El reto de Glaucón
¿Y no diremos ... que la justicia, y lo que vuelve justa la ciudad, consiste en que la actuación de estas tres clases, los negociantes, los auxiliares y los guardianes, se mantiene en los límites de su función dentro de la ciudad y no los traspasa? (IV, 434c)
La élite gobernante es responsable de la felicidad de la ciudad. Platón es muy realista en su visión de las causas del disentimiento y de la fragmentación en las comunidades, y atribuye un lugar central a las diferencias de riqueza y de realización sexual. De ahí el comunismo espartano que caracteriza a las vidas de los guardianes. El principio de especialización exige que nada los distraiga de su dedicación exclusiva al bien de la sociedad, y como nada distrae más que la preocupación por los bienes o por el sexo, es preciso eliminarlos. En consecuencia, no se permite a los guardianes tener propiedades, y sus relaciones sexuales toman una forma perfectamente clínica, que no deja espacio para la pasión privada ni para el afán de posesión privado. También aquí encontramos un estrecho paralelismo entre esta idea y el posterior ideal cristiano de santidad, solo que Platón asume con mayor realismo que este celibato no está al alcance de todos, ni siquiera dentro de la élite.
Cuando la élite gobernante recibe una educación adecuada, el colectivo experimenta ciertas mejoras, al menos mientras aquella se mantenga en el gobierno. Los miembros de dicha élite encarnan la sabiduría genuina. También son garantía de coraje, pues para Platón el coraje es una manifestación de la sabiduría, pues consiste en «la conservación de la opinión, inculcada por la ley a través de la educación, acerca de cuáles son las cosas y las clases de cosas que son dignas de temer» (IV, 429c). Su gobierno equivale a la autodisciplina, al control de lo inferior por lo superior, lo que significa también el dominio del placer y del deseo. Finalmente, la moral del Estado consiste en este orden y esta disciplina, que encarna el principio de que todo el mundo debe mantenerse en su lugar, el principio de especialización.
Esta última idea y la forma que tiene Platón de introducirla irritaron de un modo especial a sir Karl Popper. Platón solo la revela después de una preparación dramática más bien tediosa por parte de Sócrates, en la que este se presenta como un cazador que se halla inicialmente intimidado por su presa, luego consigue vislumbrarla en su huida y al fin cae triunfalmente sobre ella (IV, 432c y 434c). Popper ve en todo esto una perversa artimaña literaria ideada para hacer pensar al lector que Glaucón ya se encarga de controlar a Sócrates y que, por lo tanto, no tiene por qué mantenerse en guardia. «No puedo interpretarlo sino como el intento —que resultó ser muy exitoso— de embotar las facultades críticas del lector y distraer magistralmente su atención de la pobreza intelectual de este diálogo con una exhibición de fuegos artificiales verbales.»1 Es posible que la desconfianza de Popper esté justificada hasta cierto punto, pero es igualmente posible que Platón tenga otras razones para presentar al filósofo como una especie de cazador. Platón es muy consciente de que algunas personas tenderán a ver al filósofo como un pusilánime (V, 549e-550b), por lo que difícilmente puede considerarse accidental que describa la investigación filosófica en términos que sugieren valor y destreza.2
La idea de que la clave de la moral sea el principio de especialización, ya sea a nivel individual o colectivo, dista mucho ciertamente de resultar atractiva. En su aplicación política parece, igual que le pareció a Popper, poco más que un principio ideado para impedir a la mayor parte de la población tener alguna voz en el gobierno. Es evidente que Platón no ve nada específicamente valioso en el hecho de que las personas tengan voz en sus asuntos, o en el hecho de que puedan manifestar su desacuerdo incluso frente a aquellos que saben más que ellos. Sí le importa, por supuesto, que la élite gobernante sepa efectivamente más que los zapateros y demás (aunque no está claro cómo se supone que va a entenderlo así la plebe). Pero incluso en este caso, nosotros valoramos más la individualidad. La tiranía de los que saben no deja de ser una tiranía. Es posible que los padres con hijos adolescentes sepan realmente más que estos acerca de cuáles son sus verdaderos intereses. Pero no se sigue de ello, y no es verdad, que la mejor forma de regular la familia sea negarle al adolescente todo espacio de experimentación y toda capacidad de decisión sobre su vida. Cometer nuestros propios errores tiene valor por sí mismo, lo cual es a su vez un corolario del valor que atribuimos a la libertad y a la individualidad, estrechamente asociado, por supuesto, al valor que ya habíamos atribuido antes al pensamiento propio, encarnado en el Sócrates liberal de otros diálogos.
En este punto, la mejor defensa de La república es insistir en que las tesis políticas solo valen en la medida en que encajan en una analogía con la persona moral. Existe una justificación textual para esta defensa, pues Sócrates recurre inmediatamente al individuo para comprobar si se mantiene la correspondencia:
Lo que hemos de hacer ahora es trasladar al individuo lo que hemos descubierto en la ciudad. Si hay conformidad, todo será correcto; pero si en el individuo descubrimos algo distinto, volveremos a la ciudad para comprobar el nuevo resultado. Con suerte, el roce de la comparación entre los dos casos hará que brille la justicia como fuego de enjutos, y al hacerse visible, podremos afirmarla mejor en nosotros mismos. (IV, 434e-435a)
Así pues, ¿cómo resiste la idea si la confinamos al individuo?
La analogía funciona supuestamente a partir de la correspondencia de la élite gobernante con la razón, de los auxiliares o el ejército con la parte «irascible» de la persona, y de los artesanos con los apetitos y las pasiones particulares (los ejemplos preferidos de Platón son la lujuria, el hambre y la sed). El principio en virtud del cual el individuo se divide en estas «partes» está lejos de ser evidente, y Platón se toma su tiempo para exponerlo. Su punto de partida básico es la posibilidad de conflicto en el individuo: por ejemplo, entre el sereno interés y el apetito desbocado, o entre el disgusto y la curiosidad (IV, 439e). En cuanto surge la posibilidad de un conflicto, la estrategia consiste en concebir las partes en este conflicto «como si fueran cosas distintas» (IV, 440a). Y ciertamente parece una maniobra inevitable, pues el conflicto no puede representarse sino a partir de la proyección de ciertos rasgos: el pudor frente al deseo, la templanza frente a la codicia, la prudencia frente al placer. Se trata de la misma línea de razonamiento que Freud llevaría más tarde al extremo cuando interpretó la presencia simultánea de impulsos contradictorios en la persona como un indicio de que existe toda una mente inconsciente, un conjunto de deseos y creencias con una coherencia propia que se mantienen ocultos para el sujeto. Platón no necesita llegar a tales extremos; le basta con agrupar los deseos y las tendencias del individuo de acuerdo con la tríada de la razón, la «irascibilidad» y el deseo.3