Tenía el jodido enganche a internet en aquel subterráneo húmedo y mohoso. Y un portátil, porque también tenía luz. Ese tipo de ratas siempre se las saben todas para engancharse hasta el cielo y bajarse la luna bajo tierra. Y en el fondo se escuchaba el ritmo de la canción de Gülşah Kömür. Le apasionaba escucharla. La adrenalina era su vida, y esa canción, Çok mu Zor, era su inyección y dosis al mismo tiempo.
Y entonces, bailaba delante de aquellos sucios espejos remendados con telarañas en los que habitaban sus huéspedes con una cabeza de rata entre sus quelíceros como tijeras. Y se miraba de perfil, y de frente; y se acercaba tanto que su nariz tocaba esa áspera superficie de polvo y resquebrajos como los que produce un terremoto.
—¿Os gusta mi baile erótico? —preguntaba. Y los allí presentes no contestaban. La anciana se había ido. Pero ellas y otros seguían allí.
Pero muertos y putrefactos. O disecados.
Por supuesto, la muerte no contestó.