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En el suburbio de Manhattan viven las ratas y ella. Eso es lo que indicaba una pintada en una de las paredes de uno de los pocos callejones sin salida ni luz. El agua de la lluvia se colaba por una grieta al final del todo y gritaba como una rata asustada. Las gotas caían, bajo el subsuelo, sobre unas rocas mohosas en las que flotaba una extraña mujer —en un sofá de caoba, por cierto—, con un atuendo o disfraz muy peculiar: un vestido hecho jirones. Su rostro estaba oculto detrás de una máscara de metal y piedras verdes, como si de una joya se tratase. Sus manos eran el alargamiento de unos escudos metálicos que se asemejaban a lo que tenía sobre el rostro. El pulgar de la mano derecha estaba recubierta de una uña azul de metal. Si un rayo hubiera impactado contra el suelo de aquel callejón, abajo del todo, donde estaba ella, hubieran saltado chispas como si hubieran vuelto a la vida al mismísimo Frankenstein.

Un vestido casi extraterrestre la colmaba de colores y de huecos entre los que se mostraban las partes carnosas de su cuerpo. Incluso había un pecho casi al descubierto; y en la cintura, como la estola de un cura, la rodeaba una cadena de un vapor o algo así, por lo grande y pesada que era.

Ella era la reina, y todos los muertos de hambre de la ciudad de Manhattan acudían a su encuentro en busca de la felicidad y el cese de sus sufrimientos.

—Ven aquí —dijo con una estruendosa voz que rebotó en los raíles del metro, a casi cien metros de distancia. En ese momento había extendido la mano, y la uña azul resplandecía como un sol encerrado en un cielo moribundo.

Una anciana mugrienta, y a la que los ruidos de sus intestinos se fraguaban en una música celestial, se agachó sin decir nada e inclinó la cabeza.

Hacia abajo.

Pero cuando esa extraña mujer la miró, no vio nada salvo su rostro de ojos grises, piel carnosa, cabello largo hasta los hombros y facciones masculinas.