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Aunque la muerte no contestó a sus preguntas, ese monstruo seguía bailando, contoneando sus caderas y acariciándose los pechos con unos dedos libidinosos (no era imposible, pero sí raro); parecía desearse, a sí misma, sexualmente. Y esos dedos bajaron hasta su vientre y su pubis. Aquello era realmente excitante para un ser que estaba marcado por un trastorno emocional. Aun con la máscara, se veía bella, y aquellos espejos polvorientos reflejaban el rostro del mal. Y los muertos se difuminaban detrás de ella. Todos, sentados en unos sofás. Rectos, y con la boca abierta mostrando unos dientes macilentos. Aquellos rostros, en los que en algunos no brillaban los ojos —sino la oscuridad de unas cuencas vacías—, la miraban contemplando cómo seguía haciendo el payaso en el fondo de la cavidad. Allí. Por donde correteaba el agua de la lluvia en forma de lágrimas sin consuelo y el moho verduzco se comía toda la roca.

De repente, algo ruidoso como una sirena que se estrellaba contra la pared se impuso sobre el volumen de la música, y ella apretó los dientes tras la máscara. Era el jodido metro, que se arrastraba fuertemente sobre unos raíles doblegados y hartos de soportar tanto peso. Y creía que en uno de esos días el maldito convoy se estamparía contra las paredes del túnel. Sí, eso pensaba.

—Me estás jodiendo el ritual —dijo en un susurro, como si alguien la estuviera escuchando desde su cogote.

Pero, después de esto, siguió tocándose los pechos.