17

Estaba en el lado del río Hudson. En el suelo, muy cerca de la orilla. Sobre una piedra filosofal que parecía haberse formado expresamente para aquel infortunado. El agua zozobraba como el mar a los pies de aquel pequeño.

Un niño de nueve años.

Los primeros en acudir habían vomitado sobre las aguas de la lluvia y en los riachuelos que alimentarían el río. Scott llegó el último. Apagó el motor y las luces amarillentas de su coche, y se apeó de su vehículo con la chaqueta abrochada hasta el cuello. Caminó de forma lenta y segura empapándose de la lluvia mientras recordaba que no había cerrado la puerta. Eso ahora no le interesaba nada. Tenía algo que descubrir, porque ya lo intuía; y, en verdad, solo quería retractarlo, para su ego personal.

Esa era su intención, y se vio sorprendido a pesar de todo.

El cuerpo del niño estaba cubierto con una de las chaquetas de uno de los policías, quienes parecían hacer plegarias alrededor del difunto en un velatorio. Se les notaba bastante nerviosos y se movían de forma frenética. Como si hubieran saltado de un enorme pañuelo que acaban de sacudir.

La cabeza no estaba allí.

Scott se abrió paso entre ellos, empujándoles, literalmente, cuando al fin había dado paso al trote. Se detuvo frente al pequeño cuerpo y observó cómo el cuello estaba limpiamente cortado. No había ningún charco de sangre. Y entonces, sucumbió a dos ideas: que el agua lo había arrastrado todo, o que se la habían extraído.

Los botes estaban alrededor del cuerpo, como un dibujo del ave Fénix; salvo que este no revivía, sino todo lo contrario. El teniente quiso darle un puntapié a uno de esos pequeños botes, pero no lo hizo. La ira se había apoderado de él. Se resistía a creer. Odiaba aquello. Maldecía que alguien hubiera tomado el relevo, pero no había agujeros que tapar.

¿Quién seguía los pasos de SOBERBIA ahora?

No supo reaccionar durante unos interminables segundos en los que los transceptores de los policías no paraban de chasquear como dos dedos en el mismísimo tímpano. Pero, transcurridos esos interminables momentos ominosos, a la desesperada preguntó:

—¿Alguien sabe si existe algún testigo?

Su voz sonó alta y clara, y un par de policías se detuvieron para mirarle directamente a los ojos, con el rostro pálido.

—Tenemos un testigo —dijo uno de ellos con voz trémula. Estaba nervioso.

—¿Alguien que lo ha visto todo?

—No. La primera persona que lo descubrió.

—Entonces no es un testigo, idiota.

—Lo siento.

El teniente sacudió sus manos como si quisiera deshacerse de una mala energía. Los dos policías lo interpretaron como si de repente le hubiera dado una descarga eléctrica una de aquellas farolas del muelle.

—Es igual. ¿Está aquí?

—Sí, claro.

—Quiero hablar con él.

—Es una niña.

Scott abrió la boca en una perfecta O mayúscula y casi eructó porque no le salió ninguna palabra al escuchar aquello.

—Está bien. Lléveme con ella, y que no vea nada de esto.

—Ya lo vio.

—Mierda.

Ambos se dirigieron a una parte del muelle. Detrás de una ambulancia que tenía las dos portezuelas abiertas y un tiovivo instalado dentro. La niña estaba envuelta en una manta doble, pero estaba húmeda. Al igual que su cabello, que estaba empapado y deslavazado.

El policía, cuyo nombre no trascendía para nada, le señaló con un dedo tintineante. El corazón de ese tipo bombeaba tan fuerte que se podía escuchar si estabas cerca de él.

Scott se acercó a la niña empapada y con los hombros como acantilados desparramando caudales de la lluvia. La niña estaba mirando el suelo mientras un enfermero le hablaba de cosas bonitas: «tu hermano te está esperando en casa con un regalo. Una muñeca».

Pero eso no servía de nada, por mucho que se esforzara en entonar el mea culpa o modular la voz como la de los dibujos animados. Scott fue más seco y directo.

—¿Lo has descubierto tú?

La niña levantó la vista y lo miró en silencio.