Y estaba flotando, con los ojos encallados en las nubes perpendiculares que lloraban sobre las cruces que habían incrustadas en ellos. La boca abierta y la lengua hinchada. Blancuzca y casi sebosa. El cuello cortado con una guillotina. Un corte muy especial.
Tres policías se asomaron más de cerca para comprobar qué era y empezaron a vomitar cuando descubrieron la guinda del pastel agrio. Era la cabeza del niño.
La pequeña seguía dentro de la ambulancia, arropada y ya con calor. Totalmente de espaldas y ajena a aquel descubrimiento. Scott miraba hacia atrás y adelante. Había conocido a una niña muy especial, pero seguro que no tanto como para decir: sí, es la cabeza de mi amigo, ¿por qué está en otro sitio?
—Señor. Es una cabeza —gritó uno de ellos, con los ojos desencajados.
Scott se puso el dedo índice sobre los labios.
—¡Cállate, idiota! —Y, por suerte, el ruido del estampido de las gotas de la lluvia era tan amenazante que se escuchaba por encima de sus voces.
La cinta amarilla voló hacia el agua del río y acarició la mandíbula de aquella cabeza a la deriva.
—Peter. Alcánzame ese palo —había dicho uno de ellos, y el otro se lo había dado. Entre chapoteos, no hacían más que alejarlo de la orilla, hasta que el aluvión de agua caída del cielo formó una ola que empujó la cabeza hacia la misma orilla, encallándose, con los ojos brillando de forma broncínea bajo una farola mezquina.
El policía se echó para atrás como si le hubiera mordido una serpiente y vio cómo su mano le temblaba. Los ojos de Scott vieron aquellos ojos de terror y, después, mirando a la orilla, aquellos destellos dorados. Y el corazón le empezó a latir como un caballo desbocado.
—¡Dios!, ¡no puede ser! —exclamó, quedando parado ante tan dantesco descubrimiento. En aquellas cuencas había dos cruces empaladas dentro.
Y pensó en SOBERBIA.