Ring, Ring, Ring.
El típico sonido del teléfono despertó a Scott. Era inevitable que eso sucediera porque Biron siempre pensaba en él, después de todo. Oh, vaya, qué bien. El teléfono sonó hasta seis veces. La cabeza de Scott, extenuada, había estado reposando sobre la superficie de su pupitre, encima de aquellas fotografías. No se había dado cuenta, pero el reloj marcaba siempre hacia adelante, y el tiempo pasó tan deprisa que el sueño le arrebató la conciencia. No se acordaba de nada, salvo que sentía que aquel ruido le jodía con gran sutileza.
Era como tener un montón de chatarra metida en la cabeza que le trepanaba los sesos.
—Ya voy. Ya voy —dijo quejumbroso, como si el teléfono le respondiera: «está bien, aquí te estoy esperando». Además, lo tenía sobre la misma superficie. Junto a su mano derecha, que en esos momentos se despertó con un hormigueo.
La lámpara de mantequilla seguía encendida, pero parecía debilitarse por momentos. Vio algo borroso de aquellas miserables fotografías al levantar la cabeza, y después miró al teléfono como si fuera un bicho raro.
Extendió su mano con los dedos abiertos.
Al descolgarlo, era como si hubiera estrangulado al teléfono. Se puso el auricular pegado a su oído derecho mientras bostezaba, y preguntó:
—¿Quién osa romper mi sueño?
—Soy yo. —La voz de su amigo sonaba amortiguada, como si las palabras convertidas en corrientes eléctricas tuvieran que cruzar andando todo un país—. Perdona que te moleste, pero he descubierto algo.
—Está bien, Biron. Dispara.
—¿Cómo sabes que soy yo?
—Te conozco muy bien.
—Claro. Pues bien. He encontrado algo en el estómago de la chica mientras realizaba la autopsia.
—¿Qué es? ¿Algún tipo de veneno?
Scott parecía demasiado somnoliento todavía. La postura adoptada sobre su escritorio era la de un borracho agarrando su jarra de cerveza.
—No.
—Venga yaaa. Suelta.
—Un rosario.
Scott despegó de la silla como si hubiera sido impulsado por un resorte; y su corazón, normalmente pasivo, corría despavorido como un caballo asustado.
—Mierda. No puede ser —casi gritó, y sus ojos se abrieron tanto que podía emitir luz con ellos para peinar todo lo que tenía sobre la mesa.