El forense, un hombre de raza negra con unas gafas de montura de hueso gruesas, descubrió algo dentro del estómago de la chica. Aquella joven escondía un huevo de pascua en su interior, como los jodidos sistemas operativos de los ordenadores más vetustos, de toda la vida. Por ello, eran poco utilizados en los años ochenta. Una combinación de teclas hacía que en la pantalla de rayos catódicos2 apareciese alguien subido a un tren de colores en forma de caricatura. Pero lo que descubrió Biron no fue precisamente eso.
Sus ojos se vieron desbordados por unos momentos.
—Pero ¿qué es esto?
Estaba preguntándole al fiambre.
Y esta respondió: —Tenía hambre, tío. Me zampé lo primero que vi primero después del tastarazo. ¿Te lo puedes creer? Menudo tiro con doble puntos de juego —se refería al deporte más vivo de los Estados Unidos de América, el baloncesto—, los dejé cao, amigo. Con una sola canasta y sin mirar. Por eso me lo tragué.
No, mentira. No contestó nada, y ni siquiera se lo imaginó Biron. No. Por nada del mundo. Sus manos quedaron inertes en el aire, con las palmas apuntando a un sofisticado y, a la vez, rudimentario foco de luces. Tenía cuatro, para ser más exactos. Y el reflejo en ellos era casi como el de un túnel sin final. Nulo.
Ahora introdujo una de aquellas manos enormes en el estómago diseccionado, y con los dedos en forma de pinza elevó algo oscuro, de color caoba o, quizá, negro. Lo observó detenidamente a tres dedos de su nariz y enarcó las cejas dando paso a una cara que se mofaba con la angustia y el asco.
Lo dejó sobre la bandeja de metal que tenía al lado del instrumental médico —poco había que hacer con los muertos—, y el ruido que produjo al tomar asiento fue como si arrastrase una cadena perpetua atada al tobillo.
Después, miró al teléfono de sobremesa que había en el otro extremo de la habitación. Allí donde alcanzaba su mirada, y no, no era de color rojo, sino beis.
Restregándose las manos en la bata blanca, se encaminó hacia el fondo de la sala, pasando por varias formas angulosas que no eran más que sombras que cobraban vida en un lugar tan lúgubre como ese.