justa, y otro una persona injusta, es opinión común que no habría persona de convicciones tan firmes como para perseverar en la justicia y abstenerse en absoluto de tocar lo que no le pertenece, cuando nada le impediría dirigirse al mercado y tomar de allí sin miedo alguno cuanto quisiera, entrar en las casas ajenas y fornicar con quien se le antojara, matar o liberar personas a su arbitrio, obrar, en fin, como un dios rodeado de mortales. (II, 360b)

 

En otras palabras, si separas la moral de sus efectos, descubrirás que todo el mundo la ve como una molestia, como un obstáculo a su libertad de acción.

Glaucón no se detiene aquí, sino que refuerza la tesis con otro argumento. Pongamos a la persona moral al lado de la inmoral. Despojemos a la persona moral de su «aura» y démosle una reputación de inmoralidad, suficiente para someterla a todos los castigos que la ley puede infligir, incluso la muerte. Imaginemos también que la persona inmoral es lo bastante inteligente como para disfrutar de todas las ventajas que ofrece la apariencia de la moral, pero con la ventaja añadida de poder aprovecharse de su inmoralidad siempre que pueda hacerlo sin ser descubierta. Está claro que la segunda lleva una vida más rica, logra mayores éxitos y obtiene más recompensas. La teología griega sugiere incluso que los dioses le sonríen, pues al ser más rico puede ofrecerles mejores sacrificios (362c). Adimanto se suma al argumento:

 

De todos los que se vanaglorian de defender la justicia, no ha habido ninguno que censurase la injusticia o encomiase la justicia por otras razones que la fama, los honores y las recompensas que provienen de ella. (II, 366e)

 

El reto no puede estar más claro: demuéstranos que la moral, considerada en y por sí misma, con independencia de sus consecuencias, supone un beneficio para su poseedor, y que la inmoralidad supone un perjuicio. Pues si no se puede demostrar esto, solo existe la ley de la moda, y no tenemos nada que responder a los enviados atenienses y a sus sucesores. El reto sigue resonando a lo largo de toda la historia de la filosofía moral. En el siglo XVIII, David Hume planteó el mismo problema en términos del «prudente pícaro» que se aprovecha de los beneficios de la cooperación y la convención en la sociedad, pero que está dispuesto a romperlas siempre que eso pueda reportarle un beneficio.1 El experimento mental de Platón no hace sino mostrarnos el caso de alguien a quien le resulta particularmente fácil hacerlo.

En adelante llamaremos a este problema «el reto de Glaucón». Una forma de esquivarlo sería apelar a la idea religiosa de la vida después de la muerte, de un cielo para los buenos y un infierno para los malos. Pero, tal como insiste su hermano Adimanto, es irrelevante a efectos de lo que plantea Glaucón si nuestra esperanza consiste en evitar el castigo o en recibir un premio o una recompensa, si es un ente sobrenatural quien lo concede, o incluso si va a durar buena parte de la eternidad. La cuestión es que no debería hablarse de recompensas, ya sea en esta vida o en otra por venir, a menos que estas recompensas sean de una naturaleza que impida alcanzarlas por medio de la inmoralidad o retirárselas a una persona moral. Deberíamos actuar por principios, no por miedo o por esperanza, o, como Kant dijo posteriormente, nuestra motivación moral debe ser pura, ajena a todo cálculo o interés.

Los comentaristas se refieren a menudo a todo esto como el tema de la justicia del alma. La fórmula resulta algo rebuscada. Por otro lado, en este caso «el alma» no es «el fantasma en la máquina». Se trata simplemente de la persona considerada en relación con su carácter, sus conocimientos y sus motivaciones. Por lo que se refiere a la «justicia», prefiero seguir la tendencia moderna de plantear la cuestión en términos de la relación entre la moral en general y la armonía o la desarmonía psicológica del agente. Se trata de determinar en qué consiste esta armonía u ordenación justa cumpliendo dos condiciones. Primero, debe corresponder al agente que hace lo justo, posee las virtudes que estimamos y observa una buena conducta. Segundo, La república pretende poner de manifiesto los beneficios que acompañan al agente bien ordenado sin invocar otro tipo de beneficios, como la reputación o la popularidad. El buen orden psicológico debe ser una recompensa en sí mismo.

Es importante no perder de vista esta dualidad. Una simple descripción de un agente sereno y tranquilo no sería una respuesta adecuada para Glaucón. No hay duda de que tanto la serenidad como la tranquilidad benefician a aquel que las posee. Son estados agradables. Pero tienen poco que ver con la virtud o con el buen comportamiento: Giges podría haber cometido los crímenes que le atribuye el mito del anillo de la invisibilidad con perfecta serenidad y paz de espíritu, y, tal como hemos sugerido antes, los enviados atenienses podrían haber hecho también lo que hicieron con perfecta serenidad. Si hay alguna conexión de este tipo, será preciso apoyarla con argumentos.