Tirada en el suelo, y sin la máscara acariciando su rostro, aquella mujer, de facciones suaves, piel aterciopelada, boca carnosa y ojos penetrantes —que ahora estaban cerrados—, se había quedado dormida, totalmente desnuda, ante aquellas miradas intactas y sin vida. Sus pechos quedaron aplastados contra el frío suelo, y una de sus manos parecía querer abrazarlo. El agua seguía correteando por las paredes de aquel subterráneo; y el moho, creciendo por momentos. Eran manchas verduzcas, como si miles de sapos se hubieran agrupado allí abajo. Al lado de estas, grandes manchas húmedas se alzaban como fantasmas con los brazos en alto. Porque el terror tenía nombre, y había regresado.
¿Había regresado de verdad?