21

—No me asusté, señor. Me dio mucho sueño. Y cuando me desperté, mi amigo estaba en el suelo, muerto —explicó con soltura la pequeña. Sin duda, estaba enterada de lo que era la muerte, y no había que contarle la vieja historia del pajarito y el gato. Estaba bien curtida.

—Pero no me has contado cómo murió, pequeña —rezongó el teniente, con un dolor lumbar de estar tanto tiempo curvado hacia adelante. De nuevo, se había apoyado en sus rodillas impulsándose con las palmas de sus manos. Hubiera sido más acertado sentarse justo al lado de la pequeña, pero no había pensado en eso.

—Es que, no lo sé. Cuando me levanté, lo llamé dos veces: David, David. Y no contestaba. Así que fui corriendo hacia él y, entonces, lo vi.

—¿Qué viste?

—Que le faltaba la cabeza, ¿qué iba a ser, señor? —La pequeña había arrugado los labios como si fuera una burla, y el teniente podía imaginársela con los brazos en jarra debajo de la manta.

—Oh, señor —se persignó Scott cerrando los ojos. La lluvia le había calado la chaqueta, el jersey y los calzoncillos. Sentía escalofríos, pero no precisamente por el caladero del agua de la lluvia, sino por la frialdad de la niña, que lo miraba ahora expectante.

—Es la verdad, señor.

—Sí, sí. Te creo. No hace falta que pienses más en eso, pero hay algo más. ¿Qué hacíais aquí en un día como este?

—Jugar, y ver a los peces saltar fuera del agua.

—Claro. Claro —dijo el teniente dándole la espalda. Y se encaminó de nuevo al cuerpo del pequeño, abriéndose paso entre los policías, que señalaban, a lo lejos, algo oscuro mientras se santiguaban.

Sí, algo que flotaba en el agua.