—Desde luego, que se han despachado bien con ella —graznó Scott. Sus ojos seguían observando el cadáver de la joven, que aun después de estar más allá de lívida (porque había adquirido incluso un tono grisáceo, excepto sus ojos, que, abiertos, eran como de cristal) parecía que sus pezones podrían seguir estando rosados. Algo que no le llamó especialmente la atención al teniente. Ya sabía lo que era una mujer, porque cualquiera en este jodido mundo sabe lo que esconde entre sus piernas: salvo el olor a coño.
Esas fueron las palabras del último asesino que, dos años atrás, le había chuleado la investigación. Y lo descubrió por ser tan idiota como para escribir eso en un papel que viajó en una carta cuyo sello estaba lleno de su saliva.
Y recordó que con esa frase había matado a todas las mujeres de este mundo; como si ellas, las que nos crean y paren, solo estuvieran aquí por eso. El asesino había subestimado el poder y el lugar de la mujer en la sociedad, aunque en los años ochenta todo estaba por definirse todavía.
Una voz grave y repentina le despertó de los recuerdos en los que se había quedado literalmente embobado.
—Se llamaba Rachel Hill. Trabajaba en una cadena de supermercados. Muy cerca de aquí. Era muy querida en su calle. Todos sus vecinos la adoraban. Su padre está ahora en el hospital porque... —esa voz se hundió en la negrura de la superficie de la lámpara que colgaba del techo a baja altura; y, tras un largo lapsus, añadió— ha sufrido un infarto.
El teniente había desviado su atención; y en sus retinas ahora destellaba la imagen de un policía raquítico que flotaba dentro de su chaqueta oscura con ese pedante trozo de metal y cinco puntas justo sobre su corazón.
—¿De qué manera les han informado del suceso? —ladró el teniente apretando los dientes—. A veces sois tan poco sutiles que me meo.
—Señor. No sé quién le dio la noticia, pero supongo que le habría dicho que su hija está muerta. ¿No es eso?
—Pues no veo que se mueva nada —espetó Scott inclinando la cabeza.
El policía, cuyo pelo alborotado parecía flotar en el empalagoso aire de aquella habitación destrozada, se encogió de hombros y hundió su propia cabeza como una tortuga mascando lechuga.
—No sé qué decir —acució el hombre.
El teniente se levantó apoyándose con las dos manos sobre su rodilla derecha, la cual crujió como un árbol talado. Respiró profundamente y señaló al suelo dibujando una silueta en el aire. Y es que allí abajo, sobre los tablones de madera, había algo extraño.
—¿Qué son estos botes que están alrededor del cuerpo?
Eran unos pequeños botes de plástico con una tapadera roja, y estaban llenos de algo que se había tornado oscuro. Como pintura esmalte roja, o, quizá, lo que no pensaba en un primer momento.
—Es su sangre, señor.
—¿Qué?
Scott recordó algo que le hizo estremecerse. Aquello que al principio no le hacía recordar nada de pronto tuvo sentido, tacto y forma. Era la forma de matar que tenía un asesino en serie llamado SOBERBIA (en mayúsculas). Un paranoico religioso que especulaba con los siete pecados capitales, pero que pecaba de soberbia. Y de ahí el mote (por decir algo).
El asesino de la SOBERBIA.
Todavía tenía el expediente guardado en el cajón de la mesa del despacho de su casa, oculto bajo un revólver del 22, una caja de chinchetas, informes médicos y recortes de periódicos. Pero estaba allí.
La zorra tenía la mirada perdida más allá de la locura, cabellera rubia, y unas facciones marcadas por el maquillaje. Se había cruzado de piernas y bailaba delante del espejo al ritmo de su segunda canción favorita, "Life and Mono" (una de esas romanticonas que te inspiraban a tope para posar desnudo frente a tus víctimas).
Pero el personaje conocido como SOBERBIA ya era historia, pues una bala le había atravesado el cráneo entrando por la frente y saliendo por la parte de atrás como un escupitajo de sangre, materia gris y huesos hechos esquirlas. Scott recordaba cómo aquellos ojos azules se habían vuelto de repente acuosos y muy, pero que muy blancuzcos.
—Pues eso, señor. Que cada uno de los botes que hay alrededor del cuerpo contiene su sangre. El forense ha dicho que toda la sangre de esta pobre joven está en esos botes. Hasta la última gota. —El policía necesitaba respirar porque sentía que había hecho algo mal. Era como si, de repente, el mea culpa recayera sobre él. Aquello era tan macabro como siniestro, y en esos momentos se sintió, además, impotente.
—El asesino repite el mismo patrón —dijo el teniente mirándole a los ojos. A su izquierda estaba la ventana abierta y destrozada. Por ese hueco había volado, como un pájaro herido de muerte, aquel chico llamado Alan.
—¿Usted ya conoce al asesino? —preguntó desconcertado el policía. Sus cejas se movieron de arriba abajo varias veces.
—No. Claro que no lo sé.
—Usted ha dicho...
—¡No importa lo que haya dicho! —le cortó Scott. Era la primera vez en diez años que su voz se había elevado sobre las demás. Los policías que llenaban la habitación, y que buscaban huellas, se volvieron a él de forma coordinada movidos por la curiosidad de un gato.
—Lo siento, señor. No era mi intención molestarle —se disculpó el agente, con la cara pálida. Tenía una mano extendida, con los dedos bien abiertos.
—¿El chico saltó por ahí? —preguntó Scott señalando lo que quedaba de ventana. Su dedo índice era firme y grueso. Se acercó hacia ella, y sus zapatos pisaron varios cristales, que lloraron bajo las suelas al ser quebrantados por el peso.
—Creemos que lo lanzaron a propósito. Un asesinato.
—Ya. Me lo imagino.
Y el viento helado de aquella noche de otoño lluvioso le azotó la cara, con unas manos sin forma humana. Y se despertó de un sueño macabro, pero seguía pensando en la sangre de los botes con tapón rojo.
Seguía pensando en ellos, a pesar de todo.