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Biron pasó al lado del cadáver de la mujer paseándose, al tiempo que una pulsera de oro se balanceaba entre sus dedos. Había perdido un eslabón del enganche. Era suya, y siempre estaba dispuesta a brillar en su muñeca, tan cerca como pudiera del anillo de su dedo corazón. Un sello que podría aplastar una pila de carpetas y folios, como un pesado matasellos. Estaba pensando cómo demonios se habría partido esa pulsera del tamaño de una correa que sujetaba un dóberman. Al final, no le dio más importancia de la que necesitaba, pero, tras pasar de largo de la camilla extasiada en el pasillo de espera, no se acordó del cadáver de Alan. El supuesto novio que quiso volar como los pájaros —lo tiraron, imbécil— y se estrelló los sesos contra el suelo, que resultó casi esponjoso porque había hierba. Bastante hierba, ¿sabes?

Pero a él no le había pesado la orden de realizarle la autopsia y, por lo tanto, lo ignoraba por completo mientras seguía caminando por el pasillo luminoso con un silbido aposentado en sus labios y que caía al vacío de aquellas camillas repletas de cadáveres.

Excepto Alan.