—Lo han tirado desde la azotea. Del tercer piso —aseguró uno de los agentes sin que Scott le preguntara nada. Le pareció que era necesario decírselo porque lo había estado mirando largo y tendido sin que aquel hombre dijera ni hiciera nada más que clavarse como una estaca frente a la estampa estrafalaria del hombre que se había incluso incrustado en el suelo.
Scott no dijo nada. Lo miró sin cambiar el semblante y volvió la vista al cuerpo destrozado de aquel desgraciado.
—Se llamaba Alan Reilik. Nunca había oído ese apellido —añadió otro agente.
El chapoteo sobre los plásticos que los cubrían era casi ensordecedor, y la sangre navegaba en los riachuelos del agua de la lluvia, y los sesos.
Eso también.
Aquellos dos agentes siguieron hablando casi en murmullos, dándose la vuelta como dos criticones de barrio y sonriendo como críos necios. En cierta manera, Richard Scott era un hombre parco en palabras, pero astuto. Necesitaba reflexionar en cada momento para poder situarse. Su mirada lo decía todo: asentía, negaba y hasta daba órdenes con un movimiento de ojos. Sin embargo, aquella noche de tormenta habló:
—Quiero saber qué ha sucedido aquí. ¿Por qué lo han tirado desde el tercer piso? ¿Quién ha sido? Su pasado. Si tenía pareja...
Los dos agentes se giraron como unos resortes, y uno de ellos le cortó la conversación como un cuchillo brillando ante el cuello de la víctima.
—¡Su novia está arriba!
El agente tenía los ojos casi desencajados, y su corazón comenzó a bombear petróleo espeso en lugar de sangre, por los dolores que le producían las venas. Un tambor de guerra tamborileaba en su cabeza.
—¿Cómo se encuentra?
—No está mucho mejor que el chico, señor.
Por un momento, aquellos ojos del agente se volvieron taciturnos, y después lunáticos.
Richard Scott se erigió bajo la lluvia como un orco1, quejándose de las articulaciones mientras apretaba los dientes y silenciaba el dolor con ello. No dijo nada y empezó a caminar hacia ellos. Pasó de largo con sus eternas manos metidas en los bolsillos de su chaqueta beis, rociada de lluvia hasta calarle los huesos, y entró por una puerta que estaba destrozada. Los cristales no brillaban en el suelo, y el marco de la puerta se volvió columpio bajo el viento.
Se detuvo y miró las escaleras de madera carcomidas, llena de agentes de policía que hacían su trabajo con las cabezas gachas y susurrando al empalagoso aire del interior del edificio.
Una anciana ataviada con una bata gris, tan apretada por el cinturón, como el caparazón de un romano, dijo algo de forma siniestra:
—Era un grupo de drogadictos. Yo los vi con mis propios ojos. —La anciana se había tocado los globos oculares con sus destartalados dedos amarillentos y tragó saliva al final del todo. Sus ojos estaban despiertos como los de una rata en medio de la noche.
El teniente Scott sabía que mentía, por lo que siguió subiendo las escaleras, lenta y oficiosamente, encaramándose hacia el tercer piso. Lanzó una mirada furtiva hacia el cielo del edificio y tragó saliva. Su mano se apostilló en los pasamanos destartalados y pintarrajeados como si fuera un edificio del distrito del Bronx.